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‘No bromeamos, somos alemanes’
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‘No bromeamos, somos alemanes’

SUMARIOS“Lo que se ventila es si Alemania ejercerá simplemente su hegemonía económica gracias a su formidable aparato productivo -el 28% del PIB de la eurozona- o

Foto: Ilustración: Carlos Aranda
Ilustración: Carlos Aranda

A primeros de 2006, en plena batalla por el control de Endesa, Air Berlín lanzó en España una campaña de publicidad con un irreverente eslogan: "No bromeamos, somos alemanes". Con tan sincero lema, la compañía aérea germana intentaba convencer a la descreída opinión pública española de que era posible volar a Berlín sin escalas por sólo 19 euros. Se desconoce si la campaña tuvo éxito, pero lo cierto es que el reclamo era atractivo porque hurgaba -para lo bueno y para lo malo- en los fundamentos de la cultura política germana.

En Alemania no se bromea, y hasta Nietzsche llegó en su día a ironizar sobre ello. El filósofo alemán sostenía que el único poeta que quedaba en Alemania era Bismarck, y lo decía no para elogiar al símbolo de la política prusiana, sino para criticar, precisamente, a la cultura alemana. Lo que cuestionaba Nietzsche era que Alemania “otrora profesora del mundo”, careciera de grandeza intelectual. “Es fuerte, nada más”, sostenía el filósofo alemán*. Y en esta misma línea, Heine -antes de partir hacia el exilio- se burlaba del autoritarismo de su país.  

Esta es, en realidad, la clave de bóveda de las elecciones alemanas. Lo relevante no es tanto quién será el próximo canciller, sino el papel que cumplirá Alemania en el mundo y, en particular, en Europa. O dicho en otros términos, lo que se ventila en los próximos años es si Alemania ejercerá simplemente su hegemonía económica gracias a su formidable aparato productivo -el 28% del PIB de la Eurozona- o asumirá el liderazgo político para trasladar el llamado ‘modelo alemán’ al resto del continente.  

No es fácil la elección. La hegemonía económica alemana pasa por devaluar los salarios en la periferia, donde la industria germana ha situado buena parte de sus centros de producción. Y una vuelta de tuerca más a los bolsillos de los países ‘satélites’ puede provocar una germanofobia de imprevisibles consecuencias. De igual forma, el liderazgo político ejercido sin contrapoderes (Francia no está para nada y Reino Unido se halla cada vez más alejado de la UE) conlleva serios riesgos derivados de la reciente historia germana.

Alemania tiene miedo -y no es necesario explicar por qué- de que la opinión pública europea la identifique como la esencia de un poder ilimitado, y de ahí que prefiera refugiarse tras la troika a la hora de dictar las recetas del ajuste. Por eso hay que entender las elecciones alemanas exclusivamente en clave interna. Sería un error hacerlo a la luz de los problemas de Europa toda vez que Berlín ha renunciado al liderazgo político y ejerce una hegemonía económica de perfil bajo, sin duda coherente con su papel de gran acreedor que no quiere que los deudores entren en bancarrota. Sólo cuando el deudor está al borde del abismo y no puede pagar las deudas, afloja la presión, como recientemente se ha manifestado con la suavización de los objetivos de déficit público.

Este puedo y no quiero -frente al habitual quiero y no puedo de la política exterior de muchos países- es lo que explica su estrategia vacilante. Alemania domina Europa, pero no quiere liderarla de forma evidente, lo que ha provocado el peor de los escenarios posibles. Una crisis larga por falta de determinación y de liderazgo. Tuvieron que pasar varios años -hasta 2010- para que los países periféricos tomaran decisiones estratégicas al margen de meros recortes formales. Y hubo que esperar a 2012 para encontrar una estrategia convincente por parte del BCE capaz de asegurar la liquidez en los mercados, y que en realidad es lo que explica el descenso pronunciado de las primas de riesgo.

La renuncia alemana a dirigir de forma resuelta Europa -el euroescepticismo es testimonial- no es flor de un día. Tiene que ver con una posición nacional que recorre transversalmente todos los partidos, y de ahí que la identidad del canciller sea casi irrelevante. Conservadores o socialdemócratas -y con ellos los partidos bisagra- han aprendido que están obligados a ser extremadamente cuidadosos a la hora de hacer políticas europeas más allá de una mayor integración económica para mejorar lo que se ha venido en denominar la gobernanza, pero sin pisar el acelerador de la integración política. El modelo federal se impone en la UE.

