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Foucault en Teherán: la revolución hace extraños compañeros de cama
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Ramón González F

El erizo y el zorro

Por
Ramón González Férriz

Foucault en Teherán: la revolución hace extraños compañeros de cama

Considerar cualquier alternativa imaginable como un escenario mejor que el presente real es un rasgo constante de la psicología humana. Curiosamente, lo contrario -preferir la certidumbre

Foto: Michel Foucault sostiene un megáfono acompañado, a su derecha, por Jean-Paul Sartre, en una manifestación en 1972 en la fábrica Renault
Michel Foucault sostiene un megáfono acompañado, a su derecha, por Jean-Paul Sartre, en una manifestación en 1972 en la fábrica Renault

Considerar cualquier alternativa imaginable como un escenario mejor que el presente real es un rasgo constante de la psicología humana. Curiosamente, lo contrario -preferir la certidumbre mediocre de la actualidad a la incertidumbre de romper su equilibrio-, también. En términos políticos, lo primero nunca se dio con más intensidad en la historia reciente que en los años sesenta y setenta del siglo pasado, un momento en el que la producción y circulación de ideas heterodoxas con las que se pretendía revolucionar la política llegaron a extremos como el de Michel Foucault, quizá el más drástico y cruel, y paradójicamente el más brillante, de los intelectuales revolucionarios europeos de la época. Foucault llegó a creer que la revolución iraní encabezada por Jomeini podía ser un espejo en el que se mirara Occidente. Incluso pensó que su energía religiosa podía ser admirable -él era ateo y homosexual-, para pasmo de quienes leían en la prensa italiana y francesa sus crónicas enviadas desde Teherán. Todo servía para la revolución, aún las alianzas más impensadas.

En algunos momentos, sin saber por qué -los años sesenta fueron bastante prósperos en los países donde hubo revueltas, y quienes las instigaron eran en buena medida gente de clase media con una vida cómoda-, el ánimo revolucionario prende. Una vanguardia movilizada tira de la sociedad, una espiral de silencio hace incómodas las críticas al movimiento, todo, cualquier cosa, parece más deseable que seguir con la confortable vida cotidiana, el código de valores burgués de respeto a la ley y la búsqueda de un orden que permita el crecimiento económico.

Foto: Jorge Vestrynge y Pablo Iglesias tras una bandera republicana. (EFE) Opinión

A veces, como dijo el también filósofo francés Raymond Aron sobre el mayo de 1968 en París, estos acontecimientos pueden leerse como simples “psicodramas”, estallidos incomprensibles con unas motivaciones ideológicas que poco tienen que ver con la realidad material y que más bien son fruto de una amalgama de ideas, oportunismo y deseos de expiación. Y también de una distorsionada percepción de lo que el futuro puede ofrecernos si somos nosotros quienes lo creamos por medio de una mezcla de furia y sonrisas.

Revolucionarios de derechas

Las cosas han cambiado desde los años sesenta, las revoluciones actuales siempre pretenden validarse en las urnas y, por suerte, la violencia tiene un descrédito creciente. Pero sigue existiendo algo en el propio funcionamiento de las sociedades que provoca que, de vez en cuando, se mande al cuerno el equilibrio actual para intentar hallar uno mejor, aunque no haya garantías de que eso sea posible. Tradicionalmente, la psicología política tendía a identificar a los conservadores con quienes, al contemplar su realidad, veían en ella más rasgos positivos que negativos, y por lo tanto se oponían a cualquier clase de transformación radical. En cambio, las personas que se declaraban de izquierdas, al mirar esa misma realidad, eran capaces de ver su lado bueno, pero la indignación que les suscitaba la injusticia les hacía ser más proclives a intentar cambiar las cosas, en principio por métodos democráticos.

