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Fieramente humanos
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Mariano Vergara

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Fieramente humanos

No puedo dejar de hacer una mención especial a la pieza más grandiosa que en mi opinión refulge en las salas del Museo Carmen Thyssen. La figura de San Francisco de Borja del grandioso Martínez Montañés

Foto: La exposición 'Fieramente humanos'. (EFE/Daniel Pérez)
La exposición 'Fieramente humanos'. (EFE/Daniel Pérez)
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Ásperas arpilleras de esparto y sucios retazos de trapos cubren los genitales de los santos de ojos extraviados. Carnes doloridas y pieles desgarradas ofrecen infinitas tonalidades. Fondos negros contrastan con rayos celestiales en las miradas de aquellos que parece que sintieron la cercana presencia del Único, del que todo lo sabe y todo lo ve, del que es el que es, del inmutable, inasible, inabarcable, impredecible, eternamente presente, del todopoderoso que ha entregado la vida al hombre como custodio de la creación. Hombres de la calle, estómagos enflaquecidos por el hambre, ojos iluminados por la locura, ancianos abandonados convertidos en trasunto de los santos, de los intermediarios con la divinidad, como mensajeros de lo imposible, como herederos de la gloria imposible, como la muestra de que Dios era, sin la menor duda, español, uno de los nuestros, al que la imperial familia Austria veneraba como el benefactor de la grandeza de las Españas desde sus estatuas de bronce dorado en el inabarcable espíritu granítico del centro del mundo en el Escorial.

Encierra una gran contradicción la excelente exposición que bajo el título de Fieramente humanos presenta el Museo Carmen Thyssen de Málaga con el patrocinio de la Fundacion Unicaja. Una contradicción tremendamente española, por otra parte. Ocurre a veces que cuando se quiere ofrecer una visión distanciada de una realidad que parcialmente fue así, involuntariamente se llega a la conclusión de que ni la España de aquel siglo era tan trágicamente atormentada, ni la vida apestaba a muerte de esa forma, ni la santidad tiene siempre un componente tan ferozmente desequilibrado como el que las tres piezas contemporáneas, que acompañan al mundo barroco, pretenden mostrar.

Foto: Entrada de la exposición 'Negra es la noche'. (Museo Carmen Thyssen)

Nada tiene que ver la soberbia fotografía de Darío Villalba con la altura mística de San Juan de la Cruz, ni la obra del Equipo Crónica con la belleza del “nada te turbe, nada te espante, solo Dios basta…” de Teresa de Ahumada. Por mucho que el moderno laicismo lo intente. Estamos hablando de cosas diferentes y de mundos distintos. Porque si no, ni aquello, ni esto tendrían sentido. Ni toda la santidad barroca española era desequilibrada, ni es posible la contraposición de ensoñaciones opuestas, ni la cara y los brazos peludos de la mujer que aparece en el mundo de Delvaux tienen nada que ver con el éxtasis místico, sensorial, o incluso erótico de la bellísima escultura de Bernini en Roma, en el que un ser arcangélico hinca su flecha en el pecho agitado de la mujer en trance.

Foto: 'Las cabinas telefónicas', de Richard Estes (1967) es uno de los cuadros que se puede ver en esta exposición (EFE)

Santos y santas, seres exangües, carnes desgarradas. Pero no todo era así. La Escuela de Salamanca enseñaba al mundo lo que era el derecho de gentes, Felipe II, el monstruo del sur, azote de herejes y martillo de Roma, escribía tiernas y cultas cartas de un padre amoroso a sus hijas de hermosos nombres compuestos, Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, la biblioteca del Escorial era un centro del saber, América recibía la lengua, pero también traducía a los idiomas amerindios la cultura europea adaptada a su mundo, incluida la religión, se construían catedrales y universidades y caminos. Por qué representan mejor la santidad San Jerónimo en su mundo de piedra, o San Bartolomé, o San Pedro en sus desgarramientos, despellejamientos y crucifixiones, que los jesuitas que empezaban a construir las reducciones del Paraguay?

