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"Cuando Marx puede más que las hormonas no hay nada que hacer"
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"Cuando Marx puede más que las hormonas no hay nada que hacer"

El drama socialista ha acabado en tragedia. Pedro Sánchez ha sido incapaz de gobernar su partido, al que ha dejado inane para unas nuevas elecciones. Fin de la partida

Foto: Pedro Sánchez en su última rueda de prensa como secretario general del PSOE. (Reuters)
Pedro Sánchez en su última rueda de prensa como secretario general del PSOE. (Reuters)

Contaba Julián Marías en sus prodigiosas memorias un recuerdo imborrable. Cursaba el último curso de la facultad de filosofía, y un día, tal y como hacía cada mañana, tomó el tranvía número 46 en la Plaza de Santa Bárbara, de Madrid. Fue entonces cuando subió a la plataforma, como la describe el filósofo, “una mujer espléndida, de gran belleza y atractivo, elegante y bien vestida”. El joven Marías confiesa que se quedó mirándola con complacencia.

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Instantes después el conductor del tranvía volvió los ojos para ver si los viajeros habían terminado de subir para reanudar su marcha. Y miró a la mujer, recuerda Marías, con un “odio inconfundible”. Al filósofo, confiesa, le recorrió un estremecimiento de sorpresa y consternación, y pensó: “Estamos perdidos. Cuando Marx puede más que las hormonas no hay nada que hacer”. Efectivamente, a las pocas semanas había comenzado la guerra civil.

Marías, alumno destacado de aquella facultad fabulosa en la que impartían docencia Ortega, Zubiri, García Morente o José Gaos, concluye en sus memorias: “Aquel hombre no había visto una mujer estupenda, atractiva y deseable. Había visto una enemiga”.

Es a Pedro Sánchez a quien se le fue de las manos todo el proceso cuando rodeado de mediocres fue incapaz de ordenar una discusión política de altura

Sin duda, por algo que sostenía el propio Marías, y que tiene que ver más con la prepolítica que con la política entendida como un campo de juego abierto en el que se discuten ideas. “Lo más grave fue la politización, iniciada dos años antes. Se atendía sobre todo a lo político; ante una persona, no se miraba si era simpática o antipática, guapa o fea, inteligente o torpe, decente o turbia, sino de derechas o de izquierdas”.

El Partido Socialista ha caído, fatalmente, en ese ridículo maniqueo. Quienes respaldan que el PSOE se abstenga son traidores a la causa socialista y unos vendidos al Ibex coordinados por ese sindicato de intereses que forman Cebrián y Felipe González. Quienes reclaman la solución Frankenstein, como la ha llamado despectivamente Rubalcaba, son, en realidad, unos ‘vendepatrias’ por aliarse con Podemos y los independentistas. Como se ve, todo muy verraco. Sin matices.

La equidistancia, sin embargo, no ayuda a explicar la tragedia socialista. Objetivamente, es a Pedro Sánchez a quien se le fue de las manos todo el proceso cuando rodeado de mediocres —Luena, Hernando, López…— fue incapaz de ordenar una discusión política de altura. Y quien no es capaz de gobernar su partido, parece evidente, no puede gobernar un país.

Sánchez, en su lugar, urgió a celebrar un Congreso extraordinario con el fin de seguir siendo secretario general. Anteponiendo, como es evidente, su futuro político al de una organización con casi 140 años de historia. Si en cualquier organización es al líder a quien le corresponde crear un clima de diálogo y de entendimiento, lo es más en el caso de un partido político, donde las posibilidades de que todo acabe en un pavoroso incendio son mayores. Sobre todo cuando los últimos desastres electorales han llevado al Partido Socialista a una situación inédita desde la recuperación de la democracia. Ya se sabe que, como dice el refranero, cuando no hay harina, todo es mohína.

Un líder vulgar

Sánchez no ha sido más que un líder vulgar sin producción intelectual que no solo ha perdido votos a espuertas, aunque la culpa no sea solo suya, sino que ha sido incapaz de identificar con precisión a su adversario político, que no estaba únicamente a su derecha, sino fundamentalmente a su izquierda, lo que ha llevado al PSOE hacia el desastre.

