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Nueva arquitectura en Málaga

El nuevo hotel diseñado por Moneo es realmente prodigioso en su aparente simplicidad y sencillez. El contraste entre el blanco puro deslumbrante y la azulejería es asombroso

Foto: Vista del hotel diseñado por Moneo. (M. V.)
Vista del hotel diseñado por Moneo. (M. V.)
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Málaga, ya de por sí y desde hace cientos de años, es una ciudad tremendamente mediterránea, cálida, acogedora, colorista y abigarrada, pero también con un cierto espíritu discutidor y vocinglero. Camino de mi despacho, paso cada mañana por las antiguas Atarazanas, en la que radica uno de los mercados más hermosos de España. Una estructura de hierro —que dicen que es de Eiffel— con una bellísima vidriera gigante en su fachada trasera y una maciza y militar puerta de entrada a través de la portada árabe de los antiguos astilleros. El contraste entre los tres elementos es sorprendente, a la vez que sirve de caja de resonancia a los pregones de los tenderos que anuncian sus productos a voz en grito. La gente camina en un barullo constante y el aire tiene un inconfundible acento de un puerto de mar. Huele a pescado, pero también a melocotones y a chacinas, a melón y papayas, a mangos y aguacates. Mi amigo aceitunero, que vende gordales, aloreñas partidas, manzanillas, arbequinas, dulcísimos higos secos y saladas almendras fritas, expone gratuitamente sus productos en pequeñas bandejas, para que el comprador pruebe lo que desee. Los guiris, primero tímidamente y después con verdadera furia, asaltan la gratuidad, hasta que mi amigo suelta de sopetón a algún gigantesco nórdico “mira, para ya, que vas a desayunar hoy gratis…”.

Foto: Una pareja conversa en el Puerto de Málaga. (EFE/Daniel Pérez) Opinión
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El mercado es un lugar lleno de vida y uno sale de él con alegría de vivir. Vendedores de cupones, raterillos y carteristas, vendedoras de calcetines y de hierbas aromáticas alternan sus gritos y sus pregones con el silbato de los guardias, los graznidos de las gigantescas gaviotas cada día más osadas y desafiantes y el olor a pan caliente y cruasanes componen un escenario realmente hermoso. Junto a él, Rafael Moneo ha levantado un edificio, futuro hotel, cuya construcción, tras la demolición de un inmueble del XIX, ha supuesto una conmoción en una ciudad, que literalmente ha destruido una gran parte de su patrimonio a base de su afición al mundo pirómano en varias revoluciones, además de haberse hecho próspera en los años del desarrollismo piqueta en mano. La destrucción del patrimonio, no mayor por otro lado que la llevada a cabo en cualquier ciudad de España, ha llevado a una verdadera obsesión por la intangibilidad de lo que queda. El 'noli me tangere' bíblico. Han surgido teóricos del urbanismo por todas partes, para quienes la demolición de la Mundial —el nombre de la pensión que ocupaba el inmueble derribado, antes vivienda de los condes de Benahavis— ha supuesto algo comparable al incendio de Notre Dame. Uno, que también se ha convertido en teórico del urbanismo, pero con algo de fundamento y conocimiento de la historia del arte, se alineó con los que considerábamos, que tampoco era para tanto, que el palacete lo mejor que tenía eran las rejas, que cosas mucho peores se han hecho y que Moneo no es un cualquiera y sería conveniente esperar y ver. Máxime cuando la promotora se ha visto obligada a reconstruir el edificio anterior detrás del hotel. Aparte de llamar al edificio “un mamotreto”, o decir que “es bonito, pero no es su sitio”. Naturalmente, como que todo lo que lo rodea es basura desarrollista. Luego siguen ocupados con terminar, o no, la Catedral y con la Torre del Puerto.

placeholder Vista parcial de la Catedral de Málaga. (EFE/Jorge Zapata)
Vista parcial de la Catedral de Málaga. (EFE/Jorge Zapata)

Conocí a Rafael Moneo en unas interesantísimas jornadas sobre los nuevos descubrimientos en la Mezquita de Córdoba, que organizaron sus conservadores Gabriel Ruiz Cabrero y Gabriel Rebollo, arquitectos extraordinariamente cultos y especializados en la restauración de monumentos históricos. Su ponencia me pareció de un alto nivel, si bien he de confesar que no añadió nada nuevo, como era lógico, a lo dicho por los arcangélicos Gabrieles, en su bellísima y documentada postura de considerar a la Mezquita como el último monumento bizantino de occidente.

