Los lirios de Astarté
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La vida es puro retrato
Para muchos, el retrato de Inocencio X de Velázquez es el mejor de la historia del arte. El realismo de un rostro de mirada escrutadora y la fantasía de rojos en una valiente combinación solo está al alcance de un genio como él
Perturba, impone, incomoda.
Quizás él mismo se sintió cohibido ante su propio retrato.
“¡Troppo vero!” cuentan que exclamó Inocencio X al enfrentarse al retrato que le había hecho Velázquez. Demasiado real. En cualquier caso, el resultado debió complacer al pontífice ya que terminó por regalarle al pintor una medalla de oro con su efigie en medio relieve y, además, dio instrucciones al nuncio apostólico en Madrid para que apoyara la solicitud de ingreso de Velázquez en la Orden de Santiago, un anhelo del artista, que siempre había buscado un reconocimiento público de su nobleza.
Para muchos, el retrato de Inocencio X de Velázquez es el mejor de la historia del arte. El realismo de un rostro de mirada escrutadora al que es difícil aguantarle el pulso y la fantasía de rojos en una valiente combinación solo al alcance de un genio como él, hacen de esta obra un hito del género retratístico que cautivó siglos más tarde a artistas como Giacometti o Francis Bacon.
Ortega y Gasset decía en Los papeles de Velázquez y Goya que parecía que eran los retratados los que nos miraban a nosotros desde el interior del espacio creado por Velázquez, con una proyección hacia fuera que busca la comunicación expresiva al otro lado.
Cuando la realidad te asalta con noticias que llevan nombres y apellidos, siempre me pregunto cómo pintaría Velázquez al político implicado en un caso de corrupción, a la jueza de un caso mediático, al futbolista que firma un contrato obscenamente millonario. O al filósofo que hacía apología de las Humanidades.
Demócrito (o El geógrafo), el filósofo que se ríe de las extravagancias y absurdos del mundo, interpretado por los pinceles de un joven Velázquez que ha conocido a Rubens, ilustra la portada de La utilidad de lo inútil, el manifiesto en el que Ordine defiende que “el saber constituye por sí mismo un obstáculo contra el delirio de omnipotencia del dinero y el utilitarismo”.
Un retrato de medio cuerpo, una camisa blanca con sutiles pinceladas grises, la frente noble, la mirada sensible, seductora, inteligente, la mirada de quien sabe cruzar la línea de lo artificial y sumergirse en las profundidades de lo que nos sublima como seres vivos. Sí, estoy convencida que Velázquez retrataría a Ordine logrando captar la profundidad psicológica del filósofo con ese amor excepcional por el mundo, el amor por los hombres y mujeres a los que retrató con la verdad de su pintura.
Releo las páginas del manifiesto de Ordine en uno de los patios del lugar en el que se fraguó este amor por lo hermosamente inútil. Facultad de Filosofía y Letras, una placa dorada, una galería porticada, una fuente y saber que se está en el lugar correcto, justificando el amor y el conocimiento. El lugar donde aprendimos a escribir con tinta indeleble los nombres de Rafael, Miguel Ángel o Tiziano, y donde debimos haber escrito los de Morisot, Cassatt, Artemisia o Delaunay. O el de Françoise Gilot.
Un vestido negro, un esbelto cuello bajo el encaje blanco y un retrato de Velázquez de la infanta Margarita para copiar un peinado que seduzca a Picasso. Así empezó Gilot su vida junto al minotauro. Diez años, dos hijos, el deslumbramiento ante el coloso, la cara oscura del hombre, la valentía para irse y para contarlo, y una sombra demasiado alargada. “¿Pero tú te crees que la gente va a interesarse por ti?”, vomitó el orgullo herido del gigante abandonado. Sí, Pablo. Tras ciento un años de vida, deja la artista francesa sus obras colgadas en el Pompidou de París, en el Metropolitan de Nueva York o en el MoMA y los retratos que hizo de ella el malagueño, en los tiempos de vino y rosas, convirtieron en inmortales los hermosos ojos de Françoise.
Porque un retrato es comprar un pasaporte a la eternidad. Eso hizo Valeriano Domínguez Bécquer al retratar a su hermano, convirtiendo al poeta en icono idealizado del amor romántico de sus rimas imprescindibles. No por más reproducido e idealizado, tiene menos valor la soberbia obra de Valeriano. De impecable ejecución, el retrato es un estudio psicológico de alguien movido por la melancolía, pero al mismo tiempo se atisba la determinación en una mirada irresistible por puro magnetismo. La escueta paleta cromática, ocres y blancos principalmente, el porte elegante y aristocrático, recuerdan a Velázquez que, sin duda, debió estar en el subconsciente de Valeriano a la hora de regalarle a su hermano ese billete de ida a la eternidad.
Una muestra de vanidad, un símbolo de poder, un instrumento diplomático, una declaración de amor, una sesión de psicoanálisis, alquilar un trozo de memoria colectiva.
Y lo hizo él.
De pie, mirando al espectador, dejando clara su presencia en la obra más universal de la historia de la pintura, con la cruz de Santiago en el pecho y todo un manual de Historia del Arte en los dedos convertidos en pincel de la mano que pintó la verdad de las cosas útiles.
Perturba, impone, incomoda.