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La 'vietnamización' de la política: cuando los pobres votan a los ricos
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Carlos Sánchez

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La 'vietnamización' de la política: cuando los pobres votan a los ricos

La democracia pierde prestigio entre muchos ciudadanos, tanto en EEUU como en Europa, que sienten que las democracias son lentas y torpes a la hora de resolver los problemas, lo que anima a confiar en nuevos becerros de oro

Foto: Donald Trump junto a Elon Musk. (Reuters/Brandon Belll Pool)
Donald Trump junto a Elon Musk. (Reuters/Brandon Belll Pool)
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Umberto Eco lo llamó la vietnamización del territorio. Se refería a un proceso acelerado de transformación social que consiste en el auge de minorías que rechazan la integración y se constituyen en fuerzas autónomas que se sienten con la capacidad suficiente para desafiar muchos de los consensos básicos que han hecho posible lo que hoy denominamos sociedad. Esto provoca, decía el ensayista italiano, una guerra civil permanente en la medida que la ruptura de principios universalmente compartidos genera múltiples tensiones que comprometen la estabilidad social.

En el fondo, sostenía Eco, ese movimiento supone volver a la ciudad medieval, donde las minorías que rechazan la integración se constituyen en clan y, como consecuencia de ello, la sociedad se fragmenta en oficios, barrios o comarcas anteriores a la edad moderna. Eco ponía como ejemplo la construcción de barrios de superricos en las afueras de la ciudad, muchas veces inexpugnables, en los que predomina el espíritu de clan. También la creación de guetos en barrios pobres contribuye a esa vietnamización de la sociedad entendida como una guerra de guerrillas permanente. En definitiva, una especie de regreso al pasado a causa de la creación de micro sociedades que compiten entre sí, generando un inmenso ruido e inevitables tensiones por un déficit de integración.

Enzensberger, en la misma línea, denominó a este proceso guerras moleculares. Se refería, en su caso, a que tras la caída del Muro de Berlín iban a proliferar conflictos armados que necesariamente iban a surgir por ausencia de liderazgo de las superpotencias. El tiempo le ha dado la razón y hoy, si viviera, el filósofo alemán podría observar conflictos en Ucrania, Siria, Palestina, El Líbano, el Sahel, Sudán… Hasta en Corea del Sur ha ocurrido algo impensable hace pocos días. Hay muchos conflictos más y, de hecho, el Institute for Economics & Peace ha estimado que el número de fallecidos en guerras en 2023 fue el más elevado desde hace 30 años, aunque si se contabilizan los 56 conflictos armados actualmente activos estaríamos ante el número más elevado desde el fin de la II Guerra Mundial. Nada menos que 92 países están involucrados de una u otra manera en conflictos fuera de sus fronteras, lo que da idea de la deriva que ha tomado el planeta.

La gran fragmentación

Se podrá pensar que se trata de conflictos muy alejados de los grandes centros de decisión de Europa y EEUU, y, por lo tanto, no hay razones para preocuparse. Pero la realidad es que la fragmentación social en clanes de la que hablaba Umberto Eco o las guerras moleculares que analizaba Enzesberger no dejan de ser la parte más visible, si se quiere, de un deterioro continuado de la estabilidad política que también afecta a Europa, aunque no de forma tan dramática. La crisis franco-alemana, de hecho, refleja el fin de una época debido, como en España, a una cierta cantonalización de la política, en particular en el espacio de la izquierda. Mientras que en Francia la V República que ideó De Gaulle en 1958 ha quedado obsoleta, en Alemania la irrupción de la extrema derecha como un partido muy influyente aunque no gobierne (lo mismo que en Francia) rompe los consensos básicos. En otros muchos países suceden fenómenos parecidos.

También en España. Al menos, desde que en 2015 se rompió el bipartidismo. La política tiende a ser una guerra de guerrillas —la vietnamización— en la que todos disparan contra todos, lo que a la postre ha derivado en un ruido ensordecedor que hace casi imposible distinguir el grano de la paja. Probablemente, porque el nuevo ecosistema informativo ha creado un falso empoderamiento —de ahí el éxito de absurdas teorías de la conspiración— de buena parte de la sociedad que hoy se considera con los atributos suficientes para comprender fenómenos complejos que antes se confiaban a las élites representativas.

Como sostenía Eco, ese movimiento es volver a la ciudad medieval, donde las minorías que rechazan la integración se constituyen en clan

El caldo de cultivo propiciatorio, hay que decir, radica en la existencia de un ecosistema informativo que incorpora por su propia naturaleza —emisor y receptor se conectan a través de un vis a vis que excluye al resto de participantes— un sentido de pertenencia a determinados clanes que se nutren de su propio pensamiento, aunque sea inverosímil, lo que ahonda en esa pérdida de visión global que aportaba la ciudad como espacio público no endogámico. Un ciudadano puede llegar a pensar que entiende el mundo simplemente con relacionarse en las redes sociales.

