Haga usted gimnasia
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Lorenzo Sanz y la restauración aznariana: estéticas del rico español
Fichajes, polémicas, la séptima... El predecesor de Florentino Pérez mandó entre excesos y alegrías
A finales de los ochenta apareció en Madrid una nueva clase de ricos que, con hambre y sed de modernidad, se atrevían a llevar chaquetas color vainilla, fingían no aburrirse con la pintura abstracta y aplaudían la audacia de sentarse a comer ante un plato cuadrado. Habían cambiado ya el abono de las Ventas por el del Auditorio y peregrinaban en familia a Nueva York para, a lomos de una peseta fuerte, impresionar a los dependientes con su 'give me two'.
Esta nueva clase apreciaba los colegios británicos, los coches alemanes y las amantes dominicanas y, para sustentar su forma de vida, necesitó de nuevas categorías profesionales en la Seguridad Social: decoradores y dietistas, profesores de tenis y psicólogos y, en estados ya patológicos de megalomanía, un asesor de imagen para elegir corbata. Felipe gobernaba, el 92 estaba en puertas y del año que viene no pasa que tengamos la piscina. En sus distintas concentraciones –profesor de sociología en Majadahonda o ejecutivo de multinacional en Montepríncipe–, aquel 'Madrid de los catedráticos' tal vez no fuera el mejor de los mundos posibles, pero qué duda cabe de que son años de esplendor para las artes del jardín.
Infelizmente, el sueño de esa nueva clase estaba destinado a durar poco: como descubrirían con amargura tras uno o dos divorcios, no es lo mismo cobrar mucho que ser rico. Pero cada botella de Viña Esmeralda que descorcharon era como un manifiesto del candor y el optimismo de una democracia que se llenaba de banderitas europeas.
Junto a esta floración de progreso, hubo otro tipo de ricos que los iban a preceder y a sobrevivir, y a quienes quizá les cuadraba mejor, por lo crudo, el apelativo de millonario. Pienso, ahora que se cumple su primer aniversario, en Lorenzo Sanz, un hombre al que nunca habríamos cogido en trance ante una lubina al kiwi –estrella de la 'nouvelle cuisine'– ni con 'Bella del Señor' a media lectura en la mesilla de noche. Siempre con el aspecto de haber acabado de dar cuenta de un buen plato de cocochas, Sanz tenía esa opulencia un tanto cómica del capitalista de los carteles de "Quién quema el bosque", el tipo de hombre para quien parecen hechas las marisquerías. Nadie le quite méritos: sin más cualificaciones que su espabilamiento natural, él, destinado por cuna a la faria y el Don Julián del gallinero, terminó asido a su Lancero –¿o era Espléndido?– de Cohiba en los palcos, modelo de millonario castizote, de mano hirsuta y doble vuelta de papada, sobres color manila y problemas judiciales.
La suya habría sido, en efecto, una historia ejemplar de 'rags to riches' del tardofranquismo, una película de hombre hecho a sí mismo, si no fuera porque algo de ejemplaridad faltó: muchos de nuestros ricos y poderosos han entrado y salido de la cárcel con una naturalidad sorprendente, y el tesauro jurídico que los acompaña –asociación ilícita, alzamiento de bienes, etc.– parecería más propio de apandadores que de patricios. Por supuesto, si ya cuesta crear unas élites con responsabilidad, no es menos difícil tener unas clases prestantes con cierta capitanía del gusto, fueran fachas o progres, del Donostiarra o de El Amparo, aficionados al mus o a los jardines japoneses, al jersey de cuello vuelto o al Breitling tamaño rueda de tractor. En los años de Sanz veremos el deslizamiento estético de una época: más Fumarel, menos Boss; más pádel, menos bonsáis. La restauración aznariana.
