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Una "Gran Estrategia" para España (V): La Gobernanza de la Universidad
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Jesús Fernández-Villaverde

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Una "Gran Estrategia" para España (V): La Gobernanza de la Universidad

La reforma universitaria no solo traería ventajas en términos de investigación, sino que también ayudaría a que España dispusiera de las élites dirigentes que precisamos

Foto: El ministro de Universidades, Manuel Castells. (EFE)
El ministro de Universidades, Manuel Castells. (EFE)

En mis anteriores entradas en este blog he enfatizado la necesidad de incrementar la capacidad de las administraciones públicas en España. Buena parte del contenido de tales entradas se ha concentrado en el mecanismo de selección de las élites dirigentes, desde el empleo público a la justicia, pasando por el sistema electoral.

Una cuestión que solo he tratado de paso en mis artículos anteriores es el de la formación de estas élites. En esta entrada abordaré parte de este reto señalando los cambios que requiere una apropiada gobernanza de la universidad. Solo me centraré en la educación universitaria, ya que, aunque existen muchos aspectos comunes con la también necesaria reforma de la educación primaria y secundaria, hay suficientes diferencias y matices como para tratarlas por separado en una entrada futura.

En una economía avanzada como la española, la universidad cumple tres cometidos imprescindibles. En primer lugar, se posiciona como el núcleo de una parte clave de la investigación. En segundo término, es el ámbito donde se forman en primera instancia los profesionales de la Administración pública y la empresa privada. Por último, es un entorno de conversación intelectual e intercambio de conocimiento en el campo de las ciencias y las humanidades que va más lejos de su mera utilidad práctica. Estudiar mecánica cuántica o leer a Virgilio tiene un valor intrínseco que toda sociedad precisa. Separar estos tres cometidos o enfrentarlos es un error. La excelencia investigadora es condición necesaria (aunque no suficiente) para una formación profesional de primer nivel y la conversación intelectual de calidad. En sentido contrario, solo el éxito en formación y conversación intelectual justifican los recursos que las sociedades de Estados Unidos, Reino Unido y Suiza invierten en investigación universitaria. Por este motivo, los modelos que en muchos países han disgregado la investigación de la educación (excepto en parte de las ciencias naturales e ingeniería) no han tenido el éxito que se esperaba.

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La conclusión de mi anterior argumento es que la reforma universitaria no solo traería ventajas en términos de investigación, sino que también ayudaría a que España dispusiera de las élites dirigentes que precisamos y que el debate sobre políticas públicas fuera de más calidad.

El reto, tristemente, es que el punto de partida –la situación de la universidad en España– es malo. Existen muchas maneras de probar esta afirmación. Miremos la lista de Premios Nobel en las tres ciencias naturales: física, química y fisiología o medicina. Ningún español ha sido reconocido con este galardón en los campos de la física o la química, y tan solo dos lo han sido en fisiología o medicina: Ramón y Cajal y Severo Ochoa. En el caso del médico y científico asturiano, reconocido con el premio en un ya distante 1959, habría que señalar que la mayor parte de su carrera profesional la desarrolló en Estados Unidos. Tampoco un español ha ganado la Medalla Fields en matemáticas o el Premio Turing en ciencias de la computación.

Esta falta de excelencia se extiende mucho más allá de los premios más famosos, que no son más que un mero síntoma de una realidad subyacente que afecta a lo más alto de todas las tablas académicas. Aunque este estudio tiene ya unos años, mi sospecha es que la situación en 2021 es básicamente la misma que en 2007 (si no peor por los recortes educativos que trajo la crisis del euro): España no aparece entre los 20 primeros países por número de investigadores de alto impacto per cápita.

