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La plaza de la Higuera
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Mariano Vergara

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La plaza de la Higuera

En medio de grandes ciudades hay rincones escondidos, esquinas misteriosas, lugares sagrados, que para los no iniciados pueden aparecer sin especial relevancia

Foto: Plaza de la Higuera, en Málaga. (Museo Picasso)
Plaza de la Higuera, en Málaga. (Museo Picasso)
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“Entréme donde no supe…”. En medio de grandes ciudades hay rincones escondidos, esquinas misteriosas, lugares sagrados, que para los no iniciados pueden aparecer sin especial relevancia. Sitios de paso para el ajetreado diario vivir de los que acuden a un banco a suplicar dinero a una máquina, camino de una cita de despedida, a veces, pocas, ilusionadamente al encuentro de un primer amor, de compras innecesarias en grandes almacenes a los que derrotaron la pandemia y las redes, a pelear inútilmente con una eléctrica o una telefónica, a recoger analíticas que reflejen que el lento morir que es el vivir, a veces se acelera pavorosamente.

Pero muy de vez en cuando, sobre todo cuando el cielo luce en azules y el reflejo del sol en las blancas paredes daña la vista como la gélida luz de los ordenadores, ocurre el milagro para los iniciados, los que están en el conocimiento de la inutilidad de tratar de conseguir ser algo, o alguien en la nada generalizada. Y aparece un lugar que queda marcado en la memoria para siempre y que se convierte en el recinto sagrado al que acudir con frecuencia, simplemente a estar, a refugiarnos, a serenar el alma cuando los malos momentos la atenazan, como las desiertas naves oscuras de las iglesias, que entre humedades sombrías dejan entrever imágenes doloridas de ojos de cristal y una lamparilla eternamente encendida, que marca el escondite de la Trascendencia.

placeholder Vista del Museo Picasso de Málaga. (EFE/ Álvaro Cabrera)
Vista del Museo Picasso de Málaga. (EFE/ Álvaro Cabrera)

En nuestra ciudad hay un lugar así, al que se accede a través de una verja que de noche se cierra. Atrás queda la luminosidad hiriente de las gradas del Teatro Romano al pie de la ladera que coronan los cubos de piedra de las torres de la Alcazaba, que dialogan con los cubos blancos de la trasera del Museo Picasso, a su vez subrayados por los trazos oscuros de las altísimas palmeras washingtonias de los jardines de Ibn Gabirol. Sobre los restos fenicios yacentes bajo las callejuelas de la antigua Judería, por donde al malaquí vagaría con la tristeza solitaria de un niño feo con carita de llagas purulentas. Un lugar, si no el lugar, en el que se mide por miles de años la vejez de Málaga, tan pujante, moderna y cosmopolita.

Por una de esas bellísimas y angostas callejas - kalejas, que decían los sefarditas - flanqueada por edificios de ladrillo visto con rejas de hierro negro, que encierran ventanas ensombrecidas por esteras de esparto y puertas de gruesa madera claveteadas, entrad sin miedo. Es una vía pública y casi nunca hay nadie en la soledad, la sombra y el silencio de los lugares, que de alguna forma trasladan a otro tiempo, que aparentemente no conduce a sitio alguno, pero en los que se orea el frescor del pasado. Caminar por ella tiene algo de rito iniciático, de penetración en una cavidad sacra, como cuando se entra en el corredor gigantescamente pétreo de alguno de los dólmenes de Antequera, que da acceso al fondo donde está el pozo, el agua que siempre es el sustrato de lo sagrado, porque agua somos y del mar venimos.

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El hermoso pavimento de cantos rodados contribuye a esa sensación. Al final estalla el sol en blancas, lisas y altas paredes encaladas y al doblar la esquina allí está. Como un monumento a la eternidad. El grueso tronco rugoso y anudado de la higuera milenaria sobre un bello pedestal de lajas de piedra, sostenidas sus ramas en la copa por vigas de hierro que soportan los años con vieja elegancia. La misma elegancia, que intentaban remedar las entecas señoras judías de brazos y cuellos macilentos cubiertos de diamantes, que arrastraban visones negros por la nieve embarrada por las limusinas, al ascender por las escaleras del Plaza de Nueva York entre falsas palmeras de marabúes, en una fiesta que me fue dado el contemplar. Y es que estamos en lo que queda de la anciana judería.

Esa es la plaza de la Higuera, el viejo sicomoro de la Biblia, en su antigua belleza e integridad, salvada por el arquitecto Richard Gluckman, según él mismo me contó, como 'conditio sine qua non' para hacerse con la dirección de las obras del museo, por la que recibió el Design Awards del American Institute of Architecs en 2005, junto a los malagueños Martín Delgado y Cámara, considerando el edificio existente, la intervención contemporánea y el factor artístico. Tiene la plaza la simplicidad de la perfección, la belleza de la sencillez, algo de claustral, de espacio metafísico de Giorgio de Chirico, de enorme vacío en la pequeñez de sus dimensiones, como el sintoísmo de un jardín zen, de 'El elogio de la sombra' de Tanizaki, de una presencia de algo más allá de la realidad de las cosas, de sombras euclidianas, de líneas rectas de planos diferenciados como el cubismo del maestro escondido tras los muros, solamente interrumpidas en su rectitud por la esfera del pedestal y el barroco del tronco y la copa de la aún viva naturaleza verde del árbol.

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Quizás Gabirol trepara a ella a robar higos en su niñez y si no subió porque no coincidieran en el tiempo, lo doy por bueno simplemente por hermoso, porque no razono, imagino y sueño. La belleza de los lugares escondidos tras altos muros en la inabarcable tierra nuestra andaluza, como el vecino jardín cerrado del propio museo. Se asoma curiosa a este entre cipreses la espadaña de la iglesia de San Agustín en el rumor del agua que borbotea en la acequia en medio del patio enchinado. Y en verano los vencejos que pian veloces sin chocar jamás. Porque todo está en su sitio. No hace falta ninguna declaración burocrática de ninguna alta instancia mundial, porque todo el entorno es por sí mismo patrimonio de la más alta humanidad en el sentido de lo mejor del ser humano.

A veces acudo allí en busca de algo de sosiego, al encuentro del silencio y pienso que puede que no fuera absurdo que el idealizado monumento vertical al pensador se colocara en el vértice de un ángulo recto, al sol, en vez de continuar perdido entre los árboles del jardín de calle Alcazabilla. Y no estaría de más un viejo banco para sentarse a pensar, o a escuchar en el móvil la profunda Suite número 1 de Bach, o una melancólica pastorela de Nebra, o a leer en voz alta a San Juan de la Cruz y permanecer luego en silencio “toda ciencia trascendiendo”. O una noche de soleares. Ahí lo dejo y a ver si consigo hacerlo antes de que me roben la idea. Que tampoco me importa, la verdad.

“Entréme donde no supe…”. En medio de grandes ciudades hay rincones escondidos, esquinas misteriosas, lugares sagrados, que para los no iniciados pueden aparecer sin especial relevancia. Sitios de paso para el ajetreado diario vivir de los que acuden a un banco a suplicar dinero a una máquina, camino de una cita de despedida, a veces, pocas, ilusionadamente al encuentro de un primer amor, de compras innecesarias en grandes almacenes a los que derrotaron la pandemia y las redes, a pelear inútilmente con una eléctrica o una telefónica, a recoger analíticas que reflejen que el lento morir que es el vivir, a veces se acelera pavorosamente.

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