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Basta ya de improvisaciones, necesitamos regular las emergencias
El apagón vuelve a poner sobre la mesa la necesidad de regular las emergencias, especialmente en lo relativo a los plazos procesales y administrativos. La decisión del CGPJ de liderar la solución fue consecuencia del silencio de Justicia
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No sabemos por qué se produjo el apagón del 28 de abril y probablemente nunca lo sepamos. Ignoro si es posible saberlo o si lo que hay es una voluntad consciente de que no se sepa. La ausencia de transparencia en la comunicación gubernamental es marca de la casa, propiciando un debate teórico que permite desviar responsabilidades. De hecho, el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) el 3 de mayo hizo público un estudio sobre la posición de los ciudadanos ante el apagón, en el que resultó que 6 de cada 10 encuestados aseguraban que faltaron explicaciones sobre el alcance y sus causas. Teniendo en cuenta la falta de credibilidad de la institución dirigida por Tezanos, ese dato, ya de por sí negativo, seguramente haya sido suavizado y nos encontremos ante un escepticismo mayor de la ciudadanía. Al desconocimiento hay que sumar inseguridad y desconcierto.
El BOE publicó el 29 de abril la Orden INT/399/2025, de 28 de abril, por la que se declaraba la emergencia de interés nacional en el territorio de diversas comunidades autónomas como consecuencia de la interrupción del suministro eléctrico del día anterior. Dicha orden se dictó como consecuencia de la solicitud expresa de las comunidades autónomas de Andalucía, Extremadura, La Rioja, Madrid y Murcia. Esta declaración, conforme a lo establecido en la Ley 17/2015, de 9 de julio del Sistema Nacional de Protección Civil, implica que deba ser el Ministerio del Interior quien dirija la emergencia, ordenando y coordinando las actuaciones y la gestión de todos los recursos estatales, autonómicos y locales del ámbito territorial afectado. Con el precedente de la DANA y la falta de reflejos del gobierno de Mazón en la gestión de la crisis —que está siendo investigada penalmente, al menos en relación con sus subordinados no aforados—, los presidentes de las comunidades autónomas que consideraron que en sus territorios podían darse situaciones de especial gravedad, solicitaron la intervención del Estado Central.
Llama la atención que, después de las catástrofes que han sucedido en los últimos cinco años, sigamos sin una ley que regule las situaciones de emergencia y sus diversas consecuencias. Cuando la naturaleza actúa, no solo se producen dificultades en los suministros, desplazamientos y en la seguridad de las personas, sino que también se hace imposible realizar trámites administrativos perentorios, cumplir plazos procesales o atender a requerimientos sometidos a plazo. La pandemia, Filomena, la erupción del volcán de La Palma y un apagón eléctrico generalizado durante más de una jornada laboral: todos ellos fueron casos excepcionales, pero próximos en el tiempo y con consecuencias graves y directas para la vida de las personas.
La caótica gestión de la pandemia —especialmente tras los primeros meses—, dejando en manos de las Comunidades Autónomas la gestión de una crisis sanitaria global, provocó situaciones de desigualdad interterritorial y de inseguridad jurídica (no olvidemos que los distintos Tribunales Superiores de Justicia dictaron resoluciones contradictorias ante la falta de previsión normativa generando situaciones sociales muy dispares). Sin embargo, no hemos aprendido de los errores. A día de hoy, con 121.760 muertes a nuestras espaldas, nuestro marco normativo sigue siendo la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de medidas especiales en materia de Salud Pública —con sus escuetos cuatro artículos— y la Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad, ambas clamorosamente insuficientes. El legislador de los ochenta no podía prever la globalización demográfica y los rápidos movimientos de personas entre territorios, por lo que no se pudo contemplar la posibilidad de contagios tan generalizados. De hecho, la Sociedad Española de Epidemiología ha advertido recientemente de que el marco normativo español es insuficiente para afrontar una nueva crisis como la de la COVID-19. Si vuelve a suceder algo parecido, tendremos más experiencia, pero nos enfrentaremos a la misma inseguridad jurídica que padecimos durante dos años.
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Las consecuencias de las crisis de "fuerza mayor" afectan a derechos fundamentales y a la economía de familias y empresas. En los días previos a la declaración del Estado de Alarma el 14 de marzo de 2020, la situación en los juzgados fue de auténtico caos. Se produjo una "parálisis por análisis" tanto del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) como del Ministerio de Justicia, impidiendo que los Tribunales Superiores de Justicia adoptaran decisiones y dejando, finalmente, en manos de cada juez particular la decisión de qué hacer con las actuaciones judiciales, generando, cómo no, caos y desconcierto. Es más, cuando, por fin, hubo indicaciones, la falta de coordinación llevó a que desde el Ministerio de Justicia se dieran instrucciones distintas a las ofrecidas por el CGPJ.
