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Madrid vuelve a molar más que Barcelona: el plan que ha logrado que el cocido sea 'cool'
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Héctor G. Barnés

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Madrid vuelve a molar más que Barcelona: el plan que ha logrado que el cocido sea 'cool'

Hacía tiempo que la capital necesitaba su disco, su macarra y su obra espejo tras décadas de hegemonía cultural catalana. Por eso C. Tangana ha arrasado con 'El madrileño'

Foto: El madrileño. (EFE)
El madrileño. (EFE)

Hace una década, José Luis Garci ambientó una secuencia de 'Holmes & Watson: Madrid Days' en Lhardy. Entre loas a la tauromaquia y Alberto Ruiz-Gallardón haciéndose pasar por su tío-abuelo, Isaac Albéniz, con barba pocha, se colaba un monumento al cocido que ha servido el restaurante de la Carrera de San Jerónimo desde hace siglos y cuyos efluvios inspiraron a Azorín aquello de que en sus espejos "nos esfumamos en la eternidad".

El madrileñismo hace extraños compañeros de mantel: la semana pasada, C. Tangana celebró la presentación de su nuevo disco sirviendo los tres vuelcos a prensa, amigos y, probablemente, enemigos. La diferencia entre nuestro primer Oscar y nuestro último cantante internacional es que el primero es un casposo y el segundo un provocador de buen corazón. No es que el primero lo haga en serio y el segundo de manera irónica. El primero lo hace porque arrugaría el morro ante un 'poke', y el segundo porque ya está de vuelta del 'poke' y sabe que el cocido es un homenaje a la madre, a la abuela, a la infancia, al barrio y a un pasado que nunca recuperaremos. El cocido del buen hijo.

A Madrid le duele haber perdido ante Barcelona el centro de la modernidad en los 90

'El madrileño', el disco de C. Tangana, es un regalo del cielo para empresarios de la noche y columnistas, porque dará trabajo a ambos. A los primeros porque acelerará el ritmo de ingesta de ron-colas en tubo de plástico y a los segundos porque nos da algo sobre lo que debatir durante una semana. Los productos culturales del poscapitalismo se rellenan de referencias como un pavo de Navidad y se arrojan al mundo a que vuelen solos, que ya nos encargaremos los periodistas de darles sentido.

Así que mi interpretación de esa mancha de Rorschach es: si lo ha petado en Spotify es porque ha interpretado que Madrid necesitaba su disco, necesitaba a un macarra, un artista, que alguien le devuelva su orgullo artístico herido. El gran dolor de la capital desde la Movida, tras las Olimpiadas de 1992, es haber perdido el cetro ‘cool’ y moderno frente a la Barcelona europea. Ni la vanguardia ni el 'mainstream' musical han pasado por Madrid. Lo suyo ha sido el macroevento (de Rock in Rio a Mad Cool) o el 'coitus interruptus' institucional. Lo más doloroso, la creciente identificación de Madrid con lo rancio, mientras Cataluña alumbraba a las 'andaluzas' Silvia Pérez Cruz o Rosalía.

placeholder Nostalgia y casticismo, también en los buzones. (EFE)
Nostalgia y casticismo, también en los buzones. (EFE)

La oportunidad estaba ahí desde hacía años, solo había que recogerla. Recuperar lo castizo no como Loquillo, como muestra de autenticidad ni como diferenciación nacionalista; sino como todo lo contrario, como un sinónimo de "lo que a todos nos gusta", Madrid sin madrileños. De eso va el disco: de disfrutar de lo que siempre le ha gustado a todo el mundo, ya sea rumba ('Ingobernable'), los ritmos latinos que han sonado desde hace décadas en todas las discotecas y fiestas patronales españolas ('Cambia!'), boleros ('Te olvidaste'), Andrés Calamaro o Kiko Veneno. Vaya, el menú habitual musical del español pre-OT. La radiofórmula española de los 90 pasada por el filtro de ese estilo internacional que une a Beyoncé con Bad Bunny con FKA Twigs con Billie Eilish.

Si 'El madrileño' suena familiar es porque entre pseudoversiones, guiños y 'samples', ya lo hemos oído antes. Es un pastiche, vaya, un cocido. Lo hemos oído y lo hemos visto. Las Vistillas, la M30, la Filmo, el RIU del edificio España y cualquier garito de rock de esos que abren hasta las 6 de la mañana. Nos hemos cruzado por la calle a Jorge Drexler (por el día) o a Andrés Calamaro (por la noche). Madrileño, madrileño, tampoco hay mucho más que el 'Campanera' de Joselito. El resto, pues lo típico de Madrid: andaluces salaos, argentinos bocachancla y gente borracha en karaokes. En realidad no hay nada más madrileño que uno de Burgos vestido de chulapo.

El Madrid de 'El madrileño' ha asumido que cae mal, como Calamaro o Mourinho

Puede que a la gente le (nos) haya gustado el disco porque echamos de menos Madrid; o mejor dicho, ese Madrid prepandemia. No el del flamenco duro, sino el del flamenquito del Candela, los garitos a los que no irías si no fuese porque te arrastran (pero vas), las verbenas populares donde ya solo van los modernos y el anacrónico bocata de entresijos. El Madrid de fiestas, encuentros y melancolías exacerbadas. En definitiva, ese universo cañí que atrae a los jóvenes que pasaron de extrarradiales a 'hipsters' porque alivia su mala conciencia gentrificadora.

Pero también hay una suerte de venganza cultural en el disco de Tangana. 'El madrileño', el disco, como el personaje de Antón Álvarez, es como el marqués de Bradomín, "feo, católico y sentimental". Es un tipo un tanto desagradable, macarra de colegio concertado en Usera que se junta con gente que no cae bien, como el Niño de Elche o Calamaro. Victimista, llorón y un poco plasta, porque hablan todo el rato de él pero nunca lo suficiente. Y que se queda tan pegado como el olor de una freiduría de gallinejas. Un poco Mourinho.

