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Y por qué no un salario digno en lugar de un salario mínimo
El salario mínimo es una cuestión central en las relaciones laborales. Pero hay otras fórmulas más avanzadas, como el salario digno complementado con prestaciones sociales
En la literatura laboral, se define el salario mínimo, así lo hace la OIT (Organización Internacional del Trabajo), como la remuneración que está obligado a pagar un empleador a sus asalariados, sin que la cuantía pueda ser rebajada en virtud de un convenio colectivo o, incluso, un acuerdo individual.
Esta figura está tan arraigada en el derecho que hoy, según la propia OIT, que reúne a gobiernos, sindicatos y empresarios, el 90% de los países cuenta con una legislación sobre el salario mínimo.
España ratificó el convenio de la OIT en abril de 1930, lo que da idea de que se trata de un asunto que viene de lejos. En los últimos años, incluso, algunos países como Reino Unido, Alemania o Irlanda se han incorporado a la lista, inaugurada por Nueva Zelanda hace más de un siglo. Países de larga tradición liberal y de desregulaciones en el mercado laboral, como EEUU, también lo tienen. El Gobierno federal fija el salario mínimo por hora trabajada, pero los estados son quienes tienen la última palabra, ya que tienen competencia para mejorarlo (ya lo han hecho 29). También las ciudades y los condados lo pueden hacer.
Es decir, se introduce un factor territorial relacionada con el coste de la vida, con la política salarial o con la solvencia financiera de las empresas, que es lo que reclama ahora en España un número creciente de economistas. Es evidente que no dan para lo mismo 950 euros mensuales en San Sebastián que en Almendralejo, por ejemplo.
Se trata, por lo tanto, de una norma que se ha generalizado, y aunque inicialmente se pensó para los obreros industriales, hoy ningún sector se escapa a su aplicación. Lo que cambia es, obviamente, la cuantía, toda vez que depende de las circunstancias internas de cada economía, de la ideología de su sistema político y de la correlación de fuerzas entre capital y trabajo. Lo que también cambia es quién o quiénes deciden la remuneración mínima.
En la mayoría de los casos, es el Gobierno, tras consultar a sindicatos y empresarios, pero en países con larga tradición en la negociación colectiva, como los nórdicos, es en el convenio colectivo donde se decide cuál es el sueldo mínimo que debe recibir un trabajador. Esto explica que algunos gobiernos hayan puesto recientemente serias objeciones a aprobar un SMI a escala europea, como pretende Bruselas.
Tres tramos
Existen más diferencias. Por ejemplo, en muchos países, el salario se fija por hora trabajada y no por meses, como en España, mientras que en otros la cuantía puede variar según la edad. Este es el caso de Holanda. En España, hasta hace no demasiados años, también se tenía en cuenta la edad. Hasta 1989, había tres tramos (menos de 17 años, 17 años y más de 18 años), mientras que a partir de 1998 ya solo ha habido uno. Desde entonces, la cuantía es independiente de la edad (entre 1989 y 1998, hubo dos tramos).
La política de salarios mínimos, por lo tanto, es una cuestión central en las relaciones laborales, y por eso cada vez ocupa un mayor espacio, no solo en ámbitos políticos o sindicales, también en el mundo académico, donde cada vez se presta mayor atención a su impacto sobre la economía.
No hay consenso sobre sus consecuencias, aunque lo que sí suele haber es mucha ideología poco basada en evidencias. Entre otras cosas, porque la cuantía ‘ideal’ del SMI, lo que algunos llamarían el salario de equilibrio, no puede ser científica, sino que obedece a razones de equidad social, y ahí los economistas poco tienen que decir, más allá de calcular sus consecuencias. Un salario muy bajo puede ser eficiente a corto plazo, pero un drama a largo plazo en términos sociales si no existen mecanismos de actualización dentro de las empresas.
En los últimos años, sin embargo, se ha abierto un debate muy interesante sobre la utilidad del salario mínimo como instrumento para combatir la pobreza laboral. Muchos especialistas, sobre todo en el Reino Unido, han introducido el concepto de ‘salario digno’ para proteger a los trabajadores con remuneraciones más bajas.
La razón es muy clara. El fenómeno de los ‘trabajadores pobres’ se ha extendido en el mundo laboral. Es decir, cada vez es más frecuente que trabajadores con un empleo, incluso a tiempo completo, no alcancen un nivel de ingresos compatible con la dignidad humana. Sobre todo, si esos trabajadores tienen un empleo temporal (normalmente, de menor remuneración) o disponen de una ocupación a tiempo parcial no deseada, lo que los convierte en pobres. No en términos absolutos, pero sí relativos, ya que sus ingresos son inferiores a la media o la mediana de los trabajadores.
