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A partir del quinto tatuaje, es grave
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Alberto Olmos

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A partir del quinto tatuaje, es grave

El tatuaje nació para dar fuerza a gente que no tenía Seguridad Social, Netflix ni democracia. Ahí es normal cubrirse el cuerpo con la pluviosidad de la tinta

Foto: Tatuaje con una tirita superpuesta tras la vacuna contra el covid. (EFE)
Tatuaje con una tirita superpuesta tras la vacuna contra el covid. (EFE)

El buen tiempo ha devuelto al primer plano ciertas insatisfacciones, frustraciones y fracasos que la gente llevaba escondidos durante los meses de frío; es decir, los tatuajes. Como Javier Marías no se pronuncia, lo haré yo: me molestan los tatuajes. Quizá 'molestar' no sea el verbo correcto, pues la visión de estos dibujitos epidérmicos no acaba por amargarme el día, sino que solamente me deja durante unos minutos cierta sensación de derrota y asombro. Me asombra cómo la gente echa a perder medio metro cuadrado de piel y me asombra qué figuras y motivos ocupan el espacio que antes se reservaba a un lunar, un granito, una cicatriz, las narrativas naturales o azarosas de la vida.

La historia del tatuaje no me la sé, pero me la puedo inventar. Va de tribus, canacos, canoas, guerras e invocaciones. El tatuaje nació para dar fuerza a gente que no tenía Seguridad Social, Netflix ni democracia. Ahí es normal cubrirse el cuerpo con la pluviosidad de la tinta, cuando te mandan a cortarle la cabeza a otro. Hay que venirse muy arriba para ir con cierta confianza a arrancar cabezas, matar bebés y robar caballos.

Ningún gran hombre ha llevado tatuajes hasta que llegó Sergio Ramos

Luego el tatuaje se extendió por el mundo, aunque no consta que lo hiciera por la parte menos problemática o más artística siquiera de nuestras sociedades. ¿Picasso tenía tatuajes, Napoleón, Baudelaire, Virginia Woolf? Seguramente lo sabríamos si así fuera. Ningún gran hombre ha llevado tatuajes hasta que llegó Sergio Ramos.

Ahí el tatuaje seguía siendo digno, pues menudeaba en las cárceles y el hampa, nuevamente como formas apotropaicas de darse cobertura médica, no morir, no caer, al tiempo que se amedrentaba al enemigo, proponiéndose muy chungo porque se lucía sobre la piel el código de la mala vida. El tatuaje era, además, cutre, y lo cutre siempre es auténtico. La gente se hacía tatuajes desesperados con agujas recalentadas fijadas al canutillo de un BIC y quedaban fatal, dibujos como infantiles de Charlot, para indicar el paso por prisión. La gente se hacía tatuajes cuando caía con todo el equipo, para señalar la cesura dramática de sus vidas.

La gente también se hacía tatuajes para recordar a sus muertos, fechas de defunción, retratos del hermano, de la madre. Era un poco fuerte no ir a acordarte de tu madre muerta si no te la tatuabas en el pecho, pero podíamos comprender el gesto, empatizar sin estridencias. “Amor de madre”: eso era un tatuaje, amigos.

Ya en los noventa, proliferaron los tatuajes únicos, electivos, muy esencialistas. Uno elegía tatuaje, esto es, un único tatuaje que delimitara la imbecilidad de su juventud. Normalmente era un delfín saltando sobre el omóplato, o un 'tribal' en el bíceps. Y ya estaba. Ese era 'tu' tatuaje, lo enseñabas a veces, porque casi siempre era un tatuaje pudoroso, secreto, que podía verte solo quien se acostara contigo, de modo que, a fin de cuentas, era un tatuaje totalmente sexual, de iniciación y conquista. Con 20 años, la gente se hacía un tatuaje y lo dejaba estar, acababa con el asunto y se dedicaba a otras cosas. Fue el punto álgido de la moda.

placeholder Una hincha muestra su tatuaje de Diego Armando Maradona. (EFE)
Una hincha muestra su tatuaje de Diego Armando Maradona. (EFE)

La pérdida de la elegancia

La decadencia llegó con el cambio de siglo, y con los futbolistas. Ciertamente, jugar la final de la Champions puede dar algo de miedo, devolverte a la tribu, porque varios cientos de millones de personas harán de ti un guiñapo si fallas el quinto penalti, por lo que parece lógico que esa flojera de la voluntad, esa tiritona del talento, se vea necesitada de dioses, augurios, seguridades y gritos de guerra. Los futbolistas empezaron a estar tatuados de pies a cabeza; los futbolistas se tatuaban balones de fútbol en las piernas y en los brazos. Realmente hay que pararse un poco a pensar en un futbolista que lleva un balón de fútbol dibujado sobre la piel.

