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Francesc de Carreras

La funesta manía de escribir

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Un partido sin convicciones

Las muchas y diversas cosas que pasan solo se explican desde los erráticos inicios. Lo que sucede no es incomprensible, es perfectamente explicable

Foto: Pedro Sánchez. (EFE/Fernando Alvarado)
Pedro Sánchez. (EFE/Fernando Alvarado)
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En la política española pasan muchas cosas, pasan tantas que hasta se nos olvidan con rapidez. Y estas cosas suelen ser contradictorias, no tienen una dirección precisa ni una coherencia estratégica entre sí. No hay una idea concreta de hacia dónde va España, ni en política interna, ni en política internacional, ni en política económica. Es una política de ahí te pillo, ahí te mato. Es la improvisación constante sin un discurso bien hilado que nos proporcione seguridad y tranquilidad.

Esta situación no es una sorpresa, así debía ser el discurrir de la política española desde la apresurada moción de censura de 2018 que descabalgó a Rajoy pero no podía —ni siquiera lo intentó— trazar un programa político coherente. Hubo elecciones anticipadas al año siguiente, pero la ocasión de emprender otro rumbo la desperdició Ciudadanos al negarse a formar Gobierno con el PSOE, entre ambos partidos sumaban 180 diputados, una mayoría confortable y de ideas compatibles: en realidad el programa estaba escrito desde 2016; entonces lo intentaron, pero los números no les daban.

La codicia cegó a Rivera, en la repetición de elecciones su partido se desmoronó y Sánchez, con la misma ambición e inconsciencia de 2018, se lanzó otra vez a una piscina sin agua o, mejor dicho, con una agua en que se mezclaban el nacionalismo independentista y el populismo de Podemos, coincidentes ambos en destruir la Constitución o, si ello no era posible, socavar las bases de nuestra democracia y debilitar al Estado para, en el momento oportuno, proceder a su demolición.

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En esa situación estamos hoy. Las muchas y diversas cosas que pasan solo se explican desde estos erráticos inicios. Lo que sucede no es incomprensible, es perfectamente explicable.

Por ejemplo, se explica perfectamente lo sucedido con el CNI. Recordemos. Un reportaje de 'New Yorker' da la noticia de unas supuestas escuchas ilegales a más de sesenta independentistas catalanes. Se basa en un informe de un instituto de investigación de una universidad canadiense en el que colabora un conocido activista del independentismo.

De entrada, conociendo cómo actúan los actuales nacionalistas catalanes, había que darle una mínima credibilidad. Pero el instrumento por el cual habían sido presuntamente espiados es el denominado Pegasus, solo accesible, en principio, a los Estados, no a los particulares. Se acusa, por tanto, de inmediato a los servicios de inteligencia españoles, al CNI, de espionaje político ilegal. Hay que demostrar que España es una democracia muy defectuosa.

La reacción normal del gobierno español debería haber sido negarlo y, a continuación, consultar con la dirección del CNI qué puede haber de verdad en ello. En cambio, durante los primeros días, el Gobierno admite —al menos no rechaza— que la versión del 'New Yorker' es cierta; los medios de comunicación, en general, también, el foco se centra en el CNI y no en la posibilidad más que probable de que todo hubiera sido una trampa urdida desde el independentismo catalán. En Cataluña el escándalo es infernal: se vuelve a los años previos al 'procés' en los cuales ya se decía que España era una democracia de ínfimo nivel.

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Total, quien paga el pato es la directora del CNI, una ejemplar funcionaria de este organismo durante treinta años, respetada por todos los que la trataron y conocieron en el ejercicio de sus funciones. Encima, para más recochineo, se dice que es "sustituida", no "cesada". Rufián sonríe satisfecho desde su escaño: han ganado los mentirosos, pierden los honestos. El 'procés' sigue.