Foto: istock

Podemos también mirar las listas de universidades de mayor prestigio internacional. No soy un gran partidario de estas clasificaciones, pues suelen mezclar instituciones que a menudo no son comparables (por ejemplo, hay universidades que, por diversos motivos, deciden no invertir en ciertas áreas del conocimiento, lo que las penaliza de cara a estos 'rankings'). Pero, aunque sea como una somera aproximación, estas clasificaciones nos dan una idea de por dónde andan las cosas. En la clasificación de Times Higher Education, la primera universidad española que figura es la Pompeu Fabra de Barcelona, en la posición 143. Solo está acompañada, entre las mejores 200 del mundo, por la Universidad Autónoma de Barcelona. En contraposición, Suiza tiene cuatro instituciones entre las mejores 100 universidades del mundo, incluido el ETH en el puesto 13. Otras clasificaciones de universidades ofrecen resultados similares.

Pero más lejos de los premios, las tablas de citas o las clasificaciones, uno aprecia problemas en todos los niveles. Durante muchos años, y hasta hace poco, impartí clase en mi universidad a estudiantes de maestría que venían de prácticamente todos los países del mundo. Antes de cada clase, los estudiantes tenían que leer un artículo de investigación o un capítulo de un libro sobre un tema relevante sobre la asignatura que enseñaba. Una vez en clase, seleccionaba aleatoriamente a un estudiante para que resumiese la lectura del día y la comentase críticamente. Prácticamente siempre que el estudiante elegido era español, el resultado era decepcionante. El estudiante, aparte de no saber hablar en público, era incapaz de resumir la lectura de manera coherente o de involucrarse con el texto de manera creativa. El contraste con los estudiantes franceses o alemanes (por poner ejemplos de otros países europeos culturalmente cercanos a España y de habla no inglesa) era preocupante. Los franceses, quizá por su tradición cartesiana, siempre resumían de manera clara y concisa, mientras que los alemanes eran capaces de ofrecer perspectivas críticas muy creativas y diferentes a las que acostumbraban otros estudiantes.

El estudiante, aparte de no saber hablar en público, era incapaz de resumir la lectura de manera coherente

No era un problema de inteligencia, pues no dudo que los estudiantes españoles eran, al menos, igual de inteligentes de media que los franceses o alemanes. Es más, creo que eran más inteligentes que sus compañeros europeos, pues habían tenido que superar las barreras que nuestro sistema educativo les había impuesto para acceder a una institución como Wharton. Tampoco era un problema de selección en admisiones, pues los estudiantes venían todos de las mejores universidades españolas, con una alta proporción de ingenieros de las politécnicas con las notas de acceso más altas en selectividad. Simplemente, en 16 o 18 años de estudios en España (desde primaria hasta la universidad), nadie les había explicado que es mucho más importante saber argumentar en público que memorizarse el manual de turno.

Esta situación es consecuencia, en buena medida, de unos planes de estudio todavía concebidos desde una perspectiva decimonónica. Durante los tres últimos años, por motivos profesionales, he dedicado cierto esfuerzo a recopilar y analizar los planes de estudios y libros de texto de los grados de economía, dirección de empresas y derecho (tres campos donde tengo cierto conocimiento); y, con la ayuda de un extraordinario investigador en esa área, en matemáticas. La conclusión a la que hemos llegado es que seguimos teniendo unos planes de estudio que intentan abarcar un tratamiento enciclopédico de las materias en vez de enseñar cómo encontrar y procesar información de manera independiente, con poca autonomía de decisión (tanto por las universidades como por los estudiantes) y a menudo diseñados para proteger las cargas lectivas de ciertos grupos de presión dentro de la universidad, así como (y esto es casi lo peor) burocratizados para "cumplir" con las estructuras impuestas por unas directivas europeas un tanto absurdas.

Al mismo tiempo, muchas cosas han ido avanzando en los últimos 30 años. Los estudiantes hablan y leen inglés mucho mejor, los planes de estudio de algunas instituciones van en la dirección correcta y varias universidades y centros de investigación, en especial los localizados en Cataluña, han dado pasos de gigante en términos de excelencia e internacionalización. El reto reside en cómo edificar sobre estos logros y generalizarlos al sistema en su conjunto.

