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Naturgy, Telefónica y la maldita geopolítica
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Naturgy, Telefónica y la maldita geopolítica

El mundo ha cambiado y se ha desplazado hacia Oriente. Esto deja a las grandes empresas a merced de una nueva correlación de fuerzas. El mejor instrumento para defender los intereses generales es una buena regulación

Foto: Logo de Naturgy. (Reuters/Sergio Pérez)
Logo de Naturgy. (Reuters/Sergio Pérez)
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El pasado 4 de julio, hace menos de un año, el Gobierno aprobó un Real Decreto sobre inversiones extranjeras en España que comienza con una declaración de principios. "La inversión exterior directa", se puede leer, "es uno de los mecanismos más eficaces para facilitar la integración económica internacional". La declaración no tiene nada de extraordinaria. Entre otras razones, porque la propia norma reconoce que la inversión extranjera ha sido un factor clave en la modernización de España desde la recuperación de la democracia. La inversión extranjera directa, por ejemplo, según datos del Banco Mundial, llegó a suponer un máximo del 6,8% del PIB en el año 2000, mientras que en 2022 la entrada neta de capitales representó el 3,6%, por encima de la media de las dos últimas décadas. Por lo tanto, nada nuevo.

Lo relevante, sin embargo, es que la propia norma, al amparo de una ley de 2003, aprobada en tiempos de Aznar, establece un régimen de autorización previa que supone en la práctica la suspensión del régimen de liberalización. Ahora bien, siempre que la inversión afecte o pueda afectar a actividades relacionadas, "aunque solo sea de modo ocasional", matiza, con el ejercicio de poder público, o actividades directamente relacionadas con la defensa nacional, o actividades que afecten o puedan afectar al orden público, seguridad pública y salud pública.

Una ley posterior, de 2011, identificó con mayor precisión lo que el Estado entiende como seguridad nacional, y se sustancia en el llamado Catálogo Nacional de Infraestructuras Estratégicas, que incluye un grado de protección especial para actividades consideradas críticas, como son la energía, el transporte, el agua, la sanidad, las comunicaciones, los medios de comunicación, el tratamiento o almacenamiento de datos, la industria aeroespacial y de defensa, los procesos electorales o la banca, además de instalaciones sensibles, así como los terrenos y bienes inmuebles que sean necesarios para su operación. En definitiva, una amplia panoplia de sectores y actividades que concede al Estado amplios poderes para intervenir en la economía.

Tensiones geopolíticas

Tampoco es un hecho extraordinario. Todos los Estados de las democracias avanzadas gozan de potentes instrumentos legales en aras de defender los intereses generales, lo que explica que en los últimos años, a medida que las amenazas exteriores han ido aumentando por las tensiones geopolíticas, se haya producido un auténtico despliegue de normas que dan amplios poderes a los Gobiernos.

Todos los Estados de las democracias avanzadas gozan de potentes instrumentos legales en aras de defender los intereses generales

Es en este contexto en el que hay que situar los recientes movimientos empresariales en empresas que actúan en sectores estratégicos, ya sea en actividades relacionadas con la defensa (Indra), las telecomunicaciones (Telefónica) o la energía (Naturgy). Hay algunas más. Por ejemplo, el caso de Prisa, donde el Gobierno podría ejercer algún tipo de derecho de veto si un grupo extranjero quisiera tomar una participación significativa que pudiera llevar aparejada el control de la compañía. Ahí está también el caso de Talgo, que opera en el sector del transporte ferroviario, aunque en este caso con la complejidad derivada de que quien quiere comprar es una compañía radicada en la Unión Europea.

Los poderes especiales que se conceden a los Gobiernos son, por lo tanto, extraordinarios, y de ahí que se trate de un asunto delicado que tiene, incluso, trascendencia constitucional en la medida que las decisiones del Consejo de Ministros pueden afectar a legítimos intereses privados.

Históricamente, hasta que en los primeros años 80 la revolución conservadora impulsó la privatización de compañías que hoy se consideran estratégicas, la presencia del Estado se ejercía a través del control accionarial. Las privatizaciones, sin embargo, acabaron con esa estrategia y desde entonces se ha reforzado la regulación como el instrumento más eficaz de los Estados, y de ahí la proliferación de nuevas normas, para defender los intereses generales. No en todos los casos, Francia mantiene un sólido sector público, Italia, no ha ido tan lejos en las privatizaciones como España y los länder alemanes continúan teniendo una fuerte presencia en el tejido industrial y financiero del país.

Foto: Logo de Naturgy en Madrid. (Reuters)

Hay, sin embargo, una diferencia, la legislación sobre inversiones extranjeras estaba más pensada para países de nuestro entorno económico que para naciones emergentes con gran capacidad inversora gracias a las materias primas, ya sean los emiratos, Qatar o Arabia Saudí, cuya estrategia ha explotado las contradicciones de un modelo de privatizaciones que en ocasiones ha dejado a los Gobiernos sin armas para defender los intereses generales.