Hace unas noches encontré una interesante serie de entrevistas en Netflix, que bajo el título de 'Conversaciones con…' presenta Luis Fernandez-Galiano, quien entrevista durante algo más de una hora a diversos grandes arquitectos de todo el mundo. Entre ellos Moneo. El programa ha levantado críticas entre los profesionales, pero como no soy uno de ellos, confieso que me ha encantado, que me los he visto todos y que he aprendido mucho, porque de los grandes, siempre se aprende. Oír a Moneo es una delicia desde el punto de vista humano, pero también desde su propia condición de un personaje realmente histórico en la arquitectura española y europea. Un Premio Pritzker y un León de Oro en la Bienal de Venecia el pasado año, no son poco, pero es que su obra es realmente grandiosa. El Museo de Mérida es algo tan hermoso, tan inteligente, tan sutil, que uno confunde las arcadas del edificio con las columnas romanas. El propio autor confesaba que se dio cuenta de que lo mejor que podía hacer era integrar los restos arqueológicos en la propia obra, de manera que contenido y continente no se rechazaran, sino que dialogaran hasta conformar un espacio romano. Podría intentarse en la plaza de la Merced…

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La ampliación del Museo del Prado es otra obra que deja realmente absorto. La solución dada a la integración del claustro de los Jerónimos con el edificio de Villanueva, a través de la entrada subterránea al museo, con jardines y calzada por encima, que el visitante no percibe cuando asciende hacia el patio aéreo, que enmarca en los vanos de las columnas las estatuas de imperiales de Leoni, es realmente prodigiosa, junto a las puertas de Cristina Iglesias, tan semejantes en bella grandeza a las de Ghiberti en el Baptisterio de Florencia.

El edificio de Málaga es realmente prodigioso en su aparente simplicidad y sencillez, como dice Salva Moreno Peralta: “De fachada muy sutilmente curva, enfoscados perfectos, disposición de huecos rica y compleja”. Pero además, es sobrio en el contraste entre el exterior de líneas rectas paralelas y perpendiculares y las ondas del interior de los mensaques, como olas tranquilas, como óculos mirando al interior de un enorme acuario. El contraste entre el blanco puro deslumbrante y la azulejería es asombroso. El edificio puede descomponerse en múltiples cubos, que están dispuestos así, pero podrían componerse de otra forma… las superficies planas que se entrecruzan como en una obra cubista. La rotundidad de la blancura, como las salinas, y la del propio edificio y la racionalidad que encierra, líneas ondulantes, que recuerdan al mar… es muy poética, muy sugerente, muy pura. El edificio tiene su propio lenguaje. No sé por qué a mí me recuerda un poema de Rilke.

Málaga, ya de por sí y desde hace cientos de años, es una ciudad tremendamente mediterránea, cálida, acogedora, colorista y abigarrada, pero también con un cierto espíritu discutidor y vocinglero. Camino de mi despacho, paso cada mañana por las antiguas Atarazanas, en la que radica uno de los mercados más hermosos de España. Una estructura de hierro —que dicen que es de Eiffel— con una bellísima vidriera gigante en su fachada trasera y una maciza y militar puerta de entrada a través de la portada árabe de los antiguos astilleros. El contraste entre los tres elementos es sorprendente, a la vez que sirve de caja de resonancia a los pregones de los tenderos que anuncian sus productos a voz en grito. La gente camina en un barullo constante y el aire tiene un inconfundible acento de un puerto de mar. Huele a pescado, pero también a melocotones y a chacinas, a melón y papayas, a mangos y aguacates. Mi amigo aceitunero, que vende gordales, aloreñas partidas, manzanillas, arbequinas, dulcísimos higos secos y saladas almendras fritas, expone gratuitamente sus productos en pequeñas bandejas, para que el comprador pruebe lo que desee. Los guiris, primero tímidamente y después con verdadera furia, asaltan la gratuidad, hasta que mi amigo suelta de sopetón a algún gigantesco nórdico “mira, para ya, que vas a desayunar hoy gratis…”.

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