Exactamente, la misma izquierda que ayer celebraba como aves carroñeras la tragedia socialista, con tuits tan ruines como rudimentarios, y que habitualmente se llena la boca con mensajes de unidad. Y que a la postre ha sido la responsable de que Mariano Rajoy siga en la Moncloa tras decir ‘no’ al pacto Ciudadanos-PSOE. Si esa izquierda que ahora se rompe las vestiduras por el triunfo del PP hubiera sido más sensata, es probable que el ecosistema político fuera hoy muy distinto.

Sánchez, en este sentido, convirtió la política en un territorio ajeno al sentido de la responsabilidad. Hasta el punto de llevarse por delante a su partido

La pérdida de centralidad política —que no tiene nada que ver con posiciones centristas o con venderse al gran capital— hay que vincularla, sin duda, a una cierta banalización de la política que convierte la cosa pública en un espectáculo mediático preñado de frivolidad, y donde lo importante es quedar estupendos ante la opinión pública para evitar jirones. Ya sea proponiendo fantasías o simplemente argucias para ganar votos o tiempo.

Pedro Sánchez, en este sentido, convirtió la política en un territorio ajeno al sentido de la responsabilidad. Hasta el punto de que no dudó en llevarse por delante a su partido, proponiendo un congreso exprés en unos momentos especialmente importantes para el país y para su propia organización.

Y si es verdad que tenía argumentos sólidos para seguir diciendo ‘no’ a Rajoy y negociar un Gobierno alternativo, debería haberlo planteado desde el principio en la dirección de su partido. Con transparencia y humildad. Con explicaciones convincentes. Existen razones de sobra para no respaldar al PP en un debate de investidura, pero no a costa de llevarse por delante al partido negociando a hurtadillas y al margen de los órganos de dirección. Ese es el debate que Sánchez ha perdido y que ha acabado con estrépito, dejando a su partido inane para unas nuevas elecciones.

O lo que es lo mismo, Sánchez quiso tomar decisiones al margen de sus consecuencias acudiendo a las ‘bases’ como fuente de legitimidad. Un viejo argumento de todos los populismos que arrincona y margina la democracia representativa. Y cuando en una organización no existen cuadros intermedios ni órganos de dirección capaces de canalizar el debate y controlar al líder, la debacle está asegurada, como ayer se vio en Ferraz 70 a las 20:21 horas.

¿Para qué sirven una comisión ejecutiva o un comité federal cuando el secretario general puede acudir a las bases cuando le venga en gana? Peronismo en estado puro que necesariamente ha acabado en tragedia. El triunfo de la prepolítica no es más que un regreso al pasado simplista carente de argumentos. Y Sánchez tenía millones de argumentos para oponerse a Rajoy, pero no para arrastrar al partido a una guerra civil de la que tardará una generación en recuperarse.

Es probable que el PSOE —y otros partidos— tengan que mirarse en el modelo del PNV, donde el candidato a 'lehendakari' no coincide con el del partido

Pedro Sánchez, con todo, no es el único responsable de la tragedia socialista. El PSOE corre el riesgo de convertirse en un partido de barones regionales con enorme influencia sobre el secretario general. Hasta el punto de cercenar la democracia interna del partido. Ese fue el pecado original de Pedro Sánchez: ser un secretario general por delegación autonómica. Y cuando ha intentado ‘matar al padre’ (o a la madre), lo que en realidad le ha salido es su propio suicidio político. Y de ahí que el PSOE, en algún momento de su tiempo político, esté obligado a reflexionar sobre su modelo organizativo.

La elección del secretario general por todos los militantes —sin duda una buena idea— es incompatible con un candidato con personalidad y vida propias. La célebre autonomía que reclamaba Felipe González cuando llegó a la Moncloa frente al aparato de Ferraz, entonces gobernado por Alfonso Guerra. Y de ahí que es probable que el PSOE -y otros partidos- tenga que mirarse en el modelo del PNV, donde el candidato a 'lehendakari' no coincide con el del partido. Sin duda, la mejor manera de evitar que una crisis de liderazgo se lleve por delante la organización. Y Sánchez no ha sido más que una anécdota cruel que ha acabado en tragedia.

Contaba Julián Marías en sus prodigiosas memorias un recuerdo imborrable. Cursaba el último curso de la facultad de filosofía, y un día, tal y como hacía cada mañana, tomó el tranvía número 46 en la Plaza de Santa Bárbara, de Madrid. Fue entonces cuando subió a la plataforma, como la describe el filósofo, “una mujer espléndida, de gran belleza y atractivo, elegante y bien vestida”. El joven Marías confiesa que se quedó mirándola con complacencia.

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