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El Tribunal Supremo y el sexo de los ángeles
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Carlos Sánchez

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El Tribunal Supremo y el sexo de los ángeles

Los magistrados del Supremo que han condenado al fiscal general ni son ángeles ni son demonios. Precisamente, porque son, como decía Blas de Otero, fieramente humanos, y aquí es donde hay que situar el fallo

Foto: Los magistrados del Tribunal Supremo, Andrés Martínez Arrieta (i) y Manuel Marchena (d). (EFE)
Los magistrados del Tribunal Supremo, Andrés Martínez Arrieta (i) y Manuel Marchena (d). (EFE)
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"Si los hombres fueran ángeles, ningún gobierno sería necesario", escribió James Madison, cuarto presidente de EEUU. La frase, muy conocida, vio la luz en un contexto muy concreto. Madison, junto a Hamilton y Jay, impulsaba, a través del colectivo Publius, la ratificación de la Constitución de su país, y en el número 51 de El Federalista, advirtieron de la necesidad de imponer controles externos e internos al gobierno, los célebres frenos y contrapesos.

"Al crear un gobierno que será administrado por hombres sobre hombres", continúa el texto, "la gran dificultad reside en que primero hay que permitir que el gobierno controle a los gobernados; y, en segundo lugar, obligarlo a controlarse a sí mismo". Su conclusión es que "la dependencia del pueblo es, sin duda, el principal control sobre el gobierno; pero la experiencia ha enseñado a la humanidad la necesidad de precauciones auxiliares". O expresado de otra forma, el poder, cualquiera de ellos, también el judicial y, por supuesto, el ejecutivo, hay que gestionarlo con prudencia y mesura, incluyendo el autocontrol. En democracia, obviamente, mediante la separación de poderes estableciendo un sistema de equilibrios institucionales.

Algunos estudiosos* de la obra de Madison sitúan el origen de la célebre metáfora de los ángeles en el contrato social de Rousseau, quien llegó a escribir: "Si hubiera un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente". Ahora bien, aclaró el filósofo "un gobierno tan perfecto no es adecuado para hombres". Precisamente, porque los hombres no son ángeles.

Los magistrados del Tribunal Supremo que han condenado al fiscal general del Estado a dos años de inhabilitación ni son ángeles ni son demonios. Precisamente, porque son, como decía Blas de Otero, fieramente humanos, y es, en este contexto, en el que hay que situar el fallo de una sentencia que hoy, inexplicablemente se desconoce.

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Inexplicablemente, porque el juicio de la opinión pública debe basarse en argumentos, y cuando deliberadamente se retrasan se produce un vacío de indudables consecuencias negativas. En particular, porque contribuye a la polarización política, que anida cuando se ignoran los fundamentos jurídicos de una sentencia tan relevante. Los juicios simplistas —a favor o en contra– son impropios de una democracia, y el Supremo, en este sentido, ha contribuido con su decisión a engordar un poco más el pujante mercado de la desinformación.

Un antes y un después

No es irrelevante este extremo porque, guste o no, el Supremo está sometido hoy al escrutinio de la opinión pública como nunca antes lo había estado desde la recuperación de las libertades. Probablemente, porque la aprobación de la ley de la amnistía supuso un antes y un después en las relaciones entre este Gobierno y el poder judicial. Desde entonces, los encontronazos son frecuentes y se puede hablar de la existencia de un clima tóxico entre dos de los tres poderes del Estado. Muchos entienden que en ciertos casos debido a que el poder judicial —los jueces, no el CGPJ— adopta decisiones que corresponden a los gobiernos, mientras que en otros casos malinterpreta leyes aprobadas por el parlamento. Por el contrario, otros muchos piensan que es el gobierno de Pedro Sánchez quien pisotea la independencia judicial con declaraciones públicas fuera de lugar que comprometen la libertad y el trabajo de los jueces. Las reformas de la justicia irían en esa dirección.

Probablemente, ambos tengan alguna razón. Los jueces, como decía Madison, no son ángeles (tampoco demonios) y tienen sesgos, como no puede ser de otra manera. Si fueran ángeles, la renovación del consejo general de poder judicial o la elección de los magistrados que forman parte de la sala segunda del Supremo (la que enjuicia los casos de corrupción) sería una balsa de aceite, y no es así. Precisamente, porque los jueces no son ideológicamente asexuados ni apolíticos, como muchas veces se pretende trasladar a la opinión pública con una imagen beatífica, como la de otras instituciones del Estado. Es más, la imparcialidad de los jueces en los procedimientos que instruyen no significa que desempeñen una función extrapolítica, sino que su compromiso se sitúa en el ámbito de los valores constitucionales.