Un Madrid que ha asumido que cae mal y que se antepone a esa Barcelona cosmopolita, internacional, acogedora (ahí está la rumba), con vistas al mar y a Europa, femenina y exportable, que juega al toque y felicita al rival cuando pierde, que estudia en la ESCAC o en la Escuela Superior de Arte de Cataluña. Que los dos últimos grandes discos-evento españoles, el de C. Tangana y el de Rosalía, representen tan bien esa dualidad no es más que la extensión cultural de ese enfrentamiento entre Madrid y Barcelona, que no es tanto una guerra como una dialéctica entre dos formas de entender España.

Este disco está pensando en ti

Las agencias de publicidad tienen claro que no hay nada como las ciudades para vender un producto, porque su iconografía es fácilmente reconocible y apela directamente a nuestra identidad. Ocurre lo mismo con los géneros musicales populares, que ya no se abordan como parte de una tradición, una herencia o un misterio por dominar, sino como hipervínculos a recuerdos de nuestro pasado. Ay, esa lambada que escuchábamos en los veranos en la playita, ese flamenquito de discoteca 'light', esas fiestas del pueblo con La Húngara.

"Ese proceso de romantización del pasado y las raíces lo he visto en mucha gente"

También saben, además, lo importante que es abotargar de signos y referencias los 'videoclips' producidos para promocionar dicho producto, aunque sea hasta el punto de conseguir que no signifiquen nada: basta con arrojar referencias a Val del Omar, Sáenz de Oíza o el racionalismo levantino para que los periodistas, hermeneutas del vacío, nos lancemos a darle un sentido, una interpretación y, lo que es más importante, lo adaptemos a nuestro discurso (y cada día, el de más gente). Los discos son continentes vacíos que cuentan lo que cada cual desea que cuenten. Y mientras tanto, bailas.

Es el 'modus operandi' de C. Tangana con 'Little Spain' y su ideólogo, Santos Bacana, que en realidad se llama Álvaro Santos y es de Castilla; pero también el de Rosalía con CANADA, que tiene sedes en Poble Nou, Londres y Los Ángeles: ofrecer al mercado externo una visión ecléctica de la cultura interna y al interior una visión amable y despolitizada de la conflictiva tradición española. Lo decía el propio Bacana en una entrevista con 'Traveler': "Probablemente sea por la romantización del pasado y de las raíces, es un proceso que he visto en mucha gente. Cuando pienso en España no pienso en un país tanto como en la carretera que va a mi pueblo, los casetes de mi abuelo o los niños en la playa del Puerto… Solo recuerdas y potencias lo bonito, y creo que eso afecta a nuestra propia visión de España". Ay, las casetes.

Foto: 'El madrileño', el nuevo disco de C. Tangana.

'El madrileño' es un punto de no retorno en esa ambición generacional de recuperar el pasado a través de símbolos demasiado cargados (de españolismo, de ranciedad), que ahora son suavizados como memoria sentimental. Ya no hay rupturas generacionales, sino un proceso de autoaceptación que no lleva a indagar en los misterios del cuplé, sino a dormir un poco mejor sabiendo que tú eres tú y además está bien que así sea. No es tradición, es identidad desideologizada. 'El madrileño' es familiar porque apela a un imaginario infantil que durante décadas fue repudiado mientras Barcelona miraba hacia el futuro. Ahora que no hay futuro, Madrid puede encontrar sentido mirándose al ombligo.

No es un reproche, sino un diagnóstico. La autocelebración cultural mezclada con el sentimentalismo tan propio del 'indie' (recordemos: en 'El madrileño' abundan las baladas) ha sido la fórmula del ‘mainstream’ musical reciente, y por eso el disco es más Kayne West en 'Late Registration' o Calamaro en 'El salmón' que Kendrick Lamar o Los Hermanos Cubero. No es tanto un disco como una 'mixtape' de sonidos salidos de nuestro subconsciente, que configuran una entelequia que no existe y que los que vivimos en Madrid llamamos "Madrid". Es comerte un bocata de panceta mientras alguien te explica lo guay que es comerse un bocata de panceta en lugar de recordarte que da mucho colesterol.

Ser pijo, pobre, mujer, hombre, madrileño o catalán no es más que un punto de vista

Aún más, es un evento de reconciliación generacional en un momento en el que, como dijo ya Greil Marcus hace 40 años, "nadie podrá ponernos tan de acuerdo como Elvis". No contaba con Tangana, ni con que la cultura del siglo XXI sería tan sospechosamente unánime.

No hay meme que defina mejor nuestra era que ese en el que un joven empollón mira en su pantalla una imagen de algo que puede ser cualquier cosa (menos un joven empollón) y piensa "es k soy yo literal". "Es que soy yo literal" es lo que une a la industria cultural de hoy, una identificación absoluta con lo que se representa, en la que ser pijo, pobre, mujer, hombre, madrileño o barcelonés no es más que un punto de vista. Por ahora, Madrid vuelve a molar más que Barcelona. Al menos hasta que Rosalía saque nuevo disco.

Hace una década, José Luis Garci ambientó una secuencia de 'Holmes & Watson: Madrid Days' en Lhardy. Entre loas a la tauromaquia y Alberto Ruiz-Gallardón haciéndose pasar por su tío-abuelo, Isaac Albéniz, con barba pocha, se colaba un monumento al cocido que ha servido el restaurante de la Carrera de San Jerónimo desde hace siglos y cuyos efluvios inspiraron a Azorín aquello de que en sus espejos "nos esfumamos en la eternidad".

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