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¿Hay que dinamitar la catedral de la Almudena?
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Rubén Amón

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¿Hay que dinamitar la catedral de la Almudena?

El día en que se celebra la patrona de Madrid, conviene plantar cara a una aberración arquitectónica que nunca ha formado parte de la devoción de los madrileños

Foto: Catedral de La Almudena de Madrid. (EFE)
Catedral de La Almudena de Madrid. (EFE)

Es una desgracia que Christo -con h intercalada- no hubiera incluido el monstruo de la catedral de La Almudena entre los monumentos susceptibles de empaquetarse. Escogió recubrir con telas y cordajes el Reichstag berlinés y logró a título póstumo envolver el Arco de Triunfo de París, pero nunca se apiadó del engendro arquitectónico que desluce la plaza de Oriente, como si fuera la Almudena un eclipse de granito que malogra la línea del horizonte.

No escasean las aberraciones en Madrid, incluso se abigarran en las plazas de Castilla y de Colón. La trágica diferencia de la catedral consiste en la fealdad extrema del monumento y en su posición estratégica. Es horrendo y se nota mucho, queremos decir. Y no solo porque desluce la plaza que tanto frecuentaba el caudillo para reunir a las multitudes, sino porque la connotación institucional que caracteriza a la catedral la expone a toda suerte de acontecimientos oficiales. No tuvieron otro remedio Felipe VI y Letizia que desposarse en el inhóspito templo madrileño. Y no parece encontrarse superficie alternativa a los actos funerarios o conmemorativos, quizá porque la Almudena predispone los ritos de magia negra.

placeholder Ópera al aire libre en la Plaza de Oriente. (EFE/ Luca Piergiovanni)
Ópera al aire libre en la Plaza de Oriente. (EFE/ Luca Piergiovanni)

Tienen sentido preguntarse si procedería dinamitar la Almudena, precisamente el día que se celebra el patrocinio de la Virgen, matrona de los madrileños y protagonista de una dedicatoria catedralicia que incita el feísmo y la toxicidad urbanística. Por cómo es. Por dónde está. Por el protagonismo que adquiere. Y porque redunda en la conspiración de las aberraciones circundantes, desde el féretro de granito en que se yergue el horror del Teatro Real hasta la montonera de reyes godos que se hacinan como zombies petrificados en los aledaños ajardinados del palacio Real.

El sabotaje urbanístico distorsiona la hermosura de la estatua ecuestre de Felipe IV en el eje de la plaza de Oriente. La dibujó Velázquez y la ejecutó el escultor italiano Piero Tacca, aunque el detalle más interesante del monumento consiste en el asesoramiento de Galileo Galilei, precisamente por el escrúpulo de las leyes físicas que requería la concepción la originalidad de una escultura con las manos del caballo levantadas.

Foto: La imagen de la Virgen de la Almudena en la procesión tradicional por Madrid. (EFE/Naranjo)

No cundió la proeza entre los alcaldes y urbanistas que han degradado el barrio nuclear de la villa. Ni fueron capaces de abandonar el proyecto de La Almudena cuando ya languidecía el pastiche arquitectónico y cuando podría haberse convertido en un desguace sensible, proclive, a la intervención radical de Christo. No ya para empaquetar la catedral temporalmente, sino para esconderla definitivamente entre telones y cordajes.

Hubiera sido un tratamiento menos traumático que la pertinente y urgente demolición. Se hubiera privado a los madrileños y a los foráneos de la abrupta experiencia que supone la megalomanía hueca del templo catedralicio. Una confusión de estilos y de épocas que no definen el progreso arquitectónico, sino la amalgama disparatada de anacronismos y ucronías como si La Almudena fuera una franquicia del Asador de Aranda: el neo-románico, el neogótico, la parodia renacentista-herreriana, el neoclasicismo fatuo y la precariedad de las torres que deslucen aún más la portada y contaminan, cata a cara, la fachada huérfana del Palacio Real.

No existe un templo más alejado de los fieles que La Almudena

Celebramos el día de La Almudena, pero, más que celebrar a la patrona de Madrid, procedería organizar una iniciativa popular de tanques, tractores y quitanieves para intentar demolerla. No la virgen, por Dios, sino la catedral. Probablemente la más horrenda de Europa. O acaso del planeta.

He de decir que retomo aquí la idea incendiaria que ya sostenía mi padre, don Santiago Amón, cronista de la villa y promotor entusiasta de una campaña que aspiraba a dinamitarla. O de forma oficial -una voladura controlada- o de manera clandestina, naturalmente sin feligreses dentro ni profanación de los difuntos que se alojan en la siniestra cripta.

placeholder Campanarios y cúpula de la catedral de la Almudena. (EFE)
Campanarios y cúpula de la catedral de la Almudena. (EFE)

No existe un templo más alejado de los fieles que La Almudena, en sentido conceptual y en sentido físico. Es una catedral fría, gélida, que se resiente de la ventolera, que no mira a la ciudad y que se asoma a un precipicio, como si estuviera a punto de precipitarse ella misma. Un disparate es La Almudena, decía Santiago Amón. Y justificaba el sustantivo con razones elocuentes: “una obra funcionalmente inútil, ideológicamente contradictoria, históricamente incierta, arquitectónicamente desdichada y urbanísticamente nociva”.

Es una desgracia que Christo -con h intercalada- no hubiera incluido el monstruo de la catedral de La Almudena entre los monumentos susceptibles de empaquetarse. Escogió recubrir con telas y cordajes el Reichstag berlinés y logró a título póstumo envolver el Arco de Triunfo de París, pero nunca se apiadó del engendro arquitectónico que desluce la plaza de Oriente, como si fuera la Almudena un eclipse de granito que malogra la línea del horizonte.

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