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Pablo Iglesias: muerte al Borbón y barricadas
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Rubén Amón

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Pablo Iglesias: muerte al Borbón y barricadas

Rebelión callejera, lucha de clases, miedo atávico a la Policía y al Ejército, más el rechazo a la monarquía, exponen la megalomanía del líder de UP para recuperar a los indignados

Foto: Irene Montero y Pablo Iglesias. (EFE)
Irene Montero y Pablo Iglesias. (EFE)
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Manuel Fraga ha pasado a la historia por la exageración de sus competencias ministeriales —“la calle es mía”, pero la calle en realidad 'es' de la izquierda. Se atribuye a sí misma cuándo, cómo y por qué es legítimo recurrir a ella y legitimar las movilizaciones, incluidas las escaramuzas simbólicas y no tan simbólicas con que Unidas Podemos reaccionó este domingo a la frustración que suponía no haberle podido organizar una gran manifestación de protesta a Díaz Ayuso.

Ya le hubiera gustado a Monedero encabezar, en plan libertario, la pancarta del proletariado. Y ya le gustaría a Iglesias consolidar la rebelión de la lucha de clases. Ha pretendido demostrarnos el 'líder máximo' que Ayuso sojuzga los distritos humildes. Y que pretende reprimirlos con el despliegue de la Policía y de los militares. Por eso, debió excitarle la lectura de los titulares de prensa con que amaneció el viernes: Franco anuncia el despliegue del Ejército en Madrid.

No es que el caudillo se hubiera transformado en corpóreo, pese a los ritos necrófilos y espiritistas que definen la magia negra de Pedro Sánchez. Se trataba del delegado del Gobierno, José Manuel Franco. Y se refería Franco a las misiones sanitarias y de desinfección encomendadas a los soldados, aunque la izquierda radical que conduce Iglesias en estado de ebriedad política se reanima en el sueño húmedo de los tanques y de 'los grises'.

Pretende demostrarnos el 'líder máximo' que Ayuso sojuzga los distritos humildes, que pretende reprimirlos desplegando a la Policía

La tregua Sánchez-Ayuso no le ha gustado a Iglesias. De hecho, las movilizaciones callejeras y las objeciones verbales le permiten recrearse en una carambola política. La bola que golpea a Ayuso termina sacudiendo al presidente del Gobierno. Porque Iglesias necesita diferenciarse del jerarca socialista, restregarle la posición gregaria en que Sánchez lo tiene consumido.

Ningún espacio conceptual mejor para hacerlo que la calle. Porque fue en la calle donde nació Unidas Podemos. Iglesias se apropió del movimiento 15-M y supo convertirlo en su trampolín. Los 'indignados', en sentido abstracto, proporcionaron a Iglesias el embrión concreto de un proyecto político que se ha ido degradando a medida que el propio Iglesias se convertía en casta y despeñaba, uno a uno, a los camaradas que prodigaron la fallida conquista de los cielos.

La calle, para Iglesias, es un territorio supersticioso y mágico. Recurrió a ella cuando reapareció entre multitudes después de haberse concedido un heroico permiso de paternidad. Fue tan embarazoso y mesiánico el cartel que anunciaba “el regreso” de Pablo, que Unidas Podemos tuvo que sacrificar... al publicista. Un líder populista necesita un pueblo, como un pastor necesita un rebaño. Iglesias ha descuidado la grey de tanto rodearse de privilegios. Por eso ha encontrado en la crisis de Madrid la grieta y la expectativa donde recuperar la tensión callejera.

Foto: Momento de la concentración convocada por sindicatos, asociaciones y partidos de izquierda en la puerta de El Sol. (EFE)

El problema ha sido su megalomanía. No se ha conformado con unas protestas específicas a la gestión de Ayuso. Ha organizado un artefacto político desproporcionado. Primero, porque ha convertido la abnegación de los policías y de los soldados —currantes como nadie— en un aparato represor. Y en segundo lugar, porque ha improvisado el indecoroso ‘teatrillo’ de la lucha de clases, cuando no una ridícula guerra de secesión. Ahí está Monedero canturreando el himno republicano del 'Puente de los franceses' y simulando un ejercicio patético de insurrección: “Madrid ¡qué bien resistes! Madrid ¡qué bien resistes!, mamita mía, los bombardeos, los bombardeos”.

