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Una "Gran Estrategia" para España (VI): La reforma de los grados de la Universidad
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Jesús Fernández-Villaverde

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Una "Gran Estrategia" para España (VI): La reforma de los grados de la Universidad

Los planes de estudio españoles actuales tienen su origen en el siglo XIX y, si bien se han ido introduciendo algunos cambios, en esencia detentan la misma base que aquellos

Foto:  El ministro de Universidades, Manuel Castells. (EFE)
El ministro de Universidades, Manuel Castells. (EFE)

Hace unas semanas argumenté que la reforma de la Universidad en España tenía que estructurarse en torno a dos pilares: una mejora en la gobernanza de la universidad pública y una financiación más generosa. Enfaticé que ambos pilares son imprescindibles: sin una mejor gobernanza, incrementar la financiación sería un despilfarro; mientras que una estructura de gobernanza más apropiada no sirve de mucho sin una mejor financiación.

Expuse en aquel artículo algunas de las propuestas para mejorar la gobernanza, señalando al sistema de selección de rectores como uno de los males endémicos de la universidad española y a los actuales rectores como una de las barreras más complejas de superar para acometer la transformación de nuestra educación superior. Pero esta no es la única reforma necesaria, hay muchas más. En mi entrada de hoy desgranaré un punto clave de gobernanza: los grados, por ser los planes de estudio los que, en buena medida, estructuran nuestra universidad.

Los planes de estudio españoles actuales tienen su origen en el siglo XIX y en esencia detentan la misma base que aquellos

Los planes de estudio españoles actuales tienen su origen en el siglo XIX y, si bien se han ido introduciendo algunos cambios, en esencia detentan la misma base que aquellos. Entonces se modernizó la universidad para formar a los profesionales y funcionarios que precisaba el Estado liberal y la economía española de la época. Eran planes de estudio centrados en el conocimiento generalista, casi enciclopédico, de una amplia selección de materias y donde primaban el aprendizaje memorístico sobre la iniciativa individual o la preparación para la investigación. Por ejemplo, en derecho se cubrían todos los campos jurídicos (del derecho civil al penal), pero no había práctica alguna. Se podía obtener un título sin haber participado nunca en un juicio simulado ('moot court'), una experiencia clave en la formación legal de muchos otros países.

En economía se introducía a los estudiantes a muchos campos (algunos incluso lejanos a la disciplina), pero no había asignatura alguna que enseñase cómo escribir un artículo académico. En las carreras técnicas, además, los planes de estudio en sus primeros años servían como filtro ante la ausencia de otros mecanismos de selección de alumnado más apropiados (y, en parte, como sistema de protección de rentas de ciertas profesiones). El objetivo era que asignaturas como álgebra o cálculo fueran difíciles, y no tanto que el estudiante aprendiese adecuadamente la materia. Se llegaba incluso a inferir que un alto porcentaje de suspensos en una asignatura era una prueba de la alta calidad del profesor que la impartía.

Foto: El ministro de Universidades, Manuel Castells. (EFE) Opinión

Como en todo sistema multidimensional, había excepciones, pero no eran más que el fruto del trabajo de algún catedrático innovador (o de un pequeño grupo investigador), casi heroico, que intentaba hacer las cosas de una manera distinta, normalmente ante la indiferencia (cuando no oposición) de la institución.

Si miramos a la España de 1857 (el año de la famosa Ley Moyano de Instrucción Pública que sentó unas bases de las que, en parte, aún vivimos), la de 1925 o incluso la de 1970, estos planes de estudio tenían sentido. Si un abogado ejercía en una pequeña ciudad de bajo nivel de renta per cápita donde no había mucho espacio para la especialización o un economista trabajaba para la Administración pública, con unos medios bibliográficos limitados, disponer de unos conocimientos básicos de muchas materias era la mejor solución. Y con una economía atenazada (como estaba la española por un intervencionismo asfixiante, una protección arancelaria exagerada y la falta de inversión pública), evitar la sobreoferta de licenciados en carreras técnicas evitaba añadir más leña al fuego de las tensiones sociales que nos azotaban. Eran unos planes de estudio mediocres para una economía mediocre.

El problema es que lo que tenía cierta lógica en aquellos años dejó de tenerla en la década de los 80 del siglo XX. La economía española había crecido desde los años 50: se había internacionalizado y el mundo, en general, se había globalizado. Buscar una referencia bibliográfica oscura en 1990 era complicado sin el acceso a una gran biblioteca nacional o universitaria. Hoy está al alcance de cualquiera en su teléfono móvil.