Los partidos populistas entendieron esto mejor que nadie, y eso explica el éxito de campañas como el pueblo salva al pueblo. Es decir, los argumentos políticos —sean de derechas o de izquierdas— ya no valen, sino que lo que importa es la acción popular individual (el falso empoderamiento) incluso pasando por encima de las instituciones que históricamente han representado a la sociedad. La auctoritas de los romanos convertida en un guiñapo. Es en este marco en el que la democracia como sistema de representación ha perdido prestigio entre muchos ciudadanos, tanto en EEUU como en Europa, que sienten que las democracias son lentas y torpes a la hora de resolver los problemas, lo que anima a confiar en los nuevos becerros de oro.

Su éxito ha sido tal —ahí están Trump, Meloni, Milei, Orbán y otros— que también los partidos centrales del sistema han visto que ahí está el granero de los votos que han perdido, y de ahí que unas veces desde el Gobierno y otras desde la oposición se eche manos de esos mismos instrumentos de captación social para no quedar enterrados bajo la ola populista que tienen las democracias avanzadas por delante durante al menos una década. El uso partidista de la política migratoria, con una retórica tan exaltada como alarmista, es el ejemplo más visible, pero hay muchos más ejemplos que revelan la incapacidad de algunas élites para entender el mundo que se le viene encima si no son capaces de recuperar una visión global y no sectaria de la acción política.

Los iluminados

Entre otras razones, porque las formas que adopta el populismo ya no son una simple manifestación de iluminados que abrazan a una bandera, sino que su penetración en el tejido social se hace a través del uso perverso de instrumentos como la inteligencia artificial, la aplicación de algoritmos con indudable poder para doblegar la verdad o, incluso, mediante satélites con una enorme potencia geopolítica como los que Elon Musk ha puesto a disposición de Trump (ya ha colocado a un hombre suyo en la NASA) y que hoy influyen de forma determinante en los conflictos armados. La creciente influencia de multimillonarios nacidos ya en el entorno digital en la política de EEUU va en esa dirección.

En definitiva, una enorme capacidad de desestabilización de democracias poco acostumbradas a defender sus valores porque históricamente se han considerado tallados en piedra. Esto hace, por ejemplo, que la percepción individual de la economía europea, con todos sus problemas, sea mucho peor que lo que muestran los indicadores reales, lo que hay que relacionar con las campañas de intoxicación informativa, muchas veces espoleadas por los propios partidos sistémicos cuando están en la oposición. Por decirlo de una manera directa, se ha instalado una especie de pesimismo global gracias a la manipulación de los votantes que afecta incluso a la credibilidad de la propia democracia como medio más racional de dirimir el conflicto social.

Como alguien dijo, Roma no fue destruida por los extranjeros, su demolición fue obra de los bárbaros que había dentro

Muchos votantes, incluso, han renunciado a tomarse en serio la democracia y, en su lugar, asumen lo publicado en cualquiera de los dispositivos sin ninguna capacidad crítica, lo que contribuye a desprestigiar un poco más los sistemas parlamentarios, que se consideran un vestigio de las élites. Nunca deja de sorprender, en este sentido, que muchos votantes de rentas bajas o muy bajas, que son los que más se benefician de las ayudas sociales y más deberían estar dispuestos a tener un sistema fiscal más justo en el que se contribuya en función de la capacidad económica real, voten a líderes que propugnan justamente lo contrario. El resultado, como es lógico, es que una vez fracasada, la primera alternativa se opte por la solución más radical o extravagante como vía de escape fuera de toda racionalidad.

La suspensión de las elecciones presidenciales en Rumanía, un país de la UE, por las sospechas de influencia rusa, no es más que otro ejemplo de un mundo que está cambiando. Lo singular, sin embargo, es observar cómo los partidos centrales del sistema, unos más y otros menos, en vez de buscar fórmulas para aislar a la irracionalidad y la toxicidad del populismo, se unen al griterío en medio de la que está cayendo, lo que paradójicamente no les beneficia a ellos, sino a quienes se mueven mejor en la selva de los insultos. Es como si después de que Hitler ocupara Polonia, las potencias democráticas hubieran optado por pelearse entre ellas. Como alguien dijo, Roma no fue destruida por los extranjeros, su demolición fue obra de los bárbaros que había dentro.

Umberto Eco lo llamó la vietnamización del territorio. Se refería a un proceso acelerado de transformación social que consiste en el auge de minorías que rechazan la integración y se constituyen en fuerzas autónomas que se sienten con la capacidad suficiente para desafiar muchos de los consensos básicos que han hecho posible lo que hoy denominamos sociedad. Esto provoca, decía el ensayista italiano, una guerra civil permanente en la medida que la ruptura de principios universalmente compartidos genera múltiples tensiones que comprometen la estabilidad social.

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