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Pinta, Miguel
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María José Caldero

Los lirios de Astarté

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Pinta, Miguel

“Pinta, Miguel, tú pinta, que para eso desciendes del pintor”. Es la madre de Miguel Pérez Aguilera quien, con esa intuición de madre observadora, ve lo que siente su pequeño hijo por los pinceles y el color

Foto:  'Sinfonía 40 de Mozart' de 1975. Óleo. (Miguel Pérez Aguilera)
'Sinfonía 40 de Mozart' de 1975. Óleo. (Miguel Pérez Aguilera)

Los espacios son importantes.

Los espacios vividos, habitados, trabajados, aquellos que permanecen asociados a recuerdos guardados en cajitas de pastas de té, guardan siempre un abrazo de reencuentro cuando vuelves a ellos.

Escribo bajo las bóvedas de cañón de la biblioteca de la Sala de Arte, en el bellísimo edificio de la Fábrica de Tabacos de Sevilla. Los viejos armarios siguen albergando estantes combados por el peso de los libros y el tiempo. Picasso Íbero, Henry Moore, La miniatura medieval, se suceden los títulos perdiéndose en la finitud de las naves bibliotecarias. Sí, es el lugar adecuado para escribir sobre un pintor, maestro de grandes pintores andaluces, pero pintor por encima de todo.

placeholder Real Fábrica de Tabacos de Sevilla. (Wikimedia)
Real Fábrica de Tabacos de Sevilla. (Wikimedia)

“Pinta, Miguel, tú pinta, que para eso desciendes del pintor”, es la madre de Miguel Pérez Aguilera quien, con esa intuición de madre observadora, ve lo que siente su pequeño hijo por la pintura. Así lo cuenta Pilar Lebeña Manzanal en la hermosísima biografía del artista que escogió la honestidad, con los demás y consigo mismo, como modus operandi.

Somos un país de deudas impagadas con los nuestros. El mundo del Arte, entendido como ecosistema propio dirigido por gurús que ponen y quitan nombres de los manuales evangélicos de las artes plásticas, pasó por alto el de aquel niño de Linares que recortaba láminas de cuadros del Blanco y Negro, que se negó a un destino de uniformes y tricornios y apostó por lo que le hacía sentir vivo, pintar, convirtiéndose en maestro de los grandes nombres de la pintura andaluza de la segunda mitad del siglo XX. Quizá el foco no se detuvo en Miguel porque él decidió “vivir en la pintura y no de la pintura”.

Foto: Un visitante viendo pinturas de Carmen Laffon. (EFE/Rodrigo Jiménez) Opinión
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Aún no apretaba este calor en mayo, cuando entraba en la galería sevillana Birimbao con motivo de la exposición Observar la luz. Atrapar el color. Sola en mitad de una sala de paredes blancas, las obras de Pérez Aguilera me seducían como los cantos de sirenas a Ulises en el camino de vuelta a Ítaca. Pero, a diferencia del héroe mitológico, yo no quise amarrarme a ningún mástil y quedé atrapada y sumergida en la trama de colores metálicos de cada una de las obras expuestas. “Dios, dame años de vida y posibles para poder tener un cuadro de Pérez Aguilera en el salón de mi casa” pensé con la media sonrisa de quien sabe lo imposible de la petición divina.

placeholder 'Solitario' de 1943. (Miguel Pérez Aguilera)
'Solitario' de 1943. (Miguel Pérez Aguilera)

Porque cuando se está frente a una obra como la suya, se sabe uno delante de una ventana, una muy abierta y muy grande. Domingo Martínez, alumno de don Miguel, le tiene por el padre de la abstracción en Andalucía, el que introduce nuevos conceptos de composición y equilibrio. Pero hasta llegar a ese momento trascendental en su carrera, Miguel, que había sido alumno de Vázquez Díaz, transitó por los caminos de la figuración poscubista, y lo había hecho convertido en un portentoso dibujante, dominando la línea y el espacio como pocos. Inquieto e inconformista, sentía que allí no podía terminar el camino. El viaje a París, el conocimiento de todo lo que ocurría en lo artístico al otro lado de la frontera de un país sumido en una posguerra dura y gris, hambre y pensiones mugrientas, supuso el inicio de un cambio de rumbo que ya le llevaría a una senda por la que habría de transitar hasta el final de sus días.

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Y ahí empezó el pintor a desarrollar su propio lenguaje pictórico, tan personal, tan distinto al academicismo inamovible y conservador de la Escuela de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría de Sevilla a la que llegó habiendo ganado la Cátedra de Dibujo del natural. Él, que llegaba formando parte de la “joven escuela madrileña” junto a otros como su gran amigo José Guerrero, que había aprendido a salirse del molde, a deshacer nudos, ahora debía enseñar a los que empezaban en el difícil mundo de la pintura que existían otras direcciones que tomar más allá de la que se preconizaba como única entre los muros vetustos de la Escuela.

Sal, mira, ve, escucha, lee, aprende, opina, manifiéstate, crea.

placeholder 'Autorretrato' de 1942. (Miguel Pérez Aguilera)
'Autorretrato' de 1942. (Miguel Pérez Aguilera)

Su labor fundamental en la formación de los que serían, posteriormente, las grandes figuras de la pintura andaluza en la segunda mitad del siglo XX (Carmen Laffón, Santiago del Campo, Luis Gordillo, Manolo Cuervo, Daniel Bilbao, Miki Leal y sigue la lista) eclipsaría, de algún modo, la trascendencia de su obra, por ello sigue siendo necesario rescatar su nombre como artista, como pintor por encima de todo.

Virtuoso del dibujo, atrapaluces, dueño del color, músico cromático.

Mantengo como lema vital que hay que pasar por la vida dejando huella, irse de este mundo con recuerdos a tu nombre que provoquen emoción en quienes se quedan. Miguel Pérez Aguilera dejó esa huella en sus alumnos, en cuyas vidas como artistas asoma, irremediablemente, el nombre del maestro.

placeholder 'Puente levantado' de 1975. (Miguel Pérez Aguilera)
'Puente levantado' de 1975. (Miguel Pérez Aguilera)

También lo hizo en quienes descubrimos la música que encierran sus “papeles de plata arrugados”. Nadie hizo nada igual antes que él. Ulises, las sirenas, el canto hermosísimo, dejarse llevar, sumergirse y quedar atrapado.

Ahí están sus obras, su legado, el de aquel niño de Linares que recortaba las láminas del Blanco y Negro que leía su madre, aquella que sabía que su niño, su pequeño Miguel, no tenía más destino que el de ser pintor.

Los espacios son importantes.

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