placeholder Dos visitantes observan un Ecce Homo y una Dolorosa de Pedro. (EFE/Daniel Pérez)
Dos visitantes observan un Ecce Homo y una Dolorosa de Pedro. (EFE/Daniel Pérez)

La exposición es un deslumbramiento del esplendor de algunos de los grandes pintores y escultores españoles del mundo barroco, del sic transit, del in ictu oculi, de la genialidad purísima velazqueña ante el rigor mortis en el más real de los retratos de la muerte, del mundo español en Nápoles con Ribera. Pero tampoco habrían estado de más un monje blanco, o una santa de Zurbarán - el propio museo tiene una espléndida – como decía Santa Teresa, “Dios está en los pucheros”. Y también en los palacios y en las catedrales y en los monasterios y en los hogares humildes. Sobre todo cuando en invierno el viento sopla y la olla está vacía. El profundo realismo del barroco español sacro o profano puede manifestarse de formas variadas, que no siempre tienen que ser atormentadas.

Foto: Caminando por las calles entre iglesias, palacios y conventos. (Cedida) Opinión
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Escribo el día 3 de octubre y no puedo dejar de hacer una mención especial a la pieza más grandiosa que en mi opinión refulge en las salas. La figura de San Francisco de Borja del grandioso Martínez Montañés, que por su parecido físico con San Ignacio de Loyola, muchos de los antiguos alumnos de los colegios jesuitas han confundido siempre. No existe mayor serenidad ante la contemplación de la muerte. No cabe mayor grandeza de espíritu, ni serenidad en la frente sin arrugas, ni carencia de desgarramiento.

Foto: Una mujer llora tras conocer que Málaga no acogerá la Expo 2027. (EFE/Jorge Zapata) Opinión
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Ahí está la Roma andaluza, la contemplación del cráneo entre tantos cráneos presentes. El impacto emocional no hay que intentar conseguirlo solamente a costa de sangre. La emoción del cuerpo apolíneo, desnudo, limpio de sangre del Cristo de Velázquez provocó los prodigiosos versos de Unamuno. El mármol romano reproducido en madera. ¿Conocía Martínez Montañés cuando esculpió este prodigio de belleza, la historia que vinculaba a Francisco de Borja con su señora; la emperatriz Isabel de Portugal? ¿Conocía acaso la línea de la belleza que le llevó a ser jesuita al contemplar el cadáver de su idolatrada Isabel? ¿Acaso el vívido Borja esculpido en madera sabe que el cráneo que el escultor ha puesto en sus manos es el de Isabel, o acaso solo él lo piensa?

placeholder San Francisco de Borja. De Martínez Montañés. (M.V.)
San Francisco de Borja. De Martínez Montañés. (M.V.)

Insisto en que estamos ante un despliegue de obras de arte realmente espléndido, con algunas piezas excepcionales, pero, en mi opinión y quizás no debería escribir esto, hay un exceso de mártires, una monótona sucesión de San Jerónimo, que hace que llegue a dejar indiferente tanta meditación atormentada. Fieramente santos y humanamente sagrados. La repetición constante del sufrimiento, el martirio y la pobreza conducen inevitablemente a la inanidad.

Ásperas arpilleras de esparto y sucios retazos de trapos cubren los genitales de los santos de ojos extraviados. Carnes doloridas y pieles desgarradas ofrecen infinitas tonalidades. Fondos negros contrastan con rayos celestiales en las miradas de aquellos que parece que sintieron la cercana presencia del Único, del que todo lo sabe y todo lo ve, del que es el que es, del inmutable, inasible, inabarcable, impredecible, eternamente presente, del todopoderoso que ha entregado la vida al hombre como custodio de la creación. Hombres de la calle, estómagos enflaquecidos por el hambre, ojos iluminados por la locura, ancianos abandonados convertidos en trasunto de los santos, de los intermediarios con la divinidad, como mensajeros de lo imposible, como herederos de la gloria imposible, como la muestra de que Dios era, sin la menor duda, español, uno de los nuestros, al que la imperial familia Austria veneraba como el benefactor de la grandeza de las Españas desde sus estatuas de bronce dorado en el inabarcable espíritu granítico del centro del mundo en el Escorial.

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