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La bochornosa era de la estulticia
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Carlos Sánchez

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La bochornosa era de la estulticia

La política de pactos entre el PP y Vox se ha vestido de nadería. Lo material se rinde ante las emociones, lo que convierte a la cosa pública en un instrumento inmaterial destinado a promocionar las guerras culturales

Foto: El expresidente Donald Trump. (Reuters/Cheney Orr)
El expresidente Donald Trump. (Reuters/Cheney Orr)
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Antonio Muñoz Molina la ha calificado como la era de la vileza, pero, complementando a esta lúcida definición sobre lo que nos pasa, que decía Ortega en los momentos de mayor incertidumbre de la política española durante el periodo de entreguerras, tal vez habría que empezar también a hablar de la era de la estulticia. Estulticia en el sentido que le da la RAE en su entrada: 'necedad, tontería'. O, lo que es lo mismo, "bobería y poco saber", en palabras de Lebrija.

En un mundo cada vez más complejo e interrelacionado, en el que los avances tecnológicos, las consecuencias del envejecimiento sobre la productividad global, el papel de la bioética, las nuevas formas de trabajo, el cambio climático o lo que sucede en Níger, Ucrania o Bogotá afectan al conjunto del planeta, la agenda pública se ha llenado de nimiedades. De insignificancia. Como si la política fuera un juego de pícaros y únicamente sirviera para distraer y alimentar estrafalarias guerras culturales cuyo único objetivo es convertir a la propia política, casi siempre mecida en su endogamia particular, en parte esencial de la industria del entretenimiento.

La agenda se ha llenado de nimiedades. Como si la política fuera un juego de pícaros y solo sirviera para alimentar guerras culturales

Sin duda, por la eclosión de las redes sociales y por la pérdida de relevancia de los medios de comunicación tradicionales, que hoy, en muchas ocasiones, bailan al son que marca la clase política y son los primeros que alientan la polarización y el oportunismo, pero también porque la propia democracia —defendida desde la mediocridad por el alejamiento de las élites de la cosa pública— puede estar muriendo de éxito. La democracia, al generalizarse y haberse convertido en una materia prima insulsa —sin sustancia— que todo el mundo considera inalienable, como si se tratara de una bendición caída del cielo, ha perdido su prestigio social, lo que la convierte cada vez más en algo irrelevante para muchos. En particular, para los líderes demagogos, que han encontrado un extraordinario caldo de cultivo para su crecimiento explotando las emociones.

No es, desde luego, un fenómeno exclusivamente español. Las peripecias de Trump con la Justicia estadounidense hace mucho tiempo que dejaron de tener que ver con la política en el sentido ontológico del término. Es decir, la que tiene que ver con la gestión de la cosa pública al margen de la esfera privada.

Una pérdida de tiempo

Hoy su guerra no es más que un pulso entre el sistema y un individuo al que lo último que le preocupan son las instituciones, pero que ha logrado degradar la conversación ciudadana, que en última instancia es la mejor definición de lo que significa la democracia, a niveles insoportables. Como sucede cuando los asuntos a debatir ningunean las cuestiones más trascendentes en favor de materias que o bien afectan a pocos individuos o por su propia esencia son irrelevantes, pero que ocupan un tiempo y un espacio preciosos a menudo desperdiciados.

Desde luego que no es intrascendente quién será el próximo presidente de EEUU, al contrario. Lo significativo es que el personaje Trump —no el político— ha sido capaz de despojar de contenido la acción política, lo que en última instancia ha derivado en una confrontación personalista —o el sistema o yo— carente de ideología, que es el perímetro más o menos coherente en el que se mueve la razón, que es el sostén de la democracia.

El abuso en la utilización de ismos para definir la acción política en aras de simplificar el lenguaje y acrecentar su función peyorativa va en la misma dirección. ¿La consecuencia? El empobrecimiento de la política, lo que necesariamente lleva al triunfo de lo vacuo.

Se quiere gobernar no para gestionar las cuestiones esenciales, sino para influir sobre los hábitos sociales, que es más propio de la religión

En este sentido, uno de los experimentos sociales de mayor utilidad que se pueden hacer hoy es comprobar si los acuerdos a los que han llegado Vox y el PP en varias regiones, en particular en aquellas en las que ha entrado en el Gobierno, son los asuntos más relevantes para la población de esos territorios. En concreto, si en el centro de las preocupaciones están cuestiones como la memoria democrática, la agricultura (que ya representa el 2,5% del PIB), la ley trans, los toros o la defensa del castellano, como si se tratara de un idioma perseguido y amenazado en vías de extinción.

Lo singular es que se trata, precisamente, de espacios en los que una cierta izquierda —enredada en la corrección políticaha horadado a su vez como si estuviera buscando el santo grial, lo que en última instancia refleja el triunfo de un esquema de acción-reacción que convierte a la política en un imaginario colectivo carente de sustancia.

La acción material

Precisamente, el escenario en el que mejor navega eso que se ha llamado derecha alternativa (alt-right), nacida en EEUU, pero que se ha instalado en España a través de Vox y, desgraciadamente, cada vez con más fuerza en una parte del PP, y cuya estrategia pasa por despojar a la política de su capacidad transformadora en lo material —los salarios, las pensiones, los impuestos, la distribución de la renta y de la riqueza, la vivienda o la sanidad pública— para hacerla mutar como un instrumento de dominio del cerebro a partir de las emociones. Este, de hecho, es el mayor riesgo para los conservadores, alejarse de sus ejes fundamentales.

El truco es querer gobernar no para gestionar las cuestiones fundamentales, ya que eso desgasta políticamente al tener que enfrentarse con el electorado, sino para influir sobre los comportamientos sociales, un espacio que históricamente ha sido patrimonio de la religión y de los movimientos identitarios. Algo que explica la recuperación de valores ultraconservadores —por ejemplo, la Reconquista o el Imperio colonial—, que el progreso social había orillado, no porque fueran buenos o malos, sino porque pertenecían a otra época en la que las circunstancias económicas, tecnológicas o sociales eran muy distintas.

Es por eso por lo que sorprende que Vox, que es ante todo un movimiento reaccionario, que no es lo mismo que conservador, no pretenda controlar las concejalías de urbanismo, como sucedió antes de la burbuja inmobiliaria en innumerables pactos municipales entre distintas fuerzas políticas, o las consejerías de Hacienda, que son el riego por el que fluyen los fondos públicos, sino algo más sutil, las emociones, que carecen de desgaste electoral. No son gestores, son oficiantes de una liturgia inane en lo material, pero fértil y útil como proyecto electoral. Y la única manera de frenar esta degradación del sistema democrático es volver hablar de política y de su acción transformadora, no de naderías o excentricidades.

Antonio Muñoz Molina la ha calificado como la era de la vileza, pero, complementando a esta lúcida definición sobre lo que nos pasa, que decía Ortega en los momentos de mayor incertidumbre de la política española durante el periodo de entreguerras, tal vez habría que empezar también a hablar de la era de la estulticia. Estulticia en el sentido que le da la RAE en su entrada: 'necedad, tontería'. O, lo que es lo mismo, "bobería y poco saber", en palabras de Lebrija.

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