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Reyes, rayas, pajes y pajas
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Juan José Cercadillo

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Reyes, rayas, pajes y pajas

Madrid se vuelve paradigma donde salir todos quemados. Con su centro colapsado, sus tiendas a verles venir y su asfalto convertido en campas de aparcamiento. Termina la etapa más frenética para la capital, por fin

Foto: Cabalgata de Reyes en Ciudad Lineal. (EFE/Fernando Villar)
Cabalgata de Reyes en Ciudad Lineal. (EFE/Fernando Villar)

De nuestro rey discursando en las televisiones de todos a los que vienen de Oriente discurriendo por las calles de unos pocos, se hace la Navidad vía crucis por todos los centros de España. De la seriedad y la corbata al desmadre pintoresco de Baltasares pintados y Gaspares de otro sexo nos pasan dos semanitas con calles y aparcamientos compitiendo en concurrencia con el establo original, que inspiró tanta movida, el día del alumbramiento. Iluminan nuestras colas, nuestro enfado de residentes a la caza de algún sitio donde dejar nuestro coche, millones de lucecitas colgadas de las farolas. Turistas también alumbrados, iluminados diría, incapaces de evitar la atracción de colorines, acaban igual de fritos que mosquito en farolillo tras su expedición al gran meollo artificioso del espíritu navideño. Madrid se vuelve paradigma donde salir todos quemados. Con su centro colapsado, sus tiendas a verles venir y su asfalto convertido en campas de aparcamiento. Filas absurdas de coches, inmóviles, estáticas durante horas bajo palio de unas luces que inspirarían paciencia, amor, comprensión y perdones para todos y acaban por exacerbar al más tranquilo de los pajes en su misión, o sumisión, familiar de hacer de reno.

Foto: El Rey Melchor saluda durante la Cabalgata de Reyes 2022 en Madrid. (EFE/Miguel Oses).
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Concentran muy pocas calles ese componente estético que requiere un buen anuncio o una escena de Love actually. Y ahí que acudimos todos esperando que el consumo, el roce casi obligatorio de congéneres del paseo, las colas en el McDonalds, los disturbios del Primark y el casi seguro atropello de un patinete desbocado emborronen en lo menos nuestro compromiso social de honrar la Navidad con el colapso del centro. Moderno Belén viviente en el que parece que pagan a cualquiera que se acerque al calor almibarado que regalan estos días luces y puestos de castañas, Metros llenos y calefacciones de comercios incumpliendo algún decreto.

Impresiona la marabunta en marcha, unísona y frenética, famélica de sus regalos. Como ratones de Hamelin siguen absortos la melodía de flautas de mejores mundos que llevan sonando en sus teles, en modo de anuncio perverso, desde el uno de noviembre invadiendo su cerebro de deseos estrambóticos y necesidades vacuas, y que todos nos justificamos en el sorprendente contexto de demostrarnos cariño a uno mismo y a los otros.

Foto: La Puerta del Sol, preparada para las campanadas de Nochevieja. (EFE/Juan Carlos Hidalgo) Opinión
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La costumbre está instalada. Nace y se monta el Cristo en conjunción temporal con el solsticio de invierno. En un círculo vicioso, que nadie sabe dónde nace, marcas, políticos y prensa; comercios, productores de azúcar y Hacienda; transportistas, fuerzas de seguridad e Iglesia nos confinan dos semanas probándonos su poder y su capacidad de exprimido. Nos meten en una zona cero intelectual donde quitarnos las máscaras y contagiarnos del virus de aspirar a vernos alguien después de comprarnos todo. Cero, también, por ser el dígito al que les dejan los bolsillos, cuando no a menos bastante, a todos aquellos cuya precaria economía claudica sin poder negarse a tanta presión social dominante.

