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El Cementerio Inglés de Málaga
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El Cementerio Inglés de Málaga

Espacio de tolerancia y paz, jardín abierto para todos, anglicanos, católicos romanos, judíos, masones, agnósticos y ateos, fiel reflejo del sentir y vivir de una ciudad vigorosa en medio de la laxitud del mediodía

Foto: El Cementerio Inglés de Málaga. (EFE/Jorge Zapata)
El Cementerio Inglés de Málaga. (EFE/Jorge Zapata)

Asciende Bach hacia un cielo de tenue sol de invierno por entre las ramas oscilantes del pimentero que cubre la tumba de Jorge Guillén. El 'Peine del Viento' no es de hierro en el sur. Lánguidamente las mece la brisa marina, como los sollozos del violín de invierno, cerca de las cuatro tumbas de los pilotos británicos, caídos en combate en la bahía. Lápida desnuda con fecha de muerte de Irene. Juntos hasta la eternidad que se hunde en la profundidad del aire, que nunca penetrará en el cráter de Tindaya, como Chillida quería. Versos, rosas blancas y un cisne de Saint-Saëns. Conchas marinas cubren anónimas tumbas en el primigenio cementerio, como hace tres mil años en tiempos fenicios, junto a un esbelto mausoleo ornado con la Jarretera. Los marinos germanos de la Gneisenau, rememorados en el Puente de los Alemanes, yacen cerca del morro de levante en el que murieron. Tipografía gótica, junto a lapidaria romana. La tierra donde nadie es extraño. Donde se nace libre y se muere libre. Como una niña que se llamara Violeta y viviera un mes, como las violetas, cuya cruz vandalizó hace poco algún eslabón perdido. Hibiscos y margaritas. Catafalcos. Urnas funerarias cubiertas por un velo de mármol. Antorchas invertidas, que semejan columnas. Altos obeliscos entre los ficus. Un jarrón de hierro oxidado por la lluvia de antes y el sol de siempre asoma en medio de las buganvillas. El murmullo del leve surtidor de la fuente rompe el silencio de la mañana. Gatos de inspiración inglesa dormitan haraganes al sol entre la sombra de dos cruces.

Foto: Un hombre lee un periódico con la noticia de la victoria de Nadal. (Reuters/Enrique Calvo) Opinión
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Robert Boyd, un héroe romántico, sueña con unirse a sus compañeros de la plaza de la Merced, mientras su pelo rojo brilla en el cuadro de Gisbert en el Prado, junto a Torrijos, y recuerda aquella noche de acosos frailunos por confesión y el amanecer ante el pelotón de fusilamiento en la playa de San Andrés. Antes morir que consentir tiranos. Málaga, la primera en el peligro de la libertad.

Leones marmóreos dan paso a la casita neogótica. Un camino asciende hacia el sueño eterno. A la derecha un refugio de la guerra civil espera su investigación y restauración. Miles de bombas cayeron. Una leve curva a la derecha. Todo es leve y alado en este jardín, que parece un cementerio. O al revés. O casi todo. Tumbas icónicas en las que cada elemento tiene un motivo, una significación, una razón de ser. El paseo de los Cónsules encara la rotundidad de las columnas dóricas del propileo de la capilla anglicana. Parecen estar hincadas en la tierra. Bancos de madera, libros de oraciones y cánticos, un piano de cola, un pequeño órgano, un púlpito, las Escrituras en un atril, vidrieras, una cruz desnuda, algunos cuadros con placas de los donantes, la bandera blanca y roja de San Jorge e Inglaterra. Junto a la entrada, un ángel asexuado abrazado a una cruz marca el lugar de reposo eterno de Annie, una joven que casó allí mismo. Partimos para encontrarnos de nuevo. El romanticismo decimonónico de encajes y terciopelos ajados.

placeholder Tumba de Jorge Guillén en el cementerio inglés de Málaga. (Mariano Vergara)
Tumba de Jorge Guillén en el cementerio inglés de Málaga. (Mariano Vergara)