Foto: El ministro de Universidades, Manuel Castells. (EFE)

Las numerosas reformas de los planes de estudio de los últimos cuarenta años han cambiado muchas cosas. Ahora los estudiantes obtienen un grado, no una licenciatura. La mayoría de estos grados tienen una duración de cuatro años, a diferencia de los cinco que eran norma para las licenciaturas. Hay más flexibilidad y muchas otras mejoras, pero gran parte de las inercias del pasado sobreviven, a menudo más fruto de unas mentalidades que no han cambiado que de la falta de acción legislativa. Para empeorar las cosas, ahora sufrimos el lastre de tener que rellenar fichas de asignatura enumerando "competencias" y "objetivos", la típica imposición burocrática de un funcionariado alejado de la realidad docente y que cree que el mundo se cambia a golpe de real decreto ley (si trabaja en España) o directiva (si mora en Bruselas).

Volvamos al ejemplo de los grados de Derecho, Economía y Dirección de empresa, áreas del conocimiento en las que tengo experiencia (y que, con pequeñas variaciones en los nombres de los grados, congregan a un alto porcentaje de los alumnos universitarios en España). Si uno los itinerarios formativos de cualquiera de estos grados seguiré viendo el mismo enfoque de introducción enciclopédica, de materias obsoletas que solo sobreviven para mantener vivos a ciertos departamentos (aunque ahora, a menudo, con nombres rimbombantes para esconder su vacuidad), de asignaturas que se solapan las unas con las otras sin una clara diferencia, de falta de mecanismos para enseñar a los estudiantes competencias básicas como escribir de manera clara y concisa, hablar en público de manera efectiva, encontrar y resumir información y muchas otras. No es tanto un problema de introducir asignaturas como técnicas de expresión oral y escrita, que sospecho son tratadas como 'marías' que se lleva el viento, sino de transformar qué y cómo se enseña y generalizar las mejoras que ya se han introducido en muchos centros.

Podría intentar ilustrar mis afirmaciones anteriores explicando, línea por línea, mis objeciones a los itinerarios formativos o a las 'fichas' de las asignaturas. Pero, a menos que el lector conozca estas áreas del conocimiento, muchos de tales comentarios le resultarían aburridos. Mucho mejor es seleccionar dos problemas concretos de los planes de estudio actuales. Quizás no sean los dos problemas más importantes (aunque sí están entre los cinco más relevantes), pero son lo suficientemente ilustrativos como para mostrarse como ejemplos de otros muchos males. Estos son la proliferación de grados y el sinsentido de los dobles grados.

Mucho mejor es seleccionar dos problemas concretos: la proliferación de grados y el sinsentido de los dobles grados

En cuanto a la proliferación de grados, según el Registro de Universidades, Centros y Títulos existen 3.238 grados registrados en España. Dado que tenemos unos 1,3 millones de estudiantes de grado, el grado medio tiene unos 400 estudiantes o, aproximadamente, 100 por curso (los grados de tres años han tenido una implantación mínima en nuestro país). Considerando que hay ciertos grados de gran tamaño, especialmente en las universidades públicas de Madrid y Barcelona, y que las universidades privadas probablemente tengan cuidado en no mantener grados de poca demanda, la dimensión media de los grados en la universidad pública es demasiado pequeña para justificar su viabilidad académica y su sostenibilidad financiera.

El problema se agrava por la creación de numerosos grados con contenidos muy similares y que no parecen tener más objetivo que generar rentas para grupos particulares dentro de la universidad. No tiene mucho sentido, como es el caso en la Universidad Rey Juan Carlos, ofrecer un grado Administración y Dirección de Empresas, otro de Dirección y Gestión de Empresas en el Ámbito Digital y un tercero de Marketing; o un grado de Economía, otro de Economía Financiera y Actuarial y un tercero de Contabilidad y Finanzas. Más lejos de las redundancias que genera, esta proliferación de grados obliga a los estudiantes a tomar decisiones demasiado tempranas sin mucho conocimiento. ¿Cuántos estudiantes de bachillerato entiende la diferencia entre Economía Financiera y Actuarial y Contabilidad y Finanzas? (Sinceramente, después de mirar con detenimiento las páginas web de los dos grados, no me queda muy claro ni a mí, y me dedico a esto).