Esto explica, por ejemplo, que ahora el Ejecutivo de Sánchez busque a Criteria, el brazo industrial de la Caixa, con unos activos valorados en más de 26.500 millones de euros, como una especie de socio industrial del Estado en aras de asegurar una cierta españolidad de las compañías concernidas por las compras de los países del Golfo. No es un asunto exclusivo de España ni, desde luego, original. La respuesta que se debe dar a las inversiones procedentes de China ha provocado, como se sabe, un vivo debate en la Unión Europea, habida cuenta de que en este caso el inversor ejerce un auténtico capitalismo de Estado.

La legislación sobre inversiones extranjeras estaba más pensada para países de nuestro entorno que para naciones emergentes

La estrategia intervencionista es razonable en el actual contexto. Como lo fue en su día reforzar el papel del sector público en Indra en la medida que esta empresa va a canalizar el aumento previsto en el gasto de defensa para cumplir con los compromisos en la OTAN. No tendría sentido que el Estado no se beneficiara de esas inversiones y lo hiciera en exclusiva, por el contrario, el capital privado. Otra cosa es el modelo de gobernanza de esta compañía o de otras del sector público en un país con importantes problemas de calidad institucional que ha llevado a una ocupación partidista de determinadas instituciones.

Una buena regulación

Los determinantes de la inversión extranjera siempre son complejos, pero la literatura económica ha encontrado evidencias de que lo relevante para atraer capital, en contra de lo que se argumentaba en los 80 y los 90 para justificar la política de privatizaciones, no es el tamaño del sector público, sino la existencia de un ecosistema inversor razonable que fomente la actividad empresarial, tanto pública como privada. Es decir, una buena regulación. No solamente en el caso de capital extranjero que quiera operar en sectores no estratégicos, sino en aquellos que actúan en actividades consideradas críticas, como las telecomunicaciones o la energía. De ahí que reducir el actual debate a la participación accionarial del Estado en Telefónica o Naturgy sea de un reduccionismo impropio de una economía avanzada.

Se puede andar y comer chicle al mismo tiempo. Es lo que tiene la maldita geopolítica, que hoy ejerce una enorme influencia sobre los estados

La regulación, o habría que decir mejor la buena regulación, es hoy la herramienta más eficaz de los Estados para evitar que los intereses generales queden subordinados a los de compañías, muchas codiciosas, que buscan saquear las cuentas de resultados, como sucedió cuando la pública italiana Enel, tras comprar Endesa, vendió los activos exteriores de la eléctrica española para financiar su propia operación. Por ejemplo, imponiendo requisitos o restricciones en la política de inversiones o límites en la política de alianzas con terceros. Al fin y al cabo, las operaciones exteriores, aunque se trata de compañías privadas, también tienen un componente nacional, sobre todo cuando se trata de países de fuera de la UE.

Y esto es así porque el mundo no solo ha cambiado, sino que, también, se ha desplazado hacia Oriente, donde además de vivir dos tercios del planeta, se dispone de materias primas y minerales imprescindibles para el progreso. También la hiperglobalización de las dos primeras décadas del siglo XXI ha derivado en una creciente fragmentación del comercio y de la inversión extranjera directa. El FMI, por ejemplo, ha estimado que desde la guerra de Ucrania las relaciones económicas entre bloques enfrentados (EEUU y Europa, por un lado, y China y Rusia, por otro, ambos con sus respectivos satélites), han caído entre un 12% y un 20%. Esto explica que la inversión extranjera directa se haya contraído de forma relevante en los últimos años.

Foto: Logo de STC, la operadora de Arabia Saudí. (Reuters/Faisal Al Nasser)

No es un asunto menor para un país como España, cuyas principales empresas, precisamente, operan en mercados que en los próximos años necesitarán invertir ingentes cantidades de dinero para afrontar los retos del futuro, el cambio climático, la digitalización del aparato productivo o seguridad y defensa. Y ahí, lógicamente, estará el Estado a través de los instrumentos de lo que dispone, la regulación o, en su caso, la participación accionarial en empresas en la que puede aportar sus recursos. Ambas estrategias no son incompatibles.

Se puede andar y comer chicle al mismo tiempo. Es lo que tiene la maldita geopolítica, que hoy ejerce una enorme influencia y determina las decisiones de los Gobiernos. Es mejor que enterarse por los periódicos de movimientos que comprometen el interés general.

El pasado 4 de julio, hace menos de un año, el Gobierno aprobó un Real Decreto sobre inversiones extranjeras en España que comienza con una declaración de principios. "La inversión exterior directa", se puede leer, "es uno de los mecanismos más eficaces para facilitar la integración económica internacional". La declaración no tiene nada de extraordinaria. Entre otras razones, porque la propia norma reconoce que la inversión extranjera ha sido un factor clave en la modernización de España desde la recuperación de la democracia. La inversión extranjera directa, por ejemplo, según datos del Banco Mundial, llegó a suponer un máximo del 6,8% del PIB en el año 2000, mientras que en 2022 la entrada neta de capitales representó el 3,6%, por encima de la media de las dos últimas décadas. Por lo tanto, nada nuevo.

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