Tumbas sencillas en el suelo en las que reposan Gerald Brenan, Gamel Woolsey, su esposa, Edward Norton, Marjorie Grice-Hutchinson, poetas, narradores y memorialistas de los siete meses de terror rojo y la posterior represión azul en aquel tiempo miserable por parte de todos, solamente merecedor del “paz, piedad y perdón”. Cónsules y patricios, comerciantes, industriales, navegantes y navieros, delfines de hierro entrelazados, idénticos a las farolas que jalonan el Victoria Embankment del Támesis, rodeados de geranios, jazmines, buganvillas y altos árboles de sombra, junto al que algún día será Memorial Garden. Incertidumbre, esperanza y la firme resolución de volver a los tiempos en que el cementerio marino era la admiración de Hans Christian Andersen y demás viajeros del XIX, muchos de los cuales se quedaron a vivir en Málaga, la Ciudad del Paraíso de Vicente Aleixandre, y descansan aquí eternamente. No se entiende, ni se comprende a la Generación del 27 sin el Cementerio Inglés, sin la Cañada de los Ingleses, tan unida al malagueño Jiménez Fraud, primer director de la Residencia de Estudiantes fundada por otro malagueño, Fernando de los Ríos, sin el Monte de Sancha y el Limonar, sin el hotel Miramar, o el desaparecido hotel Caleta Palace, en el que pasaba el verano la familia García Lorca.

Foto: Vista aérea de Málaga. (iStock) Opinión
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Al sur del sur
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Espacio de tolerancia y paz, jardín abierto para todos, anglicanos, católicos romanos, judíos, masones, agnósticos y ateos, fiel reflejo del sentir y vivir de una ciudad vigorosa en medio de la laxitud del mediodía, cuando la intensidad de la luz refleja un azul profundo de un cielo que parece acero. Antigua ciudad bravía, que hoy vive pujante del turismo de ocio y cultura. La antigua ciudad sin librerías de una falsa leyenda es hoy el centro tecnológico más importante de Andalucía.

En el centro del jardín, erguido junto a la fuente, el elegante mausoleo rodeado de una hermosa verja de William Mark, el cónsul de Inglaterra, que acabó —construyendo el cementerio en 1831 en un terreno cedido por un piadoso gobernador— con los enterramientos de protestantes y herejes en la playa, junto al rebalaje de las olas, en posición vertical, cadáveres destrozados por la marea y los perros en una estampa siniestra, que ni nuestro Solana, ni su William Blake serían capaces de mejorar. Hoy, Bach continúa sonando bajo el tibio sol de una mañana de invierno.

Asciende Bach hacia un cielo de tenue sol de invierno por entre las ramas oscilantes del pimentero que cubre la tumba de Jorge Guillén. El 'Peine del Viento' no es de hierro en el sur. Lánguidamente las mece la brisa marina, como los sollozos del violín de invierno, cerca de las cuatro tumbas de los pilotos británicos, caídos en combate en la bahía. Lápida desnuda con fecha de muerte de Irene. Juntos hasta la eternidad que se hunde en la profundidad del aire, que nunca penetrará en el cráter de Tindaya, como Chillida quería. Versos, rosas blancas y un cisne de Saint-Saëns. Conchas marinas cubren anónimas tumbas en el primigenio cementerio, como hace tres mil años en tiempos fenicios, junto a un esbelto mausoleo ornado con la Jarretera. Los marinos germanos de la Gneisenau, rememorados en el Puente de los Alemanes, yacen cerca del morro de levante en el que murieron. Tipografía gótica, junto a lapidaria romana. La tierra donde nadie es extraño. Donde se nace libre y se muere libre. Como una niña que se llamara Violeta y viviera un mes, como las violetas, cuya cruz vandalizó hace poco algún eslabón perdido. Hibiscos y margaritas. Catafalcos. Urnas funerarias cubiertas por un velo de mármol. Antorchas invertidas, que semejan columnas. Altos obeliscos entre los ficus. Un jarrón de hierro oxidado por la lluvia de antes y el sol de siempre asoma en medio de las buganvillas. El murmullo del leve surtidor de la fuente rompe el silencio de la mañana. Gatos de inspiración inglesa dormitan haraganes al sol entre la sombra de dos cruces.

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