Foto: Una mujer haciendo roscones. (EFE/Zipi Aragón)

Niños al alcance de sus móviles resultan un blanco fácil para el extraordinario tino de un algoritmo sin alma. Aparece en sus pantallas exactamente lo que quiere, en el momento oportuno, en conjunción maquiavélica con los deseos de los otros que le rodean, convirtiendo a tiernos niños en máquinas de pedir perfectas. Y ejercen su dictadura conscientes de lo que mandan desde hace un par de décadas. Lloros se vuelven sonrisas, en un sublime chantaje, y aunque sea a precio de oro hay que afrontar las reglas de esta nueva paternidad prepago. No hay padre que se resista ni cuenta que no se resienta. El miedo a la exclusión social que da no tener un Tamagochi, la amenaza del desprecio a unos padres inservibles, la violencia subrogada de cogerse con trece años la más mortal de las cogorzas fuerzan a estirar tarjetas de crédito hasta que estallen los plazos. Esos livianos plásticos, que pesan más cuanto más vacías, son de los peores virus para enfermar economías que tienen la necesidad de ser revisadas a diario. Dieces por ciento cada mes dan frutos muy venenosos y Navidad es tiempo de siembra y abono hay por doquier, ¿o no huelen este mundo?

Foto: Luces de navidad en Madrid (EFE/Mariscal)

Nos pasamos de la raya haciendo de buenos reyes. Camellos en cada esquina distribuyen gramo a gramo ilusiones suficientes para que el iluso, ni muera, ni logre desengancharse. Desde el amor fraternal, a los futuros cambios, de edificantes propósitos de nuestra azarosa vida envueltos en papelinas, hasta los juegos de azar hechos para nosotros envueltos en papeletas. Vicios o salidas, depende desde donde mires, que también, tan bien, vertebran estas fiestas. Grano para muy pocos en el inmenso pajar que viene siendo una lotería diseñada para recaudar. Cuentos de la lechera por casi todos los rincones que monetizan salud después de darte una leche contra la realidad estadística de ese 0,001. Por cierto que reeditamos ahora en sonámbula ludopatía invocando algo de oro por hacer honor al Niño y nos responden los Reyes con más incienso y más birrias.

Foto: Uno de los mejores brunch de Madrid. (Llama Inn)

Acaba este ciclo loco que tiene su lado bueno. La anestesia navideña rebaja algunos dolores endémicos por estas fechas. Más de los que parece le sacan tajada al asunto. Comercios y restaurantes cobran el enorme esfuerzo de estar disponible estos días. Yo me alegro. Los réditos de la política, con sus exámenes a la vista, también resultan evidentes y multiplican los actos de carácter gratuito, los espacios para el ocio, la oferta para los niños con recursos limitados. Aun con tanto inconveniente Navidad, como mercado, sobrevivirá al cristianismo con este nuevo formato. La cuestión espiritual en la que se basaba todo me pasa desapercibida con tanto ruido en el centro. Y no digo que no exista, pero la contamos poco.

De nuestro rey discursando en las televisiones de todos a los que vienen de Oriente discurriendo por las calles de unos pocos, se hace la Navidad vía crucis por todos los centros de España. De la seriedad y la corbata al desmadre pintoresco de Baltasares pintados y Gaspares de otro sexo nos pasan dos semanitas con calles y aparcamientos compitiendo en concurrencia con el establo original, que inspiró tanta movida, el día del alumbramiento. Iluminan nuestras colas, nuestro enfado de residentes a la caza de algún sitio donde dejar nuestro coche, millones de lucecitas colgadas de las farolas. Turistas también alumbrados, iluminados diría, incapaces de evitar la atracción de colorines, acaban igual de fritos que mosquito en farolillo tras su expedición al gran meollo artificioso del espíritu navideño. Madrid se vuelve paradigma donde salir todos quemados. Con su centro colapsado, sus tiendas a verles venir y su asfalto convertido en campas de aparcamiento. Filas absurdas de coches, inmóviles, estáticas durante horas bajo palio de unas luces que inspirarían paciencia, amor, comprensión y perdones para todos y acaban por exacerbar al más tranquilo de los pajes en su misión, o sumisión, familiar de hacer de reno.

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