El pasado día 28, el Gobierno de España no dijo absolutamente nada acerca de la suspensión de los plazos administrativos ni procesales. La Comisión Permanente del nuevo CGPJ —más espabilado y resabiado con las crisis que el anterior—, el día después del apagón, acordó la suspensión de los plazos procesales de todos los órganos judiciales del país durante los días 28 y 29 de abril, sin perjuicio de la celebración de los urgentes, inaplazables o necesarios para la protección de derechos fundamentales, siempre que pudieran realizarse con garantías. Es más, si bien dejó en manos de los órganos judiciales la decisión última de suspender las vistas, consideró que "la inasistencia de abogados, partes o personas citadas se considerará justificada". Todo el mundo celebró la decisión, sin que nadie se preguntara si el CGPJ tenía competencia legal para atribuirse la potestad de paralizar estos plazos.
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El cómputo de plazos procesales viene regulado en la Ley Orgánica del Poder Judicial, declarándose inhábiles los sábados, domingos, festivos, el mes de agosto y los días comprendidos entre el 24 de diciembre y el 6 de enero. Se prevé únicamente que sea el CGPJ el que, mediante reglamento, pueda habilitar los días declarados inhábiles en supuestos no previstos expresamente por las leyes. No existe, sin embargo, ninguna previsión legal que confiera al CGPJ la potestad de declarar inhábiles días adicionales a los establecidos legalmente, por lo que, en puridad, únicamente podría hacerlo quien tiene potestad legislativa en caso de urgencia, es decir, el Gobierno a través del mecanismo del Decreto Ley, como sucedió en pandemia con el RDLey 16/2020, de 28 de abril. Que los abogados, procuradores y funcionarios que trabajan en justicia hayamos decidido asumir la resolución de "tercero componedor" del CGPJ, no atribuye a este último la capacidad de hacerlo. Es más, haciendo una interpretación extensiva del precepto, haría falta un reglamento, no un acuerdo de la Permanente.
Decía Peter F. Druker, consultor y profesor de negocios, que "gestión es hacer las cosas bien, liderazgo es hacer las cosas correctas". Los operadores jurídicos hace mucho tiempo que no aspiramos a que alguien gestione la administración de justicia, pero sí necesitamos que alguien lidere las crisis cuando estas se producen, que es lo que ha hecho el CGPJ. El Ministerio de Presidencia, Justicia y Relaciones con las Cortes está demasiado ocupado en hacer dudar a los ciudadanos de la justicia, en actuar como abogado defensor de personas cercanas al Gobierno que están siendo investigadas por los tribunales, en destrozar la justicia con leyes sin dotación presupuestaria y en atar en corto a los jueces con proyectos de ley que buscan modificar el acceso a la Carrera Judicial. Tanta tarea le ha impedido impulsar un Decreto Ley que declare la suspensión de los plazos procesales y administrativos (estos últimos han seguido corriendo, dado que el CGPJ no ha llegado hasta el punto de extender su actuación a la vía administrativa). El sentido común de la ciudadanía y de quienes desempeñan su labor en los servicios públicos, a buen seguro que habrá reconducido situaciones injustas de expiración de plazos administrativos por fuerza mayor. Pero habrá habido quienes se hayan limitado a aplicar la ley declarando la caducidad del expediente. La inseguridad jurídica generada por la falta de liderazgo del Ministerio en un asunto de su directa competencia, es inaceptable, se haya producido el apagón por el motivo que sea.
El riesgo cero no existe y siempre pueden suceder cosas que pongan a prueba nuestra sociedad. Pero sí es evitable que se den situaciones posteriores de caos y desorganización perfectamente previsibles. Nos hace falta alguien que lidere cambios legislativos que prevean la forma de actuar en casos de emergencia. Pedir buena gestión de las crisis es, visto lo visto, algo utópico.
No sabemos por qué se produjo el apagón del 28 de abril y probablemente nunca lo sepamos. Ignoro si es posible saberlo o si lo que hay es una voluntad consciente de que no se sepa. La ausencia de transparencia en la comunicación gubernamental es marca de la casa, propiciando un debate teórico que permite desviar responsabilidades. De hecho, el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) el 3 de mayo hizo público un estudio sobre la posición de los ciudadanos ante el apagón, en el que resultó que 6 de cada 10 encuestados aseguraban que faltaron explicaciones sobre el alcance y sus causas. Teniendo en cuenta la falta de credibilidad de la institución dirigida por Tezanos, ese dato, ya de por sí negativo, seguramente haya sido suavizado y nos encontremos ante un escepticismo mayor de la ciudadanía. Al desconocimiento hay que sumar inseguridad y desconcierto.