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La universidad que soñó el profesor Grisolía
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José M. de la Viña

Apuntes de Enerconomía

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La universidad que soñó el profesor Grisolía

Para reformar nuestra universidad es necesario ver cómo y por qué hemos llegado hasta aquí, analizar cómo se hacen las cosas allende los mares, antes de

Para reformar nuestra universidad es necesario ver cómo y por qué hemos llegado hasta aquí, analizar cómo se hacen las cosas allende los mares, antes de continuar con el informe encargado por el ministro Wert.

Rememoramos hoy el soberbio artículo que escribió D. Santiago Grisolía titulado “Educación. Algunos mitos y realidades”. Era el año 1987 y esto estaba cargado de ilusión y buenos augurios que entre todos sin excepción, políticos al frente, hemos convertido en desahucios, desempleo y llanto. Unos por acción y el resto por omisión, por no haber sido capaces de mimar nuestra incipiente democracia, permitiendo su corrupto deterioro y la ruina de tantos.

Explicaba el profesor Grisolía por qué la universidad americana era en aquel momento, y lo sigue siendo de momento, la mejor del mundo, desde dónde partió y cómo lo consiguió. Estas palabras son un extracto desordenado y torpe de su contenido, que no excluye su lectura obligada a pesar del tiempo transcurrido. Su frescura y actualidad es hoy máxima y el eco que tendrá, mínimo, como lo tuvo en su momento, ya que se hizo lo contrario a lo sugerido.

La universidad alemana fue el ejemplo a seguir en todo el mundo durante la segunda parte del siglo XIX y la primera mitad del XX, hasta el advenimiento del nazismo. Ahora apenas produce escándalos doctorales y cuadrículas académicas, secuelas de su interminable decadencia. Pero fue ella, junto con las celebérrimas de Oxford y Cambridge, las que sirvieron de inspiración al modelo americano, tomando retazos del sistema de colegios mayores español, más que del inglés.

Universidades como la de Harvard, a pesar de su antigüedad, no pudieron ser consideradas como tales hasta finales del siglo XIX, cuando se otorgaron los primeros títulos de doctor. La universidad estadounidense más antigua, en el estricto sentido del término, sería la John Hopkins, en la misma época.

La revolución empezó en las facultades de medicina. A comienzos del siglo XX, las instituciones americanas eran caóticas y sin ningún nivel, a la manera boloñesa actual.

“Los estudiantes entraban sin preparación prácticamente alguna, se les enseñaba casi lo que se quería y los médicos americanos eran muy malos. Dada esta situación, la Fundación Rockefeller comisionó a Abraham Flexner, hermano de Simón, el famoso gran biólogo, premio Nobel, a que estudiase la situación. Flexner se recorrió, con gran peligro personal, una por una, las más de cuatrocientas facultades de Medicina que entonces existían en EEUU. Estas escuelas habían quedado marginadas y no habían seguido el sistema alemán de las escuelas graduadas. Flexner publicó su informe, que fue de un éxito inmediato.

 Se cerraron inmediatamente más de trescientas facultades de Medicina y todas empezaron a reconstruirse según el ejemplo recomendado por él, basado en la Facultad de Medicina de John Hopkins, donde había un número reducido de alumnos, una elevada proporción de profesor-estudiante, profesores investigadores, uso de laboratorios y dedicación completa de estudiantes y, sobre todo, de profesores.

 Las universidades americanas empezaron a intentar seguir este modelo y, de acuerdo con el principio de verdadera autonomía, que es el secreto de la excelencia de la universidad americana, empezaron a aumentar los requerimientos de entrada a las facultades. Estos pasaron de un año de colegio americano a cuatro años, que es lo que generalmente piden todas las facultades profesionales hoy en día.”

Sin entrar en detalles acerca del modelo americano, me remito de nuevo al enlace de su artículo, cuya lectura es el más alto homenaje que le podemos ofrecer desde este humilde escondrijo incorrecto, reaccionario y de otra época.

Varias son las claves de su éxito: la verdadera autonomía, sin burocracia atosigante ni servidumbres de ningún tipo; la auctoritas de rectores, decanos y directores de departamento en vez de democracias internas nominales y ficticias; y la elección del alumno por parte de las facultades, ya que el profesor debe ser capaz de enseñar, pero, todavía más importante, el alumno debe estar dispuesto a aprender y dar todo lo que pueda de sí durante su juventud, que es la época de mayor creatividad de cualquier ser humano.

La universidad española, de momento, no cumple con ninguno de tales requisitos. La selección del profesorado y los períodos de prueba hasta alcanzar el tenure son parte fundamental del proceso, que aquí es demencial. Muchos alumnos estudian por obligación, sin vocación ni ganas, porque piensan que la universidad es una prometedora agencia de colocación. No nos quejemos, pues, del paro récord entre universitarios. Allí, promueven la sana ambición y la creación de empresas innovadoras, aquí acomodados candidatos a sueldos de por vida que agarrotan las Administraciones Públicas de este país, a pesar de su escasa valía.

Pata fundamental del sistema estadounidense es la flexibilidad otorgada por la autonomía universitaria, que no significa que deba funcionar mediante pasteleo departamental y democracia al peso, sino con criterios definidos, con exigencia y liderazgo efectivo por parte de los que están al frente.

Respecto al mito de la bondad de las universidades privadas, el profesor Grisolía admite que modelos como el de Harvard, Yale o Princeton son inviables. No podrían arrancar hoy en día por los altos costos que conllevaría.