La solución es sencilla. Las universidades públicas deberían estar sujetas a un criterio mínimo de estudiantes por grado (por ejemplo, 80 estudiantes de nuevo ingreso) o, aún mejor, a incentivos financieros equivalentes. Los grados que no alcancen un tamaño viable deberían desaparecer o fusionarse con otros grados cercanos (temática o geográficamente). No todas las universidades públicas tienen que ofrecer todos los grados y, en comunidades autónomas grandes, existen muchas ventajas para la especialización entre las distintas universidades. Una universidad en Madrid, por ejemplo, puede centrarse en ciencias y otra en humanidades; y en Andalucía o Castilla-León podemos consolidar muchos grados ofrecidos ahora en varias universidades diferentes.

Foto: Esta semana, los alumnos realizarán la evaluación de Bachillerato para el acceso a la universidad. (EFE)

De igual manera, unos planes de estudio mucho más abiertos y flexibles permiten englobar un amplio abanico de asignaturas optativas e itinerarios personalizados. Un grado único de Administración y Dirección de Empresas por universidad es más que suficiente. Con un núcleo de asignaturas comunes y muchas optativas es perfectamente posible acomodar tanto a los estudiantes que buscan aprender Administración y Dirección de Empresas como los interesados por la Dirección y Gestión de Empresas en el ámbito Digital o el Marketing.

No solo sería un sistema más sencillo y fácil de actualizar para atender las necesidades de investigación o del mercado laboral (cambiar una optativa de un año para otro es algo que debería ser prácticamente inmediato y sin complejidad burocrática alguna, en mi departamento consiste en rellenar un formulario de cinco líneas), sino que ayudaría a los estudiantes a conocer distintos ámbitos del conocimiento antes de especializarse. Las universidades privadas podrán hacer con sus grados lo que consideren mejor para sus intereses. No es mi labor dictarle a nadie lo que tiene que hacer con su dinero.

El segundo de los problemas que utilizo como ejemplo, y que es una práctica pujante, es el de los dobles grados. Estos estudios no tienen razón de ser. Lejos de ser una excepción con la que el sistema podía vivir en su momento, se han convertido en el pan nuestro de cada día. A modo de ejemplo, la Universidad Rey Juan Carlos ofrece la friolera de 78 de estos dobles grados.

Antes de entrar en detalles, una aclaración. Mi crítica no es a grados que incluyen material de dos disciplinas diferentes (por ejemplo, un grado en economía y matemáticas) manteniendo la carga total de créditos ECTS para un grado que el proceso de Bolonia establece entre 180 y 240 (tres o cuatro años académicos completos). De hecho, mi propuesta de permitir grados más abiertos es precisamente para dejar que los estudiantes combinen asignaturas de áreas muy diferentes de manera creativa. Mi crítica es a la acumulación de dos grados diferentes en un itinerario formativo más o menos conjuntado con un total absurdo de créditos.

Mi propuesta de permitir grados más abiertos es para dejar que los estudiantes combinen asignaturas de áreas muy diferentes

Voy a emplear, como arquetipos para mi crítica, los dobles grados de economía y derecho o de economía, matemáticas y estadística que han proliferado en los últimos años en las universidades públicas. Estos dobles grados tienen unos 378 créditos y una duración de seis años (en algunos casos cinco o cinco años y medio), con unas cargas de unos 63-68 créditos anuales.

El Espacio Europeo de Educación Superior establece que 60 créditos ECTS corresponden a la carga de trabajo de un año académico completo, de entre 1.500 a 1.800 horas, a razón de 25 a 30 horas por crédito. Dado que un año académico tiene unas 36 semanas lectivas (52 semanas en un año menos vacaciones), el Espacio Europeo de Educación Superior asume que un estudiante dedicará entre 42 y 50 horas semanales a sus estudios (esta cifra no incluye horas de transporte, deporte, actividades no académicas en la universidad que también tienen su gran valía, etc.).

Por tanto, cualquier itinerario formativo de grado que establezca más de 60 créditos ECTS por año no es muy creíble. Es difícil pensar que, fuera de un reducido conjunto de estudiantes, vayamos a tener a grandes grupos de alumnos trabajando durante cinco o seis años (como tienen muchos dobles grados) todas las semanas de 50 a 60 horas. Lo más probable es que, en la práctica, no se requieran unas 180 horas de trabajo para aprobar una asignatura semestral de seis créditos, sino muchas menos. En vez de aprender unas cuantas cosas básicas, pero bien aprendidas, se aprenderán de manera superficial muchas.