Foto: Participantes en coche en una de las manifestación contra le 'Ley Celaá'. (EFE)

La reforma universitaria ha de estructurarse en torno a dos pilares: una mejora en la gobernanza de la universidad pública y una financiación más generosa. Ambos pilares son claves y complementarios. Sin una mejor gobernanza no tiene sentido incrementar la financiación: sería malgastar el dinero. De hecho, las universidades españolas tienen unos resultados incluso peores que lo que sugeriría su bajo nivel de financiación. Sin una financiación más adecuada, la gobernanza estará muy limitada en aquello que puede conseguir.

El primer punto de reforma de gobernanza (y por su importancia fundamental, centro el resto de esta entrada en ello) es la elección de los rectores. El actual sistema, basado en las votaciones (directas o indirectas) por profesores, estudiantes y personal de administración y de servicios, es demencial. Además, es el germen de muchos de los problemas de nuestra universidad. La razón es que la mayoría de los votantes no tienen los incentivos adecuados para elegir al rector que maximice la excelencia académica de la universidad y el bienestar social. Los votantes tienen incentivos al votar al rector cuyo programa mejor les venga.

Empecemos por el personal de administración y de servicios. ¿Qué motivo tiene un auxiliar administrativo para votar a un rector cuya prioridad sea mejorar la calidad de su universidad? ¿Depende su sueldo de que la universidad suba muchos puestos en las clasificaciones internacionales? ¿O de que un catedrático gane la Medalla Fields en matemáticas? No, su sueldo será el mismo. ¿Y sus condiciones de trabajo? Pues probablemente empeoren con un rector académicamente ambicioso: la excelencia académica, no nos olvidemos, suele requerir mucho esfuerzo y diligencia por todos los miembros de la comunidad universitaria. Poco que ver con una vida sosegada. Excepto por el altruismo de ayudar a la sociedad en su conjunto o por el "orgullo" de trabajar en una mejor universidad, el auxiliar administrativo no tiene motivo para preferir al rector A que quiere mejorar la Facultad de Química frente al rector B que le promete unos mejores horarios de trabajo. La realidad es que la mayoría del personal de administración y de servicios preferirá el horario más relajado al prurito de excelencia.

La realidad es que la mayoría del personal de administración y de servicios preferirá el horario más relajado al prurito de excelencia

Los incentivos de los estudiantes e incluso de la mayoría del profesorado son igualmente perversos. ¿Qué le importa a un estudiante que está a unos meses de terminar su grado quién será el rector cuando él ya no esté en la universidad? Dado que el mercado laboral español no distingue mucho entre las diferentes universidades, el valor de su título será básicamente el mismo gane quien gane (y en cualquier puesto en la Administración pública, un grado es un grado independientemente de donde venga). ¿Y qué sabe un estudiante de 18 años en primer año del grado qué necesita un programa de doctorado para alcanzar la excelencia?

Con respecto a los profesores, me voy a poner yo como ejemplo. ¿Tengo yo mucho interés, si estuviese en una universidad española, de votar al candidato que va a impulsar el laboratorio de biotecnología que realmente necesita mi universidad o al candidato que me ha prometido que el departamento de Economía va a mudarse a un mejor edificio? O, si me voy a jubilar en cinco años, ¿qué interés tengo en que mejore mi universidad? Lo más probable es que solo quiera que me dejen tranquilo en el ocaso de mi carrera.

La situación se agrava cuando, como a menudo ocurre, las elecciones se tiñen de contenidos políticos que poco tienen que ver con la gestión de la universidad. Sospecho que muchos de los mejores potenciales candidatos a rector no se lanzan al ruedo porque lo último que quieren hacer con su vida es dedicarse a hacer "campaña" electoral y firmar "cheques" políticos.

