Es noticia
El volcán que nos fastidió el tinglado o los límites del crecimiento
  1. Economía
  2. Apuntes de Enerconomía
José M. de la Viña

Apuntes de Enerconomía

Por

El volcán que nos fastidió el tinglado o los límites del crecimiento

Más de uno acaba de rememorar la época en que calesas y diligencias, o el ferrocarril de tercera, eran el medio de transporte más rápido y

Más de uno acaba de rememorar la época en que calesas y diligencias, o el ferrocarril de tercera, eran el medio de transporte más rápido y seguro. Hemos contemplado estos días como un volcancito de nada, con sus trashumantes cenizas, ha puesto en jaque a toda Europa. Y cómo nuestro frágil sistema económico se ha resentido.

Dicen algunos que los últimos cien años han sido escasos en catástrofes naturales. Y que nuestra corta memoria histórica nos puede acabar jugando una mala pasada. Porque los sistemas, cuanto más complejos, más vulnerables son. Con lo que cada día que pasa, paradójicamente, estamos peor preparados para afrontar los desastres, naturales o provocados por el hombre, que continuaremos sufriendo mientras el mundo siga siendo mundo. Bien sean debidos al cambio climático o a cualquier otro cataclismo, biológico o natural. O que, por Tutatis, el cielo se acabe desplomando sobre nuestras cabezas. Como ocurrió en Siberia en el año 1908.

Hace un siglo, una erupción volcánica como la sucedida al volcán Eyjafjalla, situado bajo el innombrable glaciar Eyjafjallajökull, no habría pasado de lo anecdótico, si como parece no va a influir en las cosechas ni ha matado a nadie, cosas que no siempre han ocurrido en pasadas erupciones. Sin embargo, molestias de los viajeros aparte, a muchos agentes económicos les ha temblado el bolsillo.

Parte de la culpa es de nuestro crecimiento caótico y a menudo absurdo. Y por lo tanto inestable. La chispa saltó en el año 1972, cuando el Club de Roma publicó el famoso informe, discutible y discutido, sobre los límites del crecimiento, que tanta polvareda y críticas, muchas de ellas bien argumentadas, ha levantado desde entonces. Una cuestión que debemos replantearnos cada cierto tiempo. Si no, no seríamos una especie inteligente y superior (sic).

Erupciones del pasado, pero también terremotos o tsunamis. Lluvias o sequías. Los cambios climáticos temporales producidos por los primeros solían provocar maldades terribles a las comunidades. Hemos avanzado mucho en estos años. Ya no son previsibles hambrunas, causadas por actos de la naturaleza, en los países ricos. No se puede decir lo mismo a los cientos de millones de desfavorecidos, invisibles y olvidados, en muchos lugares no tan recónditos.

Hoy las cosas son diferentes. Los gemidos de la naturaleza no tendrán consecuencias para nosostros, al menos de momento. Tan solo para el bolsillo, mientras sean localizados y de corta duración. Pero si las profecías se cumplen y las temperaturas acaban subiendo, nos pasarán factura a todos, cuando se acaben materializando esos tan temidos cambios climáticos globales, esta vez consecuencia de un caótico y desenfrenado crecimiento.

Aunque algunas poblaciones localizadas puedan salir beneficiadas, la sequía continuará siendo la mayor asesina de la historia, que se cebará todavía más en los más débiles. Junto con la cada vez menor capacidad del planeta para producir sus frutos si no es a base de incentivos fósiles, los mismos que originaron la famosa revolución verde, ese milagro regado con petróleo y agua del pozo que todavía no sabemos cómo se alimentará mañana.

Y sufriremos todos las consecuencias. Que nos harán lamentar, entre otras cosas, la salvaje urbanización reciente, aquí y en otros muchos lugares. Kilómetros de línea de costa desfigurados. Innumerables campos, antes los más fértiles, desaparecidos. Tantos ecosistemas machacados. Esas antaño fabulosas huertas que abastecían colindantes pueblos y ciudades de productos frescos y sabrosos. Huertas convertidas en ristras de espantosos adosados o edificios anodinos, vergüenza de la arquitectura. Pueblos y ciudades que no necesitaban acudir a sistemas de transporte y manipulación altamente entrópicos, costosos para el medioambiente. Fértiles tierras, hormigonadas para siempre, vergüenza de la clase media.

Son algunas consecuencias de un crecimiento económico que no siempre significa mayor bienestar. Porque los mercados no son perfectos. Y porque la diferencia entre hacer las cosas bien o mal no suele ser económica. Tan solo es necesario pensar, actividad en declive para aquellos que deben tomar decisiones. A pesar de lo cual deberíamos hacer un esfuerzo y preguntarnos: ¿Es equivalente crecimiento económico y crecimiento físico? ¿Puede haber crecimiento económico sin incrementar la actividad física? ¿A base de aumentar solo los activos inmateriales e intelectuales –estos en franca regresión- una vez se hayan cubierto de una manera razonable las necesidades físicas de la población, eliminando los excesos de hoy? ¿Es el estado estacionario una opción?

El crecimiento físico infinito no parece muy factible. El crecimiento económico dependerá de nosotros y lo que entendamos por él, cuando redefinamos el concepto. La diferencia estará en el funcionamiento del mercado. En los precios y como computemos los costes. ¡Todos! En el valor que demos a las cosas. En la búsqueda de la mayor satisfacción, cualquiera que eso sea, a cambio de no enemistarnos demasiado con la naturaleza y el medio ambiente. Conservando la biodiversidad. Incentivando su cuidado. Penalizando su destrucción. Y que, de paso, puedan gozarla los ignorados vecinos de muchos lugares del planeta, cuando nuestra prosperidad irreflexiva deje de ser la causa de sus penurias.

Si un volcancito de nada, un pequeño pero espectacular fenómeno natural, es capaz de organizar tal revuelo económico y mediático, habrá que imaginar que pasará cuando la más nimia de las profecías sobre el cambio climático se acabe cumpliendo. O las consecuencias que nuestro desmadrado crecimiento, conseguido a cambio de vender nuestra alma al diablo, provocarán.

Para acabar formulando, una vez más, la misma vieja pregunta, todavía sin contestar, apenas sin debatir. ¿Existen límites al crecimiento? ¿Dónde están? ¿Cuáles son? ¿No sería bueno empezar a prevenir en serio las catástrofes venideras, aunque solo sea por si las moscas? ¿Mejor que tenerlas que curar algún día? ¿Para desentumecer de paso el intelecto, el que todavía lo conserve?

Más de uno acaba de rememorar la época en que calesas y diligencias, o el ferrocarril de tercera, eran el medio de transporte más rápido y seguro. Hemos contemplado estos días como un volcancito de nada, con sus trashumantes cenizas, ha puesto en jaque a toda Europa. Y cómo nuestro frágil sistema económico se ha resentido.