En ausencia de una dictadura, Iglesias y sus costaleros necesitan aferrarse al placebo de una monarquía. No ya despojándola de su adjetivo categórico —parlamentaria— sino convirtiéndola en el mejor pretexto ideológico de la rebelión. Muerte al Borbón, decía Torra explícitamente. Muerte al Borbón, musita Iglesias al tiempo que se le amontonan las coyunturas propicias. Tanto le vale promover el regicidio con la espantada de Abu Dabi como hacerlo con la reacción de Felipe VI al plantón de Barcelona. Iglesias estaba esperando la frase —“Me hubiera gustado ir"— para afilar la guillotina y convertir la reivindicación de la república en un instrumento de distinción política de los socialistas. Que siempre han sido los enemigos. Y que titubean en la adhesión a la monarquía parlamentaria. El propio Sánchez se ha puesto a jugar con la Corona. Le constriñen a hacerlo los chantajes del soberanismo y le animan sus antiguas convicciones: “Salud y república”, tuiteaba el presidente del Gobierno antes de encontrarse en el colchón de la Moncloa.

Pablo Iglesias ha encontrado en la crisis sanitaria de Madrid la grieta y la expectativa donde recuperar la tensión callejera

A Iglesias le excita la imagen de la cabeza de Felipe VI en la cesta de mimbre. Y le estimula sobremanera el alzamiento de las clases populares frente a los ricos.

Quiso llevarse el conflicto al templo del Teatro Real. Y pretendió probarse que los melómanos del gallinero estaban premeditada y cruelmente hacinados, mientras los ricachones de la platea disponían de las mejores comodidades espaciales y sanitarias. Por eso se urdió un sabotaje a las funciones de ‘Un ballo in maschera’. El griterío de unos cuantos reventadores aspiraba a trasladar la lucha de pobres y ricos en el escenario inflamable de la pandemia. Ha sido irresponsable e indigno estimular en las calles la idea de un alzamiento o de una revuelta callejera. Y no se hubiera producido nunca de haber gobernado la izquierda la Comunidad de Madrid. Lo demuestra la mansedumbre con que la 'calle' ha reaccionado —o no ha reaccionado— a los desmanes de la gestión sanchista. La manifestación motorizada de Vox, inoportuna y temeraria, fue caricaturizada como una rebelión frivolona de los ricachones. No tenían derecho a protestar los ‘cayetanos’ porque es Echenique quien distribuye los permisos, las autorizaciones.

Ha sido irresponsable e indigno estimular en las calles la idea de un alzamiento o de una revuelta callejera

Ha estado muy cerca el PSOE de adherirse a los calentones y de perseverar en el antagonismo a Díaz Ayuso. La propia Adriana Lasta se hubiera colocado en cabeza de la manifestación, pero ha prevalecido un atisbo de sensatez, no ya porque al Gobierno se le adivinan las costuras de la negligencia, sino porque Sánchez concede a Iglesias el papel de radical e insumiso. Qué paradoja: Franco manda soldados a Madrid e Iglesias responde enviando manifestantes.

Sobreviene moraleja interesante en esta peripecia. Un Gobierno conservador no podría emprender las reformas que necesita España sin encontrarse con la movilización infranqueable de las calles. El 'pueblo' concede indulgencia, comprensión y paciencia a la izquierda, de tal manera que Sánchez dispone de un margen de actuación traumático —pensiones, funcionarios, política fiscal, reformas laborales— que podría sobreponerse al estupor de la sociedad. Solo Iglesias podría organizarle las protestas. Y no van a faltarle ganas, pero su descrédito le convierte en un pintoresco epígono de Fraga cuando el ministro franquista pensaba que la calle era suya.

Manuel Fraga ha pasado a la historia por la exageración de sus competencias ministeriales —“la calle es mía”, pero la calle en realidad 'es' de la izquierda. Se atribuye a sí misma cuándo, cómo y por qué es legítimo recurrir a ella y legitimar las movilizaciones, incluidas las escaramuzas simbólicas y no tan simbólicas con que Unidas Podemos reaccionó este domingo a la frustración que suponía no haberle podido organizar una gran manifestación de protesta a Díaz Ayuso.

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