Al fin, los que tuvieron durante algún tiempo intervenidas sus comunicaciones fueron algo más de una docena —no cinco veces más, como decía el 'New Yorker'—; todas las intervenciones fueron autorizadas por el juez competente —un magistrado del Supremo de una integridad moral y competencia indiscutida— y, simplemente, no había caso, todo se había llevado a cabo conforme a la ley y el CNI cumplía con su obligación de velar por seguridad del Estado y de los españoles.

El caso, el grave caso, es que el Gobierno, Pedro Sánchez en concreto, actúa bajo las órdenes de sus socios parlamentarios y de sus socios de Gobierno cuando a estos les conviene. Una vez más. Desde el 1 de junio de 2018. A esto se le llama debilidad gubernamental, burla al Estado, triunfo de quienes quieren destruirlo.

Pero hay otros casos. Por ejemplo, no duden de que los ataques recientes por el corto y, a mi parecer, discreto viaje de D. Juan Carlos —no se instaló en el Ritz de Madrid, sino en casa de un amigo en Sanxenxo— son ataques al rey Felipe VI y a la monarquía parlamentaria para eliminar una institución como paso previo al cambio de Constitución que dará lugar a una democracia populista: un parlamento devaluado, unos jueces controlados por un ejecutivo fuerte y presidencialista, además de una Cataluña independiente o lo que más le convenga a los nacionalistas: ya se ha visto cómo mandan y se les dejará elegir.

Lo más grave que ha sucedido en este viaje del rey ha sido casi silenciado: son las palabras de la ministra portavoz alegando que D. Juan Carlos "nos debe una explicación". En nombre de quien habla: ¿del Gobierno, ya que es su portavoz? ¿De los españoles aunque no tenga autoridad para eso? ¿En su propio nombre, como la señora que dijo lo mismo junto a la ventanilla del coche? Este Gobierno, y sus componentes, empezando por el de más arriba, no tienen categoría para gobernar, son amateurs de la política, simples agitadores.

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Pero, además, le preguntaría a esta ministra portavoz, que el que "nos debe una explicación" respecto a la nueva posición de España en el asunto del Sahara Occidental, es Pedro Sánchez. Nos enteramos del asunto a través de una carta traducida del francés por las máximas autoridades marroquíes. Una vergüenza inaudita, una prueba más del amateurismo político del que hablábamos antes.

En poco más de un par de semanas, habrá elecciones autonómicas en Andalucía. Todos los sondeos auguran un mal resultado para el PSOE, las razones seguramente son varias, entre otras el caso de los ERE, sobre el que se dictará sentencia próximamente. Pero la razón principal de la derrota, o debacle, es a mi parecer el Gobierno Sánchez y el PSOE trasformado desde que el presidente de ese Gobierno lo encabeza. Como tantos socialistas dicen, este PSOE no es el de antes, no es el partido al que solían votar, y la culpa es de quien accedió a su máximo mando en unas primarias celebradas en la primavera de 2017.

Las primarias no representan a todo un partido; aparato mediante, representan solo a unos militantes que buscan, antes que nada un cargo, una solución económica a su vida profesional. Vividores de la política. Este es el partido que ha construido Pedro Sánchez, sin ideas, sin principios, sin convicciones. Ha olvidado que un partido también se compone de votantes, estos sí con convicciones, y no tenerlos en cuenta conduce indefectiblemente a la derrota que puede ser, en algunos casos, honorable, pero que en este será ignominiosa.

En la política española pasan muchas cosas, pasan tantas que hasta se nos olvidan con rapidez. Y estas cosas suelen ser contradictorias, no tienen una dirección precisa ni una coherencia estratégica entre sí. No hay una idea concreta de hacia dónde va España, ni en política interna, ni en política internacional, ni en política económica. Es una política de ahí te pillo, ahí te mato. Es la improvisación constante sin un discurso bien hilado que nos proporcione seguridad y tranquilidad.

Centro Nacional de Inteligencia (CNI) Pedro Sánchez PSOE