Las anteriores funcionan con holgura porque acumulan un patrimonio financiero enorme después de una singladura centenaria y patrocinadores de postín, de los que pensaban que era su obligación devolver parte de lo ganado a la sociedad que les había permitido lucrarse, ya que sin ella y sus instituciones más de uno seguiría arando el campo.

Poco queda de eso salvo Bill Gates y Warren Buffet. Aquí nadie sigue su ejemplo, aunque sólo sea para mejorar el mundo y poder pasar a la posteridad como bimilenarios filántropos cual Mecenas, de nombre propio Cayo Cilnio.

El resto de universidades americanas particulares son pequeñas y muy malas. Muchas tienen ánimo de lucro, lo cual no es objetivo de ninguna de las grandes, por muy privadas que sean.

La mayoría de las universidades con prestigio, aparte de las anteriores, lideradas por la universidad de California y sus múltiples campus son públicas, y el 85% de su presupuesto proviene de las arcas públicas de cada estado y de las tasas; sólo el resto lo hace de programas científicos estatales o federales y de donaciones.

Allí, los decanos o rectores se nombran a dedo en función de su prestigio y la ya mencionada auctoritas, sin tener en cuenta cuotas partidistas, méritos ficticios, amiguismo camuflado o votaciones de risa.

Decía hace un cuarto de siglo el profesor Grisolía: “las universidades españolas seguirán sin distinguirse por su excelencia, a menos que desaparezca el Ministerio de Educación, o que este Ministerio no tenga control alguno sobre las universidades. Recuérdese en este sentido que otros muchos países y los mismos EEUU -que tienen las mejores universidades del mundo- no cuentan con el control de un ministerio”.

Ahora estamos mucho peor que entonces. El control de las universidades lo tienen diecisiete miniministerios: las autonomías. Se educa con orejeras, criterios aldeanos, alumnos sin ninguna diversidad, porque todos proceden del mismo pueblo, con la igualdad de destino como objetivo para infantilizar todavía más a la sociedad, enrasando por abajo: modernísima apoteosis de la mediocridad.  

Título a granel por jovenzuelo. Todos tienen derecho a uno, enmarcado en docta ignorancia, sin deberes que valgan ni esfuerzo alguno. Olvidando que únicamente debe ser sacralizada la igualdad de oportunidades, siendo el destino final el que cada uno elija en función de sus capacidades y de su esfuerzo.

El triunfo no se obtendrá gratis. La gloria doctoral y el virtuosismo académico sólo lo podrán alcanzar los más brillantes, tenaces y trabajadores. Términos a menudo equivalentes, ya que la inspiración no cae del cielo, si no se siembra antes. ¿Qué se puede hacer? Esperemos que los expertos de Wert nos lo muestren.

Es muy difícil mantenerse a la vanguardia de nada ya que, una vez alcanzada, sus poseedores tienden a acomodarse en la gloria y relamerse con los laureles mientras hacen caja.

Mi mayor crítica a la universidad americana, corolario de mi exclusiva cosecha, es que lidera la economía técnica dominante, atenazándola, sin tener intención de desarrollar la economía fundamental, ni de pretender hacer evolucionar los caducos postulados que nos conducen, a escape libre, de camino hacia el infierno.

Todos los intentos por hacerlo han sido cercenados por la ortodoxia económica nobelada. Ojalá que esta crisis traiga como consecuencia la caída de los dioses, al haber demostrado por fin el corto radio de acción de su disciplina, su inutilidad teórica para resolver los problemas actuales a causa de sus simples premisas, y su incapacidad para pilotar los próximos desafíos humanos y medioambientales.

Una oportunidad de oro para aquellas universidades que quieran subirse al carro de la próxima y más que nunca necesaria revolución intelectual, científica e industrial, que podría comenzar mañana mismo si la imbecilidad de esta sociedad, la codicia, el conformismo, la parsimonia y el religioso utilitarismo marginalista no lo impidieran.

En un futuro no tan lejano ciencia e intelecto, tecnología y humanidad, lógica y letras deberán confluir de nuevo, volver la ciencia al seno de la filosofía, tomando el relevo a la falta de ambición científica de sus anquilosados departamentos de economía, cuyos gurús sólo son capaces de soltar cada día más carrete al sinsentido económico y financiero que estamos padeciendo a escala planetaria, promoviendo de manera indecorosa la contaminante economía vaporosa en vigor, el crédito y la polución, hasta que la música deje de sonar y reconozcamos que Darwin tenía razón, que la humanidad tan solo es una consumista manada depredadora e irracional en estampida permanente hacia ninguna parte, hasta el día en que se estrelle contra el muro y la decadencia ponga la palabra fin a esta civilización Occidental, arrastrando al resto. A tres mil años de luces y algún que otro largo interregno deslucido y macabro entre los focos.

Si Sócrates levantara la cabeza, mucho me temo que se suicidaría de nuevo, esta vez por propia voluntad, al contemplar cómo su sabiduría y la razón no le sobrevivieron; cómo la universidad española es gobernada mediante intereses creados, vileza presupuestaria, podredumbre ética y pocas ganas de trabajar honestamente, disfrazadas de supuesta autonomía universitaria envuelta dicen en excelencia, que está precipitando su agonía y su remate final.

R.I.P. Descanse en paz la universidad española. O quizás, por fin, suene la flauta, aunque sólo sea por casualidad, ya que no por lucidez, perseverancia y ganas.

Para reformar nuestra universidad es necesario ver cómo y por qué hemos llegado hasta aquí, analizar cómo se hacen las cosas allende los mares, antes de continuar con el informe encargado por el ministro Wert.