En vez de aprender unas cuantas cosas básicas, pero bien aprendidas, se aprenderán de manera superficial muchas

Pero asumamos, solo por continuar el argumento, que realmente tenemos suficientes estudiantes dispuestos a dedicar de 50 a 60 horas por semana a sus estudios. Lo que no tiene razón alguna es mantener a estudiantes diligentes como estos durante seis años en el grado, con una carga tremenda para el sistema en términos de financiación y de coste de oportunidad para ellos.

En las universidades punteras internacionales, los estudiantes emplean tres años en el grado (Oxford, Cambridge) o cuatro (Harvard, Yale, Stanford, MIT, Penn). Los mejores estudiantes intentan acabar antes, en lugar de más tarde, para poder así colocarse en el mercado laboral y ganar experiencia temprana o bien continuar su formación académica en un máster o doctorado sin más demora. La pregunta no es si se aprende mucho o poco en un doble grado, sino si se aprende más o menos que en un grado de cuatro años y dos de experiencia laboral o en un máster.

El doble grado (y en su día la doble licenciatura) es una peculiaridad castiza que no existe en ninguno de los mejores sistemas universitarios mundiales. Estas titulaciones son el producto, inesperado pero inexorable, de las desgracias de nuestra enseñanza superior. Como la enseñanza era mala, los profesores de baja calidad y las rigideces de nuestro mercado laboral impedían discriminar entre los grados de las distintas universidades (en especial en el acceso a la función pública), los mejores estudiantes buscaban alguna manera de "diferenciarse" del resto.

Algún rector o decano avispado pronto se dio cuenta de que era mucho más fácil crear una doble licenciatura que tener un buen departamento de teoría económica o derecho público y obligar a sus miembros a impartir las asignaturas con técnicas modernas. Esta segunda opción suponía pelearse con tirios y troyanos. Era mucho más sencillo juntar dos licenciaturas, aunque fuera a martillazos, y ofrecer algo "más bonito" en el mercado universitario. De manera casi gratuita (y sin tener que pasar por la ANECA), un decano podía presumir de "excelencia". Los estudiantes encontraron en tales dobles licenciaturas la manera de "señalizar" a los departamentos de recursos humanos de las empresas que eran más trabajadores y diligentes, y pronto terminamos en una situación donde si un estudiante no cursaba una de estas dobles licenciaturas, hoy dobles grados, jugaba con desventaja.

Era mucho más sencillo juntar dos licenciaturas, aunque fuera a martillazos, y ofrecer algo "más bonito" en el mercado universitario

Esta situación es perniciosa por tres motivos. Primero, porque este proceso de "señalización" tiene muy poco valor en sí mismo: es una pérdida de recursos netos para España. La "señalización" es, en buena medida, igual que la que existió en el Reino Unido durante buena parte del siglo XX. Estudiar Literae Humaniores (clásicas) en Oxford no era particularmente útil para ser alto funcionario en Londres; pero como todos los estudiantes ambiciosos lo hacían, no cursarla le dejaba a uno fuera de muchas carreras en la función pública (no se entienda esto como una crítica a los estudios de clásicas, por los que profeso un enorme afecto). Los lectores aficionados a las comedias inglesas podrán recordar que, en Yes, Minister, tanto Sir Humphrey Appleby como Bernard Woolley habían estudiado Literae Humaniores en Oxford y que ambos se burlaban del título de economía de Jim Hacker por la London School of Economics y su falta de familiaridad con el ablativo.

Segunda razón: los estudiantes están "atrapados". Volvamos a mi ejemplo del doble grado de Economía, Matemáticas y Estadística. El doble grado en la Universidad Complutense de Madrid tiene una carga lectiva de 378 créditos. Esto es, sencillamente, una locura. El grado, además, está terriblemente mal diseñado, con una estructura de asignaturas sin pies ni cabeza. Pero imaginémonos que yo tuviera 17 años y quisiera estudiar economía, ¿no tendría un incentivo tremendo apuntarme a este grado? Con una nota de corte en 2020/21 de 13,206 es, junto con medicina y algunos grados científicos, la titulación más selectiva en la Comunidad de Madrid. El mero hecho de ser antiguo alumno de este doble grado, independientemente de lo que haya aprendido en él, tendrá un valor profesional increíble.