Y es que en Alemania, al contrario de lo que sucede en otras partes del continente, no se ve a Europa como la fuente de la fertilidad y de la prosperidad económica, sino como un gran mercado sujeto a reglas que hay que cumplir, sobre todo cuando el alto tribunal de Karlsruhe es verdaderamente un tribunal constitucional y no un mero apéndice del Gobierno, como es el caso de España. O cuando el Bundesbank, con todas sus limitaciones, ejerce de guardián de la ortodoxia monetaria gracias a su irreductible independencia. De ahí su empeño en crear una arquitectura normativa -herencia de la Alemania prusiana- capaz de obligar a los países deudores a cumplir las reglas del juego. Las deudas se pagan. Y en eso no hay bromas. Aunque, para llegar a ese objetivo, Alemania se traicione a sí misma impulsando en el exterior unas políticas económicas que van contra su propio ADN.

El milagro germano de los años 50 y 60 estaba basado en altos salarios capaces de financiar un esmerado sistema de protección social que abarcaba a estudiantes, parados y pensionistas. Y ahora lo que se busca en los países periféricos es una devaluación salarial capaz de garantizar para sus fábricas costes bajos. Y con sólo echar un vistazo al impresionante cartel de empresas germanas instaladas en España (la gran mayoría industriales y por lo tanto sometidas a la competencia exterior) se observa hasta qué punto los costes son la clave de su estrategia comercial.

Supervivencia del euro

En el fondo, estamos ante una injusticia histórica. Sobre todo si se tiene en cuenta de que el éxito económico alemán no sólo se deriva, en contra de los que suele decirse, de las célebres reformas económicas de la Agenda 2010, sino de algo mucho más profundo: un modelo de relaciones laborales imbatible y una apuesta indeleble por el sector exterior, para lo cual es esencial la supervivencia del euro. Cueste lo que cueste.

Es evidente que las cuatro leyes Hartz que pusieron al día la economía alemana en tiempos de Schröder -adelgazando el Estado de bienestar e introduciendo una devaluación de salarios- han influido en el éxito reciente de Alemania, pero sería absurdo negar los antecedentes. El hecho de que desde el año 2000 los costes laborales germanos hayan crecido quince veces menos que los de España o Grecia tiene más que ver con la estructura socioeconómica del país y con la cultura de la negociación (el papel de las pymes es fundamental) que con una política verdaderamente reformista.

La renuncia alemana a dirigir de forma resuelta Europa -el euroesceptimismo es testimonial- no es flor de un día. Tiene que ver con una posición nacional que recorre transversalmente todos los partidos, y de ahí que la identidad del canciller sea casi irrelevante

Como es conocido, Alemania llegó tarde a la revolución industrial, pero sus gobernantes pudieron aprovecharse de la experiencia de Inglaterra. Y en lugar de intentar competir con las universidades británicas de élite -un objetivo inalcanzable en aquella época- lo que hizo Alemania en la segunda mitad del siglo XIX fue construir una red de enseñanza secundaria que todavía hoy es imbatible. El célebre sistema dual hace posible que el 60% de los estudiantes que acaban su etapa escolar puedan optar a una de las 350 carreras de formación profesional existentes.

Es decir, que desde un nacionalismo fuerte la competencia fue dirigida hacia el exterior, mientras que en el interior las ventajas de la cooperación entre los agentes económicos fue la norma, lo que fue alimentado por la lealtad germana hacia el Estado. De esta manera, nació una burocracia competente sin la cual el desarrollo de la economía alemana no habría sido lo que es hoy. Y todo ello anclado en un sistema de relaciones laborales basado en la cooperación interna en las fábricas, no en la competencia meramente ideológica.

El Kurzarbeit ha permitido que el ajuste se haya hecho repartiendo el trabajo, no destruyéndolo, y este modelo de relaciones laborales está blindado. Sin duda que la cultura de la moderación y de la estabilidad política -con grandes coaliciones que no asustan a nadie y que no son un hecho extraordinario- tiene mucho que ver con ello. Habrá cambios en función de la política de coaliciones, pero en todo caso serán irrelevantes. Los alemanes no juegan al aventurerismo político.

A primeros de 2006, en plena batalla por el control de Endesa, Air Berlín lanzó en España una campaña de publicidad con un irreverente eslogan: "No bromeamos, somos alemanes". Con tan sincero lema, la compañía aérea germana intentaba convencer a la descreída opinión pública española de que era posible volar a Berlín sin escalas por sólo 19 euros. Se desconoce si la campaña tuvo éxito, pero lo cierto es que el reclamo era atractivo porque hurgaba -para lo bueno y para lo malo- en los fundamentos de la cultura política germana.

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