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Madrid en agosto es lo mejor: una lección sobre el absurdo de nuestras vidas
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Héctor G. Barnés

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Madrid en agosto es lo mejor: una lección sobre el absurdo de nuestras vidas

Suena extraño, pero muchos disfrutamos de lo que la ciudad vacía nos ofrece. Sobre todo porque nos recuerda que es el resto del año cuando llevamos una existencia estúpida

Foto: Como Eduardo Noriega en 'Abre los ojos'.
Como Eduardo Noriega en 'Abre los ojos'.

Arde la calle al sol de poniente. Hay tribus ocultas cerca del río. Pero deben de estar muy bien ocultas, porque en Madrid en agosto no se le ve el pelo a nadie. Salir a la calle a las 11 de la mañana es arrojarse a pleno '28 días después' o, mejor dicho, a un postarmagedón climático que ha liquidado al 60% de la población mundial a cambio de convertir la Gran Vía en una macroplancha para freír huevos. La sensación que aflora se parece a muy pocas cosas. Es una mezcla de desamparo, angustia y, finalmente, distensión. El mundo se ha parado, pero uno puede recorrer sus ruinas a placer.

“A mí es que Madrid en agosto me gusta mucho”, desvela una compañera en la cocina. “No hay casi nadie, se puede aparcar en cualquier sitio...” Coincide otra compañera, que añade que es un momento ideal para hacer planes con esa gente a la que hace tiempo que no se ve. Es una argumentación que he oído miles de veces desde mi infancia. También, particularmente castiza: si hay algo que distinga a los que somos de-aquí-de-Madrid y los que no es esa querencia por nuestro particular infierno. Es un poco como comer insectos. Hay que haberse acostumbrado a ello desde jóvenes para terminar de apreciar todos los matices de sabor que nos ofrecen.

En verano, uno puede tomar distancia y darse cuenta de que quizá el verano es el estado natural de las cosas, y no el estrés de septiembre a junio

Si no, no cabe en ninguna cabeza cabal que uno pueda disfrutar de una ciudad cocida al sol de Castilla, un auténtico horno de bares cerrados, servicios mínimos y donde la agenda cultural se puede llenar en medio folio. Eso, claro, al mismo tiempo que uno sigue acudiendo religiosamente a su puesto de trabajo para que todo siga funcionando como Desmond en 'Perdidos'. A pesar de ello, se sigue obteniendo un extraño placer de la ciudad vacía, que parece a ratos tan asfixiante como un cuadro de Giorgio de Chirico, a veces tan incongruente como una pintura de Magritte. Desde luego, Madrid en verano es muy metafísica.

Quizá ahí radique la clave. Disfrutamos del verano urbano porque nos sirve para poner perspectiva respecto a nuestras miserias cotidianas. Las costumbres se relajan, el cuerpo busca la sombra y la oscuridad, las noches se alargan, los días se acortan, cunde la desidia, las noticias escasean y todos esos estímulos que sin parar recibimos en primavera, otoño e invierno se reducen. La vida parece no tener sentido; uno no puede hacer otra cosa que esperar a que lleguen las ansiadas vacaciones (o el odiado septiembre y que todo vuelva a su ritmo habitual). Pero en esa espera, uno descubre que, en realidad, la vida es mucho mejor así, y que es el resto del año cuando vivimos de forma excepcional, en una rueda imparable que no nos lleva a ningún lugar.

placeholder La calle de Toledo, a las ocho de la tarde.
La calle de Toledo, a las ocho de la tarde.

Esa quizá sea la gran epifanía que nos ha iluminado a algunos mientras el sol madrileño nos freía la cocorota: que en temporada baja se vive mucho mejor, que quizá no haga falta que pasemos el resto del año sufriendo, corriendo, estresados, agobiados. Que cuando no hay nada que hacer, uno puede hacer cualquier cosa. Así que de repente uno se da cuenta de que la cultura del crecimiento –trabajar más, ganar más, consumir más– es un espejismo. A mí que me den la cultura del “oye, pues así no se está tan mal”. Una vida cada vez más supeditada a la ética protestante del trabajo de septiembre a junio, un reducto de vaguería y vida contemplativa en agosto.

El último hombre vivo

'The Leftovers', una de las mejores series de los últimos años (ya sé que esto lo leen todos los días, pero háganme caso), partía de una sugerente premisa: el 2% de la población mundial desaparecía súbitamente sin dejar rastro. Madrid en agosto es como un 'The Leftovers' a lo bestia, sobe todo ahora que los efectos de la crisis se dejan de notar –o ya nos hemos acostumbrado a ellos, que esa es otra–. En la serie de la HBO, este acontecimiento causaba dolor y consternación. En la capital, cierto regocijo. Tengo que admitirlo, algunos de los días más divertidos de mi vida han tenido lugar en estos veranos interminables.

Ya sea en la oficina, ya sea en la piscina, ya sea en el 'after', pocas cosas unen más que tener que estar dando el callo en pleno agosto

Será porque odio las aglomeraciones de gente, pero no hay nada como un bar medio vacío para pasárselo bien. Cuando estás abandonado a tu suerte en el verano urbano, surge una particular solidaridad entre la gente, una comprensión mutua que se esfuma el resto del año. Ya sea en la oficina, ya sea en la piscina, ya sea en el 'after', pocas cosas unen más que tener que estar dando el callo en pleno agosto. El verano, además, es un terreno abonado para los episodios memorables que dan lugar a las batallitas de grupos de amigos, supongo que también porque las fiestas de barrio –uno puede saltar de finales de julio a principios de septiembre de verbena popular en verbena popular sin pisar el suelo– son un buen fermento.

Había otra clase de solidaridad que emergía entre los que nos quedábamos en Madrid en agosto. Algunos lo hacíamos porque, aunque no tuviésemos piso en la playa, nos íbamos en otro momento, pero otros porque sus familias no tenían dinero para marcharse a ningún lugar, así que debían vivir el verano (como dicen en los anuncios de cerveza) a tope en la piscina municipal. Yo, como he contado alguna vez, era de los niños sin pueblo que consideraban Móstoles su verdadero hogar. Así que cuando todo el mundo se marchaba, uno podía hacer cosas locas como leerse 'It' de Stephen King en un puñado de días. En ese momento no sabía que unos años después leer un libro de 1.500 páginas sería un placer prácticamente inalcanzable.

Foto: Uno de los hoteles más grandes de Europa. (iStock) Opinión

“Yo sigo con el rollo de que en Madrid en esta época del año se está de puta madre”, bromeaba un colega el otro día. Es posible que, en realidad, aborrezcamos tanto el caluroso estío urbano como cualquiera, pero nos hayamos creído nuestro propio discurso. Pero luego sales a dar un paseo a las nueve de la noche, te tomas una caña mientras miras el cielo (en serio, en verano se pueden ver las estrellas), alargas la conversación hasta la madrugada haciendo planes de futuro que nunca cumplirás y, oye, ni tan mal. Viva la vida laxa.

Arde la calle al sol de poniente. Hay tribus ocultas cerca del río. Pero deben de estar muy bien ocultas, porque en Madrid en agosto no se le ve el pelo a nadie. Salir a la calle a las 11 de la mañana es arrojarse a pleno '28 días después' o, mejor dicho, a un postarmagedón climático que ha liquidado al 60% de la población mundial a cambio de convertir la Gran Vía en una macroplancha para freír huevos. La sensación que aflora se parece a muy pocas cosas. Es una mezcla de desamparo, angustia y, finalmente, distensión. El mundo se ha parado, pero uno puede recorrer sus ruinas a placer.

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