Foto: El ministro de Universidades, Manuel Castells. (EFE) Opinión

Para cualquier director de admisiones a un programa de máster o doctorado, el que una solicitud provenga de este doble grado revelará mucha información sobre el candidato: una nota muy alta en bachillerato y selectividad y haber tenido la paciencia de sobrevivir a la titánica tarea de afrontar 378 créditos. No va a ser esta información ni necesaria ni suficiente para pasar un filtro de admisión, pero sí motivo para estudiar la solicitud con una atención que otras no reciben. Uno puede pensar en esta práctica como una versión académica de una "carrera armamentística", con la particularidad de que, en vez de acopiarse de una cantidad absurda de bombas nucleares (como hicieron Estados Unidos y la Unión Soviética durante la guerra fría), se acumulan créditos ECTS inútiles.

Además, como todos los otros estudiantes con interés en economía y buenas notas van a pensar de manera similar a la mía, sé que el compañero que me voy a encontrar en clase va a ser de mucha mejor calidad media que el que me voy a encontrar en el grado simple (fíjense que la palabra clave aquí es 'media'). La evidencia empírica de los efectos positivos de los buenos compañeros de clase es abrumadora: incluso en los mejores programas académicos del mundo uno aprende más de sus compañeros que de sus profesores.

La evidencia empírica de los efectos positivos de los buenos compañeros de clase es abrumadora

En resumen: si yo tuviese ahora 17 años, la probabilidad de que mi elección fuera el doble grado de Economía, Matemáticas y Estadística es muy alta, incluso sabiendo que, como itinerario formativo, es un grado terrible. Pocos casos conozco que ilustren mejor la diferencia entre rendimientos individuales y sociales y por qué los unos y los otros, a menudo, no son iguales. El rendimiento individual para un estudiante de 17 años de apuntarse a un doble grado es altísimo, mientras que el rendimiento social para España es muy bajo, cuando no negativo.

El tercer motivo por el que la situación es perniciosa es más sutil pero no por ello menos importante: los dobles grados perpetúan la creencia en la sociedad española de que el éxito académico se mide por cantidad, no por calidad. En vez de afrontar las verdaderas reformas que necesitamos de los planes de estudio, nos conformamos con la idea de que nuestros estudiantes dediquen muchas horas y años a obtener sus grados.

¿Cómo podemos solucionar este problema? Normalmente soy partidario de dejar que cada individuo tome las decisiones que mejor considere: las decisiones de muchos son mejores que las decisiones de pocos. Pero en este caso, y dado que los incentivos de mercado normales no funcionan (por ejemplo, los estudiantes no pagan el coste real de sus estudios, el mercado de trabajo está distorsionado por mil regulaciones, etc.), me tienta la idea de proponer que, por imposición legal, ningún estudiante pueda cursar más de 240 créditos ECTS de grado en la universidad pública (excepto en ciertas carreras como Medicina, que están reguladas por una cantidad mayor). La universidad privada puede seguir ofreciendo los créditos que prefiera, pero el Estado solo reconocerá como oficiales los primeros 240 créditos. Y aunque me temo que, dada nuestra mentalidad, la respuesta de muchas universidades sería la de mantener sus títulos de seis años (ahora con cuatro de grado y dos de máster), al menos los contenidos se distribuirían de una manera más sensata y muchos estudiantes se ahorrarían tener que cursar un máster posterior.

Nos conformamos con la idea de que nuestros estudiantes dediquen muchas horas y años a obtener sus grados

Existen otras alternativas menos agresivas para eliminar el atractivo de los dobles grados, como reconstituir los grupos especiales para los mejores estudiantes que existían en el pasado (y que el sesgo de igualitarismo ingenuo se llevó por delante), crear grados con dos años comunes entre muchos campos y dos específicos o, como explicaba anteriormente, otorgar mucha mayor libertad en la estructura de los planes de estudio.

Afortunadamente, los planes de estudio de grado parecen ser un campo donde existen razones para el cauto optimismo. El Gobierno abrió hace unos meses una consulta pública previa sobre el proyecto del real decreto por el que se establece la ordenación de las enseñanzas oficiales del sistema universitario español, con muchas ideas sobre los planes de grado semejantes a la que he defendido aquí. Esperemos que la plasmación de estas llegue a buen puerto y quizás sea motivo para que revisite este tema en el futuro.

En mi siguiente entrada completaré las propuestas sobre la reforma de la gobernanza universitaria y su financiación.

Hace unas semanas argumenté que la reforma de la Universidad en España tenía que estructurarse en torno a dos pilares: una mejora en la gobernanza de la universidad pública y una financiación más generosa. Enfaticé que ambos pilares son imprescindibles: sin una mejor gobernanza, incrementar la financiación sería un despilfarro; mientras que una estructura de gobernanza más apropiada no sirve de mucho sin una mejor financiación.

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