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Carlos Sánchez

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Qué hacer con la extrema derecha

En vez de sellar alianzas con la extrema derecha, a lo mejor es más útil que los partidos centrales del sistema pacten entre sí para vaciar de contenido ese tiempo del desprecio del que hablaba de forma lúcida Albert Camus

Foto: Meloni y Abascal en un evento en Roma. (EFE)
Meloni y Abascal en un evento en Roma. (EFE)
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En marzo de 1945, a las puertas del fin de la II Guerra Mundial, Albert Camus pronunció una alocución en la Amitié Française en la que reivindicó la necesidad de preservar la inteligencia en un mundo que salía a duras penas de lo que el escritor franco-argelino denominó "tiempo de desprecio".

Camus, comprometido como pocos en la liberación de Francia, hizo mención a la célebre frase de Göring, quien había dicho en plena borrachera del nazismo que cuando le hablaban de inteligencia echaba la mano a la pistola. "Por esa época", dijo Camus en su alocución, "en toda la Europa civilizada se denunciaban los excesos de la inteligencia y las tareas del intelectual. Dondequiera triunfaban las filosofías del instinto y, con ellas, ese romanticismo de mala ley que prefiere sentir a comprender, como si ambas cosas pudieran separarse. Desde entonces la inteligencia no ha dejado de ser puesta en tela de juicio".

Por aquella época no existían lo que hoy llamaríamos guerras culturales, desde luego en su manifestación actual, pero entre el célebre '¡Muera la inteligencia!' de Millán-Astray (1936) y la utilización de los sentimientos para hacer política, frente a la razón, hay una línea fina, a veces inapreciable, que les une. Se trata de una línea delgada y no de trazo grueso porque lo que han cambiado son, precisamente, las condiciones socioeconómicas del periodo de entreguerras frente a la situación actual.

Aquella Europa, afortunadamente, tiene muy poco que ver con la actual. Ni siquiera lo que hoy denominamos extrema derecha es la misma. Como tampoco lo son los comunistas, los socialistas o la derecha conservadora. Desgraciadamente, las categorías políticas se han quedado obsoletas para interpretar un mundo complejo, pero continúan utilizándose de una forma mecánica, como si tanto el significado como el significante fueran lo mismo.

Foto: El primer ministro húngaro, Viktor Orbán, y la italiana Giorgia Meloni, en una cumbre en Bruselas. (Reuters/Yves Herman)
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Lo que pervive, por el contrario, es esa filosofía del instinto de la que hablaba Camus, y que necesariamente hay que vincular a una cierta mercantilización del mensaje político en la medida que lo que busca es que sea electoralmente eficaz. Tiene premio sustituir los argumentos por la impostura, como se verá en las elecciones europeas.

Las fisuras del sistema

El populismo de derechas —el de izquierdas tiene otras características— hunde sus raíces en la sustitución del conocimiento por las emociones, aunque es verdad siempre con un poso de verdad, lo que en definitiva explica que lo que une a Le Pen, Orbán, Abascal o Meloni no es tanto disponer de un ideario común, sino de un intangible como es el haber encontrado un campo abonado en las fisuras que se han abierto en las democracias liberales desde que la globalización y el fin del mundo bipolar han cuarteado el contrato social surgido tras 1945.

Las categorías políticas se han quedado obsoletas para interpretar un mundo complejo, pero continúan utilizándose de forma mecánica

Lo que les separa, de hecho, es significativamente más importante que lo que les une. Entre otras razones, porque los neopopulismos tienen un fuerte componente nacionalista que los hace incompatibles entre sí. De hecho, si pudieran triunfar acabarían enfrentados, porque el nacionalismo exacerbado lleva en sus entrañas la confrontación. Le Pen defiende a los agricultores franceses que compiten con los españoles, a quienes dice proteger Abascal; mientras que Orbán es prorruso e intervencionista en lo económico, justo lo contrario que Meloni, que quiere aparecer hoy como la más atlantista y ha diseñado un plan de privatizaciones. Unos son antiabortistas y otros no lo cuestionan; unos quieren recuperar los valores más rancios de la religión y otros defienden la laicidad como un avance civilizatorio.

Les une, por el contrario, su aversión hacia eso que llaman la casta, que no es más que un recurso para ganar votos a partir de una realidad deformada, pero, sobre todo, su inquina hacia los inmigrantes. Un partido como AfD, los ultras alemanes, sin embargo, ha chocado con los empresarios germanos, a quienes dicen defender levantando fronteras. Y ha chocado, precisamente, porque el país necesita mano de obra extranjera para mantener sus negocios.