No es novedad, pero en estos momentos la izquierda internacionalista parece más cercana a los nacionalismos que a sus contrarios

No creo que esta teoría haya perdido vigencia del todo, pero lo cierto es que ahora los intentos más radicales de transformar los sistemas políticos e ideológicos provienen de la derecha. Y, en todo caso, las alianzas y coaliciones ideológicas coyunturales son verdaderamente extrañas, como lo fue la de Foucault con los ayatolás. El filósofo Slavoj Zizek pensó que el triunfo de Trump en las últimas elecciones presidenciales estadounidenses podía ser más beneficioso para la causa revolucionaria que el de Hillary Clinton. Los tabloides británicos, furibundamente anticomunistas, han encontrado como aliado en la causa a favor del Brexit a Vladimir Putin, el heredero del zarismo soviético. No es que sea una novedad, pero en estos momentos la izquierda internacionalista parece más cercana a los nacionalismos que a sus contrarios. Sería un error, pero acabaremos echando de menos el marco ideológico de la Guerra Fría. Al menos, este nos situaba con claridad.

¿Revolución en Cataluña?

No sé si lo que sucede en Cataluña ahora mismo es una revolución. No tiene nada que ver con Jomeini, eso es indudable, y tampoco estoy seguro de que guarde mucha relación con los anhelos revolucionarios de los años sesenta y setenta. Pero sí me parece un buen ejemplo de una de esas ocasiones en las que, para una parte importante de la población, el "statu quo" se vuelve insoportable, aunque este, si bien no es perfecto, tampoco parece que merezca ser completamente arriesgado por un futuro incierto o, directamente, por un callejón sin salida. Muchos independentistas se están asiendo a cosas inesperadas, que les habrían hecho quedarse boquiabiertos hace solo unos años, para acabar con un presente que uno diría que no es tan malo. Primero los referentes del independentismo catalán fueron Canadá o Escocia, luego se habló de la senda eslovaca, ahora más bien se cita la eslovena, Kosovo es una posibilidad y todo esto habrá merecido la pena, parece pensar a veces, aunque Cataluña acabe como Irlanda del Norte.

Muchos independentistas se están asiendo a cosas inesperadas, que les habrían hecho quedarse boquiabiertos hace solo unos años

Uno de los objetivos de la independencia era mejorar la situación económica de los catalanes; ahora parece que en caso de proclamarse, o incluso de que el procés siga de manera ambigua, ésta empeoraría drásticamente. Pero esto tampoco importa, porque la economía ya no es lo más importante. Se decía que la Unión Europea acogería a una Cataluña independiente; esto no va a ser así, han repetido una y otra vez los líderes de la Unión. Algunos independentistas dicen ahora que si es así no pasa nada, puede que incluso sea mejor; al final, hasta es posible que la Unión Europea les implore que le devuelvan el afecto perdido. Cataluña siempre había deseado proyectar una imagen de ortodoxa nación europea liberal, perfectamente responsable y asimilable; ahora, al menos un sector de los independentistas -no sabemos cuál- ha fiado una parte de su estrategia al confuso entorno publicitario que, en público, lidera Julian Assange.

A los humanos a veces nos pasa esto. En cierto sentido, tiene cierta racionalidad: somos una especie que busca emociones. Y muchas veces es más fácil unirse alrededor de la aversión común al enemigo que en torno a la coherencia de la coalición que trabaja contigo. Yo soy un optimista acerca de los progresos de la civilización humana solo cuatro días por semana, pero esos días lo soy mucho. Lo otros tres, dudo. Quizá estoy distribuyendo mal mi tiempo.

Considerar cualquier alternativa imaginable como un escenario mejor que el presente real es un rasgo constante de la psicología humana. Curiosamente, lo contrario -preferir la certidumbre mediocre de la actualidad a la incertidumbre de romper su equilibrio-, también. En términos políticos, lo primero nunca se dio con más intensidad en la historia reciente que en los años sesenta y setenta del siglo pasado, un momento en el que la producción y circulación de ideas heterodoxas con las que se pretendía revolucionar la política llegaron a extremos como el de Michel Foucault, quizá el más drástico y cruel, y paradójicamente el más brillante, de los intelectuales revolucionarios europeos de la época. Foucault llegó a creer que la revolución iraní encabezada por Jomeini podía ser un espejo en el que se mirara Occidente. Incluso pensó que su energía religiosa podía ser admirable -él era ateo y homosexual-, para pasmo de quienes leían en la prensa italiana y francesa sus crónicas enviadas desde Teherán. Todo servía para la revolución, aún las alianzas más impensadas.

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