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Miredondemire
Por
A dos velas
Casi doscientos años después de su domesticación hoy todo funciona con electricidad. O nos ponemos las pilas o nos quedamos a dos velas
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Vivimos en un mundo eléctrico. Y no solo por la velocidad a la que vamos últimamente. Todo tiene que ver con ese efecto invisible que produce la capacidad de algunos materiales para perder o ganar electrones sin perder su composición original. Siglos de observación, acumulación de descubrimientos, nos trajeron hace cien años a la normalidad de generar luz o movimiento con el milagro de la diferencia de tensión entre dos extremos de un cable de cobre. Ese viaje, a la velocidad de la luz -y de ida y vuelta desde Tesla, Nikola no la empresa de Musk, que inventó la corriente alterna-, transformó y mecanizó nuestro planeta. La fuerza del vapor de agua en los ingenios mecánicos la sustituyó la microscópica e imbatible fuerza de los electrones buscando su sitio. Un prodigio de la técnica, la piedra filosofal de la energía, la solución perfecta para exponenciar nuestra capacidad de trabajo.
Casi doscientos años después de su domesticación, hoy todo funciona con electricidad. Los vehículos a motor de combustión que resultaban la única alternativa generalizada también se están convirtiendo al "electricismo". Los trenes fueron los primeros y ahora le siguen en imparable procesión, turismos y vehículos industriales, lo que aumentará la demanda, teniendo en cuenta que se estima que existen unos 1.500 millones de automóviles circulando por el mundo y hemos proscrito los carburantes fósiles.
Nuestra batalla por mantenernos en una franja climática favorable, alrededor de los 22 grados, durante todo el año, luchando contra las estaciones de nuestro planeta y nuestras respectivas latitudes, suponen otra fuente de demanda eléctrica que ha crecido sin control las últimas décadas.
Pero quizá el motivo de consumo menos obvio y de más progresión los últimos, y los próximos años, fue la aparición de internet. La globalización de su uso, la versatilidad de sus aplicaciones, la necesidad de mantener permanentemente viva la capacidad de comunicarse o informarse, la disponibilidad inmediata de todo el conocimiento humano en cualquier terminal, la obsesión por registrar actividades del mundo real y del virtual para analizarlas al microsegundo y monetizarlas el instante después, son algunos de los motivos por los que el almacenamiento de datos y su gestión están viviendo una revolución. El mundo se prepara para hacer una copia de seguridad de sí mismo, de la vida de todos los que por él pasamos. La trazabilidad de nuestras actividades, su almacenamiento, requiere de ingentes cantidades de energía. Y agua, por cierto. La refrigeración de esas instalaciones y la alimentación de los servidores exigen por metro cuadrado cien veces más de potencia eléctrica que la actividad de oficinas, por ejemplo, y multiplica por más de 20 el de la logística.
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Para atender esta demanda, ya desbocada, pero que apunta a un factor multiplicador que no sabemos bien dónde podrá llegar, se requieren tres elementos que podría haber apuntado perfectamente el Quevediano Perogrullo: producción, transporte y distribución de la energía. La producción está enfocada hacia la sustitución de las centrales térmicas -de carbón o gas- y las nucleares -de fisión nuclear- por otras fuentes más sostenibles y menos contaminantes o peligrosas. La ineficiencia de esas nuevas fuentes, que venimos subvencionando desde hace años, parecen caminar hacia su optimización, aunque siguen planteando el grave problema del almacenamiento, imprescindible y caro, al ser su producción no constante. Aun así, parece que España no tiene un problema de producción. Seguimos exportando. El debate, que habría que zanjar de inmediato con el simple argumento de no darnos un tiro en el pie, sobre el cierre de las centrales nucleares, no deberíamos permitir que se soslaye. Porque sabemos que vamos a consumir toda la energía que podamos producir y más, y su abaratamiento nos hará más competitivos y atractivos para la inversión, lo que garantizará el empleo. Debemos prepararnos para este nuevo orden mundial con el que nos amenazan.