Su espacio político, en todo caso, es bien visible, y no hay duda de que los partidos situados más a la derecha del espectro político se han convertido en los últimos años, en particular desde la crisis financiera de 2008, en un actor global, para lo cual están obligados a hacer un ejercicio de tripas corazón en aras de ocultar sus diferencias. Este pragmatismo, en coherencia con la mercantilización de la acción política, explica, por ejemplo, y aterrizando ya en el caso español, que Vox centre su campaña electoral en acusar al PP de 'derechita cobarde' o de pactar con el PSOE, pero luego quienes sostienen a los populares en comunidades autónomas y ayuntamientos son, precisamente, los diputados y concejales del partido de Abascal.

Una cuestión de supervivencia

La estrategia es, sin duda, eficaz. Y por eso no puede sorprender que la política de alianzas entre la derecha conservadora —cada vez más alejada de su componente liberal— y los partidos situados a su derecha se haya colocado en el centro de las elecciones europeas. Al fin y al cabo, es una cuestión de supervivencia.

La crisis de los partidos socialdemócratas la sufren ahora los partidos de centroderecha, sin que los unos y los otros sean capaces de tapar las vías de agua que se abrieron por múltiples razones. En particular, por la globalización sin reglas, por los avances de las tecnologías de la información o por la pérdida del impulso reformista para comprender e integrar los cambios sociales, además de la propia corrupción de ciertas élites que se han enriquecido de una forma obscena en una sociedad que hoy es menos próspera. El resultado es que en Francia e Italia los viejos partidos han desaparecido como actores de referencia, mientras que en otros muchos países su papel se ha ido diluyendo en gobiernos de amplia mayoría donde han perdido su anterior papel hegemónico.

La crisis de los socialdemócratas la sufren hoy los partidos de centro derecha, sin que unos y otros logren tapar las vías de agua

Esos pactos con la política recalcitrante, es evidente, tienen mucho de pura supervivencia, pero es muy probable que esta vaya a ser la tónica en los próximos años. El primer gran paso lo ha dado Von der Leyen acogiendo a Meloni, cuyo partido hace pocos años planteaba la salida de la UE, a la casa de los populares europeos. Y ahora, como es lógico, la incógnita es conocer en qué medida la ampliación del centro político hacia la derecha más extrema podrá alterar algunos de los principios que dieron carta de naturaleza a los partidos conservadores durante décadas.

Esa política de alianzas hubiera sido impensable hace no demasiado tiempo, y es fruto de un fracaso. Heredera de un error histórico como es no haber sabido cerrar las grietas que se le han abierto al sistema por falta de cuidados de la propia democracia liberal. El desencanto, como sucedió en los años posteriores a la Transición, es visible en muchos ámbitos de la sociedad europea y española, habida cuenta de que la apuesta por una regeneración del sistema político no ha llegado. Y sobre ese caldo de cultivo, justamente, es en el que han crecido el populismo y la demagogia.

El alarmismo

A ello ayuda el falso prestigio del pesimismo, que hace que una realidad sin duda compleja, pero próspera si se la compara con otros periodos históricos y, por supuesto, con el contexto global, se vea con ojos derrotistas. Como si los elevados niveles de bienestar que ha alcanzado la sociedad europea fueran mentira. El alarmismo, de hecho, se ha configurado como una forma inalienable de hacer política.

Los cordones sanitarios no sirven de nada si, en paralelo, no se achica el espacio de la extrema derecha con políticas de consenso

Es probable que detrás de esta percepción —que tiene mucho de mundo paralelo— se encuentre algo muy prosaico, como es la incapacidad de los partidos centrales del sistema de crear un clima de consenso en torno a algunos principios básicos que hoy se han puesto en almoneda. En algunos casos, ya sea desde el gobierno o desde la oposición, desorbitando las críticas hacia el adversario político, y en otros, incluso, cuestionando las raíces del bienestar. Y en la mayoría por la incapacidad del sistema de identificar las causas del malestar, que, como sucede con los seres vivos, nace, crece y se desarrolla ante la mirada inane de unos y de otros.

La solución que ahora se le quiere dar con la política de alianzas es integrar en el sistema político a quienes han descubierto —tampoco es original— que la mentira sirve para ganar votos, pero es muy probable que sea un movimiento en balde. A lo mejor los pactos los deben hacer los grandes partidos del sistema para vaciar de contenido este tiempo del desprecio del que hablaba de forma lúcida Camus. Los cordones sanitarios no sirven de nada si, en paralelo, no se achica el espacio de la extrema derecha con políticas de consenso capaces de tapar las vías de agua. Al fin y al cabo, las condiciones objetivas en las que crece el malestar, que decían los clásicos, se crean, no caen del cielo.

En marzo de 1945, a las puertas del fin de la II Guerra Mundial, Albert Camus pronunció una alocución en la Amitié Française en la que reivindicó la necesidad de preservar la inteligencia en un mundo que salía a duras penas de lo que el escritor franco-argelino denominó "tiempo de desprecio".

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