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Putin, ¿Dónde están las llaves?
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Juan José Cercadillo

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Putin, ¿Dónde están las llaves?

Tanta política de declaración, de pose y de pancarta está acabando con la política de la verdadera decisión, la ejecución y la eficacia

Foto: Vladimir Putin y Alberto Ruiz Gallardón en el Ayuntamiento de Madrid en febrero de 2006. (Telemadrid)
Vladimir Putin y Alberto Ruiz Gallardón en el Ayuntamiento de Madrid en febrero de 2006. (Telemadrid)

Una vez en mi vida he tenido que pedir a alguien que me devolviera las llaves de casa. Certifico que es un trance desagradable cuyo origen no cabe sino achacar a la entrega de las mismas. Obró dicha entrega tras perfecta ejecución procedimental y reglamentaria de la previa decisión. Decisión que resultó adoptada, según ahora recuerdo, como consecuencia de un ejemplar ejercicio de democracia interna. No conservando diario de sesiones de mis debates plenarios de juventud, conservo con cierta frescura el resultado de las votaciones. Con veinticinco años votaron apasionadamente mis hormonas que por entonces suponían el grupo mayoritario de mi asamblea. No hubo unanimidad por la sorprendente abstención de mi mente racional, que entendí meses más tarde, y el vehemente voto en contra de mi amígdala que, luego comprendí, veía peligrar el carrusel de emociones juveniles que tanto protagonismo le habían dado en debates y decisiones cruciales hasta entonces.

Foto: Manifestación en Madrid por la defensa del campo. (EFE/Luca Piergiovanni) Opinión
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Aires de protesta
Juan José Cercadillo

La entrega material de la distinción más importante que había concedido hasta la fecha, no eran de oro, pero eran mi bien más preciado por entonces, se produjo apenas un par de días después de la toma de la decisión. Debo decir que mi resolución fue bastante bien acogida en mi entorno y que apenas se generaron manifestaciones críticas ni siquiera entre el colectivo más afectado, el de los amigos recalcitrantemente solteros, tal era la belleza de la elegida. En una ceremonia austera, pero solemne y tras la protocolaria cena en el chino más caro del barrio -engalanado para la ocasión con una rosa de plástico y una vela, también de chino- se consumó el acto. Me refiero, que quede claro, a la entrega de llaves sin poder desmentir tajantemente ahora la influencia de las exitosas consumaciones del otro acto en el origen de la propuesta que nos ocupa. Tenía, repito, 25 años.

Menos de un año más tarde determinadas circunstancias que no vienen al caso reabrieron el debate sobre la extrema facilidad que tiene alguien de invadir tu intimidad si se encuentra en posesión de las llaves de tu casa. Y no era la única razón para elevar el tono de protesta de cada vez más regidores de mi cerebro. La repetición de determinados actos, algunos ya referidos, la falta de costumbre en el trato de la frecuente compañía o la mera amenaza de su sorpresiva aparición sin el parapeto de una puerta cerrada que la hiciera desistir de su visita fueron minando la voluntad de mis más empecinadas neuronas. Hasta que la dedicación exclusiva de la rebelde amígdala, demandante ya de otras emociones, elevaron la propuesta de la retirada de las llaves con tal índice de respaldo que nada pudo evitar que me avocaran a tener que trasladar el desdicho y pedir que me fueran devueltas las llaves que con tanta ilusión habían sido concedidas. Compartidas, a mejor y más ajustado decir por mi parte.

Foto: Vladimir Putin y Alberto Ruiz Gallardón recibiendo la Llave de Oro en 2006. (Telemadrid)

También recuerdo el momento en el que planteé la situación de la innegociable marcha atrás. La solicitud resultaba violenta, los argumentos débiles, el nivel de sorpresa de la reclamada inabordable. Quizá la decisión de plantearlo en la misma mesa del chino donde se produjo la entrega no estuvo del todo bien pensada. Fallo mío. Su reacción fue similar a mi petición: violenta. Volaron rosas y velas, rollitos y pan de gambas. Ciertos insultos locales, en el tono universal en el que fueron vertidos, debieron resultar entendibles vista la radical y permanente desaparición de la sonrisa de las dos hijas de Yuan que siempre atendían la sala con la misma cara que salía en las bolsas de las patatas Risi. La dureza del trance aún me pellizca el estómago. Y han pasado casi 25 años. Y mi novia no era Vladimir Putin.