Pero seguramente fue lo que quisimos, y para hacer justicia a Sanz quizá haya que volver al aire –a la euforia– de un tiempo en que los mejores clientes de Dom Pérignon estaban en los polígonos. El sumiller de un gran restaurante de Illescas –pueblo famoso por sus Greco y sus naves industriales– me habló de una comanda frecuente: “¿Qué vino quieren?”, preguntaba; “El más caro que tengas”, respondían. Creo haber oído a algún político americano decir que no puede sostenerse indefinidamente eso de comer filetes de cien dólares, pero estábamos en la mejor parte del viaje, con crédito fluido, el euro en puertas, Aznar en el Majestic, Durán en el Palace, el 'single malt' recién aterrizado en nuestras sobremesas y las grúas en todas partes. ¿Qué nos podía parar? Cuando firmé mi hipoteca, alguien me dijo: "¿Por qué no te la amplías y te compras un Mercedes?". Éramos felices y vaya si lo sabíamos.
Como bien puede ocurrir en algunas empresas humanas, el Real Madrid ha llegado a beneficiarse de caudillismos intensos –de Bernabéu a Florentino– que nos causarían rechazo en la política. Sanz no tuvo tiempo de ser un 'dux' del madridismo, pero –como algunos reinados breves– sí nos dejó una estética propia: no tanto el legado de belleza de alguna época del Barça como un lenguaje del poder. Hay unos años de prosperidad en la historia de Cuba que se llaman la Danza de los Millones, y el Madrid de Sanz tuvo algo de esa alegría y ese exceso.
Se fichaba a lo grande, véase Anelka. Se fichaba sin ton ni son, véase Geremi. En el banquete de Sanz podía haber hueco hasta para secundarios como Bizzarri o Tote, a imagen de esas marquesas que sentaban a su mesa a un mendigo, pero el sanzismo fue ante todo una larga noche en Barnon y la brillante caradura de aparcar el Ferrari y ponerse resacoso a entrenar. Hasta Raúl tuvo que pedir perdón en rueda de prensa. Extraña poco, en fin, que tras la salida de Suker y Mijatovic Madrid se haya quedado sin tienda de Versace. Y ahí, detrás de todo, cargado de espaldas, con las ojeras moradas, estaba Lorenzo Sanz, recién salido de un asador para presentar al enésimo brasileño que tuvo que firmar su contrato con una equis.
Pero hay locuras que la vida premia, y aquel Madrid de las noches blancas iba a ganar la Champions de la mano de un señor –Jupp Heynckes– con aire de profesor de Teología en Friburgo. Si el fútbol fuese un concurso-oposición, o un campeonato de méritos; si el fútbol tuviese algo que ver con la justicia, el Madrid tal vez no habría vencido a aquella Juve, pero en el remoto orden de las causalidades tampoco Míchel Salgado habría salido del Celta ni Fernando Sanz de su casa; Juan Onieva habría sido el malo que le faltó al cine español y Adriana, la bella Adriana, se habría ido con usted y no con Karembeu. Pero en el minuto 66 Mijatovic rebañó un balón tras un rechace en el área y al Madrid le ocurrió lo que rara vez ocurre en esta vida: se reconcilió con su destino. Si la frase es grandilocuente, pensemos que había llevado más de treinta años hacerla cierta.
Sanz dejaría la presidencia en el 2000 a Florentino. Para el Madrid fue como dejar el Motorola por un iPhone. Pero es difícil no recordar sin cariño a Lorenzo Sanz, sin agradecerle el exceso y la alegría. Truhán y señor, paternalista y cruel, sin haber pronunciado una sola vez en su vida la palabra “sostenibilidad”, el millonario ibérico puro se extingue. Y qué quieren que les diga: tampoco inspiran mayor confianza los de ESADE.
A finales de los ochenta apareció en Madrid una nueva clase de ricos que, con hambre y sed de modernidad, se atrevían a llevar chaquetas color vainilla, fingían no aburrirse con la pintura abstracta y aplaudían la audacia de sentarse a comer ante un plato cuadrado. Habían cambiado ya el abono de las Ventas por el del Auditorio y peregrinaban en familia a Nueva York para, a lomos de una peseta fuerte, impresionar a los dependientes con su 'give me two'.
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