Entonces, ya fuera por el fútbol, ya por la música, la gente normal, la que no juega finales de Champions ni canta ante 50.000 personas, entendió que la falta de épica no les desacreditaba para tatuarse también por todo el cuerpo sus propias fábulas y aspiraciones. Bien es verdad que la vida cotidiana tiene en todo caso sus dificultades.

Tatuarse en la cara es quizá la gran aportación cultural del trap a Occidente

De un único tatuaje discrecional se pasó a decenas de tatuajes insoslayables. Tatuarse en la cara es quizá la gran aportación cultural del trap a Occidente. Tatuarse en la cara era tabú hasta 2017. En la cara se suelen tatuar lágrimas, lo que constituye quizá la superación metafísica del futbolista que se tatúa balones. El caso es que tatuarse se convirtió en una carrera de fondo, ya no iba la cosa del tatuaje en sí, sino del tatuaje nuevo. La gente incorporaba tatuajes a su piel a mucha más velocidad que la vida surtiéndoles disgustos o alegrías. Esto quiere decir que el tatuaje se volvió frívolo, de puerta de baño público por detrás, o sea.

Me acuerdo de que en los años ochenta, en mi pueblo segoviano, había un depósito de agua en la plaza. Era una torre en ladrillo naranja, con fuente, y sobre esos ladrillos naranjas íbamos pegando cada domingo las calcomanías que nos salían en los chicles. Ahora cuando veo a una persona con toda la pierna llena de tatuajes, o todo el brazo, me viene a la cabeza el depósito de agua de mi pueblo, al que los niños pegábamos dibujitos sin orden ni concierto.

El caso es que ve uno cosas fascinantes sobre la piel del personal. Las caras de 'Peaky Blinders', la manzana de Apple, códigos de barras, pelotas botando, muelles, grifos, hormigas, alambre de espino, dados... Tatuarse a la virgen María me parece mucho mejor, dónde va a parar. La gente quiere llevar toda la vida sobre el dorso de la mano el dibujo de un cigarrillo, una pinza, una hamburguesa. Soy incapaz de entenderlo. De hecho, a partir del quinto tatuaje, una persona me parece irreparablemente antierótica. Los tatuajes han acabado con el porno, además. Si haces porno con muchos tatuajes, me despistas.

placeholder Tatuaje de una mascota.
Tatuaje de una mascota.

Si me 'molestan' los tatuajes de este tipo y en esta cantidad no es, desde luego, porque yo sea una persona sofisticada; me molestan porque soy una persona sencilla. La gente pasa con sus 25 tatuajes por la calle y, ciertamente, llama la atención, pero solo porque se pierde por la siguiente esquina. Decorativamente, la cosa funciona. El problema o la duda que yo veo es que uno tenga que seguir por la siguiente calle con esos 25 tatuajes encima, dormir con ellos, morir con ellos. Ser enterrado en 2067 con el retrato de tu perro muerto tatuado en el muslo no lo veo, la verdad.

O sea, para un rato tiene gracia, pero la característica esencial del tatuaje es su condición vitalicia, como de marca para ganado. Si la oveja eligiera la forma del hierro candente, seguramente elegiría algo bonito, pero no creo que eligiera 25 hierros candentes. Yo qué sé.

Me da como bajón ver a alguien con 20 años llevando las dos piernas concurridas de improntas absurdas e irrelevantes. Es como si te pidiera que la leyeras, que repararas en cada motivo tintado y en cada historia detrás de ese motivo. Muy bien. Pero, una vez vistos, no hay más. Supongo que por eso se hacen más tatuajes, para que haya algo más que leer, más ficción, nuevos contenidos en la piel sobre la que se promocionan. Pero luego ves una piel limpia, y piensas: “Esto sí que es una historia”.

El buen tiempo ha devuelto al primer plano ciertas insatisfacciones, frustraciones y fracasos que la gente llevaba escondidos durante los meses de frío; es decir, los tatuajes. Como Javier Marías no se pronuncia, lo haré yo: me molestan los tatuajes. Quizá 'molestar' no sea el verbo correcto, pues la visión de estos dibujitos epidérmicos no acaba por amargarme el día, sino que solamente me deja durante unos minutos cierta sensación de derrota y asombro. Me asombra cómo la gente echa a perder medio metro cuadrado de piel y me asombra qué figuras y motivos ocupan el espacio que antes se reservaba a un lunar, un granito, una cicatriz, las narrativas naturales o azarosas de la vida.

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