El actual asunto de las llaves, y el recordar que no lo era, trajeron hoy aquel lance a mi memoria. Y me tiene descorazonado. No duermo pensando en el alcalde. Pensando en que llegará el momento en el que tenga que presentarse en Moscú a reclamarle las llaves a Putin que tiene nuestras desde hace dieciséis años. Imagino ese palacio zarista, cuya dimensión no ayuda a una rotunda presencia del edil. Y pienso en esa mesa tan larga y que, sin ser tan alta, puede que le llegue al cuello. Metafóricamente me refiero. Esas banderas y ese himno de Rusia, esos soldados armados, esos burócratas expertos en fruncir el ceño, todo orquestado para dar miedo. Esos bombones de polonio al alcance de la mano. Esa sonrisa de Putin tras acabar el traductor, no sé yo si yo la aguantaría. Supongo que va en el cargo los riesgos que genera la alta diplomacia, pero no quisiera estar en el pellejo del alcalde. Confío en que no muera en el intento. Espero que no sea goloso y vuelva con el trofeo.

placeholder Una inmensa mesa separa a Putin de Macron en el encuentro que ambos mandatarios mantuvieron a principios de febrero. (Reuters)
Una inmensa mesa separa a Putin de Macron en el encuentro que ambos mandatarios mantuvieron a principios de febrero. (Reuters)

Porque intentarlo, entiendo yo, tiene que hacerlo seguro. Si decidimos quitarle las llaves de la ciudad habrá que ir a por ellas. Se me ocurre que como fue suya la propuesta quizá se ofrezca voluntaria Rita Maestre para el encargo. Igual Putin para no sentirse humillado por tan trascendente resolución decida parar la guerra. Quizá le entre la cordura ante tan lacerante dictamen municipal y compense a Ucrania con una ejemplar reconstrucción y al resto de Europa con gas a mitad de precio.

Conozco pocos jefes de la KGB personalmente, pero he visto suficientes documentales y películas para apostar a que Putin no va a devolver ninguna llave. Conozco pocos políticos personalmente, pero he visto suficientes telediarios, discursos y debates parlamentarios para apostar a que nadie va a ir a hacer valer físicamente la resolución casi unánimemente adoptada.

No digo que no haya que hacerla, pero tanta política de declaración, de pose y de pancarta está acabando con la política de la verdadera decisión, la ejecución y la eficacia. Puede que no tenga razón, pero al menos nadie podrá negar que las primeras están ocupándoles, de unos años para acá, demasiado valioso tiempo. En todos los frentes, en todos los ayuntamientos y en todos los parlamentos.

No sé ni dónde están ni dónde acabarán las llaves, pero tiene mucha pinta de mentira que alguien vaya a quitarle las de nuestra ciudad a Putin. Otra declaración de intenciones, tralará.

Una vez en mi vida he tenido que pedir a alguien que me devolviera las llaves de casa. Certifico que es un trance desagradable cuyo origen no cabe sino achacar a la entrega de las mismas. Obró dicha entrega tras perfecta ejecución procedimental y reglamentaria de la previa decisión. Decisión que resultó adoptada, según ahora recuerdo, como consecuencia de un ejemplar ejercicio de democracia interna. No conservando diario de sesiones de mis debates plenarios de juventud, conservo con cierta frescura el resultado de las votaciones. Con veinticinco años votaron apasionadamente mis hormonas que por entonces suponían el grupo mayoritario de mi asamblea. No hubo unanimidad por la sorprendente abstención de mi mente racional, que entendí meses más tarde, y el vehemente voto en contra de mi amígdala que, luego comprendí, veía peligrar el carrusel de emociones juveniles que tanto protagonismo le habían dado en debates y decisiones cruciales hasta entonces.

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