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No solo de relato vive el hombre (bueno, el independentista sí)
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Manuel Cruz

Filósofo de Guardia

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No solo de relato vive el hombre (bueno, el independentista sí)

El relato 'indepe' no parece, en efecto, dar más de sí. Cabe leer las palabras del antidisturbios como una muestra de la evolución que podrían seguir los ciudadanos decepcionados por el 'procés'

Foto: Mossos d'Esquadra frente a simpatizantes independentistas. (EFE)
Mossos d'Esquadra frente a simpatizantes independentistas. (EFE)

Supongo que autocitarse no es del todo malo si se hace con buena intención. Por ejemplo, con la de autocríticarse. Lo mostraré mediante un ejemplo que, aunque empieza a quedar ya un poco atrás en el tiempo y ha dado pie a bastantes comentarios, conserva intacta todavía toda su capacidad de ilustración. Cuando escribí la frase con la que terminaba mi artículo de hace unos días 'Esto lo arreglaba yo enseguida', a saber, "en ocasiones es imprescindible perder la fe para entrar en razón", ni se me pasaba por la imaginación que iba a ser un mosso d'esquadra (¡un mosso!) quien formulara la misma idea con mucha más contundencia y claridad que yo. Su "la república no existe, idiota", dirigida al manifestante que se resistía a moverse del sitio apelando a que estaba defendiendo la república, constituye una sonora bofetada de principio de realidad en la mejilla de una sonrosada ensoñación.

Importa resaltar este último aspecto para no incurrir en el error, de signo opuesto, de interpretar que el mosso de marras dijo lo que dijo en nombre de unos ideales políticos opuestos a los del manifestante, o porque tenía ideas claras sobre el funcionamiento del Estado de Derecho, la necesidad de respetar la legislación vigente, la separación de poderes, los derechos de las minorías a manifestarse, etc. y que era en nombre de tales convencimientos en el que replicó al manifestante defensor de la república con esa frase que se ha hecho viral (antes se decía "que ha dado la vuelta al mundo"). Porque lo que en el fondo le reprochaba el antidisturbios al manifestante, del que sabemos que iba vestido con el uniforme de guarda forestal, es que, siendo funcionarios ambos, prefiriera antes apoyar a los manifestantes más radicales que a otro funcionario, en este caso de un cuerpo de seguridad.

Con otras palabras, que no habría que descartar que ese 'mosso', que ahora ha pasado a convertirse poco menos que en un icono para amplios sectores de no independentistas, fuera él mismo un difuso simpatizante del independentismo, solo que reticente con los sectores más 'hooligan' o hiperventilados de la causa, lo que explicaría que, lejos de apelar a ideas de signo distinto a las del guardia forestal, apelara a una mera solidaridad corporativa. Tal vez dicha explicación sea la más interesante, en la medida en que proporciona una pista para comprender mejor la situación en la que se encuentra en este momento el secesionismo catalán.

Pero el relato tiene también su propia lógica, y no cabe incumplirla sin generar el estupor del espectador, primero, y su desinterés, después

En efecto, el episodio, considerado en su totalidad (y no reparando tan solo en la contundente frase final y en el descalificador "idiota", que ha sido la excusa de su 'conseller' para expedientar al 'mosso'), podría pensarse que constituye una especie de parábola de lo que está sucediendo últimamente en Cataluña, en especial dentro de lo que durante mucho tiempo ha tendido a denominarse "bloque independentista" y que a la vista está que, más que bloque, es un conglomerado carente casi por completo de dirección política. Hasta ahora dicho conglomerado parecía funcionar a golpe de eslogan y de consigna, y el funcionamiento parecía ser tan inmejorable, especialmente en lo tocante a capacidad de movilización, que se había convertido en un lugar común la tesis de que el independentismo estaba ganando la llamada batalla por el relato.

Pero el relato tiene también su propia lógica, y no cabe incumplirla sin generar el estupor del espectador, primero, y su desinterés, después. Y así, los personajes del relato están obligados a tener una cierta consistencia. No pueden decir una cosa y su contraria, anunciar unos comportamientos y llevar a cabo los de signo opuesto, ser bondadosos y malvados a la vez, tolerantes e intransigentes al mismo tiempo, radicales y contemporizadores simultáneamente, etc. Y si lo son, en un primer momento es posible que el espectador conceda al relato el beneficio de la duda e intente atribuir a tales inconsistencias y contradicciones un designio oculto, secreto, que terminará por mostrarse cuando se llegue al desenlace. Sin embargo, conforme vaya comprobando que esa aparente complejidad no es otra cosa que oscura confusión, y que los guionistas van rectificando el guion sobre la marcha a medida que los índices de audiencia les informan del descenso en el interés del público, lo más probable es que decida, aburrido, desentenderse de la historia que le están contando.

Los guionistas van rectificando el guion sobre la marcha a medida que los índices de audiencia les informan del descenso en el interés del público

Es esto lo que a mi juicio parecía expresar el mosso de la anécdota. Posiblemente formaba parte de ese amplio contingente de ciudadanos catalanes de difusa sensibilidad nacionalista que empezaron creyéndose la consulta del 9-N, el plebiscito de 2015 y el referéndum del 1-O, alcanzaron a ilusionarse con lo del voto de tu vida y las estructuras de estado, pero que cuando tuvieron que asistir al espectáculo de la DUI de la república más efímera de la historia y al gobierno efectivo de la Generalitat en el exilio más fantasmagórico que se conoce es más que probable que llegaran al convencimiento de que el relato con el que se les había intentado movilizar, amén de resultar escasamente creíble, estaba absolutamente agotado, y que una cosa es confiar y otra bien distinta ser un crédulo irredento.

El relato independentista no parece, en efecto, dar más de sí. Al margen de lo cómico de la situación, cabe leer las palabras del antidisturbios como una muestra de la evolución que podrían seguir buena parte de los ciudadanos decepcionados por el mayúsculo engaño que ha significado el 'procés', esto es, el sector de los habitualmente calificados como "independentistas de buena fe". Dudo mucho que ninguno de ellos cambie de bloque (ni siquiera de conglomerado), al menos en primera instancia. Tiendo a pensar más bien que rumiarán su decepción en soledad, retirándose electoralmente al balneario de la abstención y lamiéndose las heridas de su íntima frustración en los cuarteles de invierno de la esfera privada. A fin de cuentas, los estudios que nos informan del nivel social de los votantes de las diferentes opciones señalan que la mayor parte de los independentistas se lo puede permitir. O, si prefieren plantearlo con los términos del principio: perder la fe sin duda puede resultar traumático para quien había residenciado en ella el sentido de su vida. Pero el trauma es más llevadero si el descreído encuentra cobijo en una realidad confortable. Como parece ser el caso.

Supongo que autocitarse no es del todo malo si se hace con buena intención. Por ejemplo, con la de autocríticarse. Lo mostraré mediante un ejemplo que, aunque empieza a quedar ya un poco atrás en el tiempo y ha dado pie a bastantes comentarios, conserva intacta todavía toda su capacidad de ilustración. Cuando escribí la frase con la que terminaba mi artículo de hace unos días 'Esto lo arreglaba yo enseguida', a saber, "en ocasiones es imprescindible perder la fe para entrar en razón", ni se me pasaba por la imaginación que iba a ser un mosso d'esquadra (¡un mosso!) quien formulara la misma idea con mucha más contundencia y claridad que yo. Su "la república no existe, idiota", dirigida al manifestante que se resistía a moverse del sitio apelando a que estaba defendiendo la república, constituye una sonora bofetada de principio de realidad en la mejilla de una sonrosada ensoñación.

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