La situación se agrava cuando las elecciones se tiñen de contenidos políticos que poco tienen que ver con la gestión de la universidad

De igual manera que ni los abonados a la Orquesta Nacional de España ni los ujieres del Auditorio Nacional votan al director principal de la Orquesta y Coro Nacionales de España, ni los enfermos y el personal sanitario de un hospital lo hacen para elegir al director del centro... ni los profesores, estudiantes y personal administrativo y de servicios deberían votar al rector de su universidad. No existe "derecho" alguno a tal votación y no es garantía alguna de una verdadera independencia universitaria. Los estudiantes tienen derecho a una buena educación, los profesores a unas buenas condiciones de enseñanza e investigación y el personal administrativo y de servicios a una situación laboral similar a la de otros ámbitos de la Administración pública. Votar al rector no solo no fortalece estos derechos, sino que los socava en la práctica. Esto no es óbice para que existan órganos de representación y comunicación de los miembros de la comunidad universitaria, órganos que toda organización precisa. Pero, al fin y al cabo, el rector de una universidad pública ha de responder a España en su conjunto, no a sus votantes en la universidad y sus intereses particulares.

La solución obvia es adoptar un sistema como el que emplean las mejores universidades públicas en Estados Unidos y el Reino Unido. Es necesario crear un proceso de búsqueda de rectores abierto e internacional (sí, deberíamos empezar a tener rectores extranjeros), en el que un comité de representantes de la sociedad, seleccionados como determine una ley por motivos de excelencia, entreviste y escoja a un rector que pueda llevar la universidad hacia sus objetivos estratégicos. Tanto en la selección del comité como de los candidatos podemos emplear muchas de las ideas que recogí en mi segunda entrada sobre selección de élites públicas y que no hace falta repetir. De esta manera, los rectores serían elegidos por su currículo, su experiencia y su capacidad de gestión, y no por ideología o los caprichos de una masa fluctuante de votantes.

La evidencia empírica demuestra que tales sistemas de selección de rectores tienen claras ventajas. Primero, porque este permite incrementar la experiencia de los candidatos (un desarrollo profesional común en Estados Unidos es comenzar siendo rector de una institución pequeña e ir progresando hacia universidades más grandes y complejas de gestionar). Segundo, porque los mejores candidatos, por ejemplo en términos de su currículo académico, generan mejores resultados de gestión. Estos resultados se extienden a la gestión de departamentos, como se demuestra en este estudio o este otro.

Foto: Manifestación durante la huelga general convocada por la intersindical CSC en la que las universidades catalanas permanecieron cerradas. (EFE)

Una vez que he argumentado la imperiosa necesidad de cambiar el sistema de selección de rectores, en mi siguiente entrada explicaré cómo enlazar la misma con los cambios en la selección de profesorado, en la estructura de salarios, en los planes de estudio y en el sistema de financiación. Pero, para no alargarme hoy en exceso, lo abordaré en el mes de febrero.

Antes de terminar, querría resaltar que todo lo que he explicado se aplica solo a la universidad pública. Mi visión es que el marco regulatorio de las universidades privadas debería liberalizarse de manera radical y cada universidad privada decidir cuál es el mejor sistema para sí. De hecho, es este ya parte del sistema al que tienen acceso todos los estudiantes españoles con recursos económicos (o conocimientos de cómo funcionan otros sistemas educativos, aunque ambas características suelen estar altamente correlacionadas). El hecho de que el número de estudiantes universitarios españoles en el extranjero haya crecido de manera acelerada en los últimos años demuestra que las familias con recursos suficientes, en enero de 2021, ya están considerando como alternativas realistas los sistemas universitarios de Norteamérica y Europa, donde las restricciones de las regulaciones españolas no se aplican. Son los estudiantes sin recursos los que sufren las consecuencias de estas regulaciones y restricciones a la competencia. Como a menudo ocurre, son los "protegidos" por las regulaciones los que más las sufren. En estos momentos, la regulación restrictiva de las universidades privadas en España no es nada más que una barrera de entrada "conquistada" por los grupos de presión de la universidad pública para proteger sus rentas frente a la competencia.

En mis anteriores entradas en este blog he enfatizado la necesidad de incrementar la capacidad de las administraciones públicas en España. Buena parte del contenido de tales entradas se ha concentrado en el mecanismo de selección de las élites dirigentes, desde el empleo público a la justicia, pasando por el sistema electoral.

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