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Desde luego que la inmensa mayoría no se deja guiar por inquinas ideológicas, habrá de todo, pero en todo caso es la democracia quien les ha otorgado ese enorme poder que deben administrar con mesura. Obviamente, porque el principio nuclear de la democracia es la noción de legalidad y los ilícitos penales hay que perseguirlos. Entre otras razones, porque la razón de ser del constitucionalismo radica en luchar contra el abuso de poder. Y en el debate que ocupa hoy a la opinión pública española lo que se dilucida, ni más ni menos, no es solo si el fiscal general filtró un documento, sino conocer qué protección constitucional prevalece, si desmentir un bulo de indudable trascendencia pública o una correspondencia reservada de un particular con clara notoriedad pública.

Veredictos

Es verdad, como decía Robert A. Dahl, que no hay ningún proceso judicial capaz de garantizar que el resultado sea completamente justo. "Un juicio llevado a cabo en forma ecuánime", sostenía, "puede, no obstante, dar por resultado un veredicto erróneo". Ahora bien, aclaraba "hay procesos que tienen más probabilidad que otros de conducir al resultado correcto", y de ahí la importancia de que los jueces sean escrupulosos y no se dejen contaminar por el medio ambiente, verdaderamente tóxico. Como decía el propio Dahl, incluso cuando un país democrático, siguiendo procedimientos democráticos, crea una injusticia, el resultado... sigue siendo una injusticia. "El poder de la mayoría no se convierte en el derecho de la mayoría", concluía.

Fue Tocqueville quien dijo en un famoso discurso que "estamos durmiendo sobre un volcán", y es muy probable que así sea en la política española, aunque no es un asunto exclusivo de este país. Se refería el pensador francés a la degradación de las costumbres públicas como una fuente del conflicto social, y en este sentido, tanto la judicialización de la política, como su contraparte, la politización de la justicia, forman parte del actual estado de cosas.

Las democracias liberales, de hecho, están siendo silueteadas en su contorno por lo que muchos han llamado expansión del poder judicial, lo que provoca frecuentes enfrentamientos con el poder político (el caso de EEUU es de libro). Las causas son numerosas, pero probablemente hay que encontrar el origen en el constitucionalismo posterior a 1945, que ha expandido el territorio del derecho a ámbitos que antes estaban en la esfera de la política hasta convertir a los jueces, en muchos casos, en legisladores.

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La judicialización de asuntos públicos, sin embargo, no es ninguna anomalía. Es, por el contrario, consustancial a las democracias liberales, pero sí lo puede llegar a ser cuando se traspasan los límites haciendo descansar en los jueces —se ha hablado de activismo judicial o de Gobierno de los jueces— funciones que no les corresponden, sino al poder político, resquebrajando de esta manera la necesaria apariencia de imparcialidad. Por ejemplo, convocando una huelga contra leyes que se tramitan en el parlamento o con ciertas manifestaciones públicas que invalidan su independencia. Sobre todo cuando tienen manifiestamente prohibida la militancia política o sindical.

Casi todo lo que sucedió alrededor del procés es un buen ejemplo de cómo se convirtió un asunto político en una cuestión judicial, y de ahí vienen muchos males de la actual política española. Muchos de sus protagonistas siguen jugando la partida en la sala segunda del Supremo. Mejor que los jueces hablen solo a través de sus sentencias y los políticos se comuniquen con la población mediante leyes. El silencio, a veces, es la mejor medicina.

* James Madison, República y libertad. Escritos políticos y constitucionales. Edición, estudio preliminar y traducción de Jaime Nicolás Muñiz. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2005

"Si los hombres fueran ángeles, ningún gobierno sería necesario", escribió James Madison, cuarto presidente de EEUU. La frase, muy conocida, vio la luz en un contexto muy concreto. Madison, junto a Hamilton y Jay, impulsaba, a través del colectivo Publius, la ratificación de la Constitución de su país, y en el número 51 de El Federalista, advirtieron de la necesidad de imponer controles externos e internos al gobierno, los célebres frenos y contrapesos.

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