La definición más habitual incluye en esta categoría a aquellas personas que durante el año de referencia han trabajado (ya sea por cuenta ajena o por cuenta propia) y cuyos hogares tienen una renta disponible situada por debajo del 60% de la renta mediana del país en cuestión.
¿Cuántos trabajadores hay en esas condiciones? Lo que revela la 'Encuesta de estructura salarial', que elabora Estadística, es que la proporción de trabajadores con ganancia baja (asalariados cuyos ingresos laborales por hora están por debajo de las dos tercera partes de la ganancia mediana) fue del 16,2% en 2017. Entre estos trabajadores, el 63,9% eran mujeres.
Trabajadores pobres
Es decir, uno de cada seis trabajadores sería pobre. Pero con un problema adicional: la desigualdad salarial está creciendo de forma casi agresiva. Un informe del Banco de España ha estimado que si tiene en cuenta el número de horas y de días trabajados a lo largo del mes, los ingresos salariales del noveno decil (los segundos más ricos) son 5,6 veces superiores a los del primer decil (los más pobres).
Esta creciente desigualdad es lo que explica que desde los años noventa se hayan puesto en marcha campañas para favorecer los salarios dignos. Su cuantía, en concreto, se estima en relación con lo que necesitaría para vivir un ciudadano representativo de una determinada comunidad utilizando métodos científicos.
Como ha puesto de relieve Eurofound (fundación europea para la mejora de las condiciones de vida y de trabajo), la iniciativa más avanzada en Europa se ha desarrollado en el Reino Unido, donde más de 4.000 empleadores han recibido una acreditación de salarios dignos por parte de la fundación por un salario decente.
Se estima que entre 120.000 y 150.000 trabajadores se han beneficiado de esta medida, lo que supone alrededor del 3% de los trabajadores que ganan menos que el salario digno. En EEUU, igualmente, algunas ordenanzas legales obligan a las empresas contratistas públicas de una determinada ciudad o condado (o que reciben fondos públicos) a pagar a sus empleados una tasa de salario digno.
Política social
Esta implicación de los poderes públicos en la política salarial no es gratuita. Tiene que ver con una cuestión de mayor calado: cómo lograr que las prestaciones sociales vayan realmente a quienes las necesitan. Está comprobado que los hogares con salarios más bajos pagan menos impuestos sobre la renta (al tratarse de escalas progresivas), reciben mayores transferencias públicas en forma de asignaciones para vivienda y por hijos, además de otras formas de prestaciones en cuestiones como la salud o la educación.
Es decir, el salario mínimo digno es una concepción más completa que el SMI, que recae exclusivamente sobre las empresas. Y cuya importancia es mayor a medida que la empresa es más pequeña. Las grandes empresas pueden pagar mejores sueldos que las pymes, de ahí que sean estas las que tienen más dificultades para asumir las alzas.
Este Gobierno y el anterior, sin embargo, mantienen congelado el Iprem, que es el indicador de rentas múltiples, y que en términos sociales sería mucho más beneficioso para los trabajadores pobres, toda vez que más familias tendrían acceso a las políticas públicas. El Iprem, como se sabe, nació en 2004 para complementar el salario mínimo como referencia en el conjunto de las políticas públicas de gasto, pero la realidad es que no ha funcionado tras llevar una década congelado.
Unidas Podemos, de hecho, llegó a plantear en campaña una subida del 25% para que más trabajadores pudieran beneficiarse de las transferencias sociales, pero las insuficiencias presupuestarias del Estado lo han hecho inservible. Hay que ser ‘muy pobre’ para tener acceso a determinadas ayudas, y eso está generando tensiones sociales entre nacionales e inmigrantes, que normalmente disponen de rentas más bajas.
Si al mismo tiempo se potenciara la negociación colectiva para que los salarios se beneficiaran de los avances de productividad y de los beneficios empresariales, es probable que el SMI dejara de estar en el centro de la política laboral, que va mucho más allá de los 950 euros acordados este miércoles por patronal, sindicatos y Gobierno.
En la literatura laboral, se define el salario mínimo, así lo hace la OIT (Organización Internacional del Trabajo), como la remuneración que está obligado a pagar un empleador a sus asalariados, sin que la cuantía pueda ser rebajada en virtud de un convenio colectivo o, incluso, un acuerdo individual.