La producción no es un problema en tanto en cuanto está liberalizada la generación de energía. Aun con muchas limitaciones en cuanto a informes medioambientales, capacidad de conectarse a las líneas existentes, precios del suelo, etc. parece que la capacidad de producir acompañará los próximos picos de demanda. Aunque con el BOE en la mano y la ideología en la cabeza somos capaces de cualquier cosa.
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Donde no hay discusión de dónde tenemos un problema, y muy grave, es en el transporte. La electricidad, mal explicado, es como el agua. La puedes tener en un sitio, pero hay que llevarla al punto de consumo, lo que exige miles de kilómetros de "tuberías" repartidas por toda España. Se estiman casi 50.000 kilómetros de líneas eléctricas en España y 80 millones de kilómetros en todo el mundo. Parecería que los deberes están hechos, pero el grosor de los cables, como el de las tuberías del agua, limitan la cantidad de energía que se puede transportar.
La inversión en este tipo de infraestructuras está regulada. La propiedad de las líneas es de la empresa estatal Redesa (Red Eléctrica Española) desde 1985 y solo ella puede construir y poseer líneas de transporte de electricidad. Por ley tiene limitada su capacidad de inversión en un porcentaje del PIB nacional. Concretamente, el 0,065%, lo que supone apenas 1.000 millones de euros el año pasado, claramente insuficiente para la ingente cantidad de peticiones de suministro cursadas ante las empresas distribuidoras.
Transportada a subestaciones eléctricas, se inicia la distribución, ya a menor tensión, hasta los centros de transformación donde queda lista para comercializar. La distribución es un negocio regulado por el Estado y en manos de un oligopolio que tiene repartidos los territorios como si fueran cortijos. Hay cerca de trescientas, pero son cinco distribuidoras importantes las que acaparan el mercado que después les facilita el negocio de la comercialización: Endesa, Naturgy, Repsol, EDP e Iberdrola. Sufren las fuertes limitaciones que les impone la regulación en dos aspectos vitales: la extraña, estricta y absurda forma de tramitación de las viabilidades de suministro y la limitación presupuestaria que les impusieron para que la repercusión de las nuevas infraestructuras no aumentara la factura mensual de la luz de los votantes, perdón de los domicilios. El 0,13% del PIB. Unos 1.800 millones de euros. Un argumento político que vamos a pagar caro.
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Desde octubre se espera el nuevo plan de inversiones estatal que tiene carácter quinquenal. Red eléctrica tiene que publicar qué peticiones de las comunidades autónomas atiende y cuáles no. Y a partir de ahí las distribuidoras decidirán sus propias inversiones adaptadas a la nueva red de transporte. Nos tenemos que poner las pilas porque después queda el infierno administrativo de licencias, estudios medioambientales, expropiaciones o servidumbres para construirlo todo. Años. Llegamos tarde, como casi siempre en los temas más importantes. Además, si yo tuviera que materializar la descentralización a cualquier precio, lo tendría claro. Alguno o alguna, me temo, se iba a quedar a dos velas.
Vivimos en un mundo eléctrico. Y no solo por la velocidad a la que vamos últimamente. Todo tiene que ver con ese efecto invisible que produce la capacidad de algunos materiales para perder o ganar electrones sin perder su composición original. Siglos de observación, acumulación de descubrimientos, nos trajeron hace cien años a la normalidad de generar luz o movimiento con el milagro de la diferencia de tensión entre dos extremos de un cable de cobre. Ese viaje, a la velocidad de la luz -y de ida y vuelta desde Tesla, Nikola no la empresa de Musk, que inventó la corriente alterna-, transformó y mecanizó nuestro planeta. La fuerza del vapor de agua en los ingenios mecánicos la sustituyó la microscópica e imbatible fuerza de los electrones buscando su sitio. Un prodigio de la técnica, la piedra filosofal de la energía, la solución perfecta para exponenciar nuestra capacidad de trabajo.