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Cuando había que esperar 200 años para ser un clásico
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Alberto Olmos

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Cuando había que esperar 200 años para ser un clásico

La colección Letras Hispánicas de Cátedra sobrevive como fetiche de la gran literatura; ahora incluye 'Memorias del subdesarrollo', de Edmundo Desnoes

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Cuando éramos niños y sabios, leíamos la gran literatura de las tapas negras. Eran los primeros libros obligatorios, correccionales y baratos, en aquel BUP donde te hacían descifrar novelas de mayores. La Regenta, por ejemplo; el Quijote y Pedro Páramo, verbigracia; un episodio nacional a voleo de Galdós.

Venían estos libros en ediciones asequibles de Austral o de Cátedra, con la letra muy menuda, una introducción de cien páginas y unas aclaraciones insidiosas y mareantes llamadas notas al pie. Las ediciones en Cátedra eran las más placenteras de comprar, porque, después del susto, la mitad del libro no había que leerlo. Para encontrar Pedro Páramo en el Pedro Páramo de Cátedra había que saltarse medio volumen, y luego seguir saltándose página sí, página no debido a todas esas notas al pie que ponían, algunas más largas que las obras completas del propio Rulfo. Como eran ediciones escolares, todo se consideraba digno de una nota al pie, incluso el agua potable.

Leíamos el Lazarillo con el brillo azabache de Cátedra, y los dos tomos del Quijote, y El sí de las niñas, y, en fin, cualquier cosa. Porque lo editaba Cátedra era bueno, importante, premio Nobel o difunto. Para entrar en Cátedra, en esta colección, había que estar muy muerto, o haber escrito Cien años de soledad o La colmena. En nuestra adolescencia, esos tomos negros eran la palabra de Dios, una selección debida al cielo, y no, como era el caso, al criterio de unos señores de Madrid. Había algo específicamente útil en leerse cualquier libro de Letras Hispánicas.

Por eso, ya crecidos, en la universidad, leíamos por propia voluntad El siglo pitagórico (1644) o Fray Gerundio de Campazas (1758): mal no nos iban a hacer. No eran libros en el alambre del porvenir, sino libros que habían sobrevivido más de doscientos años, clásicos de granito.

Para entrar en Cátedra, en esta colección, había que estar muy muerto, o haber escrito 'Cien años de soledad' o 'La colmena'

Después escuchamos que los niños y adolescentes ya no leían clásicos de granito en el instituto o el colegio, porque se les hacían bola como la comida del comedor cuando toca la cocinera mala. Entonces leían novedades, moderneces, gilipolleces, y eran felices con sus gilipolleces.

Paralelamente, empezó el tiempo de los mitos desplomados, y El País ya no era El País ni Anagrama, la Anagrama de Marías. La cultura era un albur, un capricho en mandarinato, y cualquier cosa era cultura y cualquier enjuague, Rimbaud.

Cátedra empezó a considerar clásicos e incluir en su colección títulos de gente que no había tenido siquiera el detalle de morirse

La propia Cátedra empezó a considerar clásicos e incluir en su antes infranqueable colección títulos de gente que no había tenido siquiera el detalle de morirse. A veces, bastaba con haber vendido mucho; otras, con ser amigo de alguien, no había más explicación. Hasta publicaron en 2014 Dramaturgas del siglo XXI, por si se nos había pasado por alto que en los primeros catorce años de siglo ya había once dramaturgas españolas (¡once!) a la altura de Calderón de la Barca.

¿Se acabó el mito y fetiche del brillo oscuro de Cátedra? No, amigos, porque en la retina nos queda la nostalgia, el barniz, la piel erótica de ese diseño permanente; de toda una vida de formación formándonos con libros baratos, negrísimos y que caían en el examen.

Así, hace días me llegó a casa Memorias del subdesarrollo (1965), de Edmundo Desnoes, y sólo porque era de Cátedra me puse de su parte, le di visé de clásico. Luego lo leí, porque ese es el orden natural de las cosas.

placeholder Fotografía de 'Memorias del Subdesarrollo' (1968), del realizador cubano Tomás Gutiérrez Alea. (EFE)
Fotografía de 'Memorias del Subdesarrollo' (1968), del realizador cubano Tomás Gutiérrez Alea. (EFE)

Para llegar a la primera frase de la novela, había que saltarse 78 páginas de introducción. ¡Qué recuerdos me trajo este brinco del desprecio, el triple salto mortal sobre los prólogos! Era de nuevo bonito buscar el libro dentro del libro, porque alguien había decidido fabricar más libro del que el autor había decidido escribir. Después, la novela se veía hipertrofiada y parcheada por todo tipo de notas al pie, apabullantemente innecesarias (recuerden además que hoy disponemos de Internet). En una nos explican qué es un Rolls Royce; en otra, qué significa "canilla".

No me imagino a ningún adolescente de hoy leyendo precisamente Memorias del subdesarrollo y necesitando además que le digan qué parte del cuerpo es la "canilla" o qué cosa es un Rolls Royce. Ni lo van a leer, ni necesitarían encontrar en la página estas explicaciones.

Sin embargo, deberían, porque la primera frase de Memorias del subdesarrollo es ya gloriosa, letal, como todo el libro hasta su último aliento, y por leerlo yo creo que te expulsan del instituto una semana, o te ponen contra la pared. Empieza así: "Todos los que me querían y estuvieron jodiendo hasta el último minuto se han ido ya".

Cuando éramos niños y sabios, leíamos la gran literatura de las tapas negras. Eran los primeros libros obligatorios, correccionales y baratos, en aquel BUP donde te hacían descifrar novelas de mayores. La Regenta, por ejemplo; el Quijote y Pedro Páramo, verbigracia; un episodio nacional a voleo de Galdós.

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