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Temístocles: un pícaro en la corte de los Borbones
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Temístocles: un pícaro en la corte de los Borbones

El estreno en el Real de “Nabucco” pone de actualidad a Solera, un escritor italiano y cortesano que hizo la pelota y el amor a Isabel II y que llegó a ganarse la vida de espía

Foto: Ensayo de "Nabucco" en el Teatro Real. (EFE/ Teatro Real/ Monika Rittershaus)
Ensayo de "Nabucco" en el Teatro Real. (EFE/ Teatro Real/ Monika Rittershaus)
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Ahora que se estrena “Nabucco” en el Teatro Real, urge evocar la huella madrileña de un personaje, un escritor, un pícaro, cuya biografía supera holgadamente las razones de su posteridad artística. Temistocle Solera, se llamaba. Y se le conoce inequívocamente al abrigo de Verdi porque fue su libretista antes de consolidarse entre ellos una relación patológica.

Temistocle Solera, eufónico en su nombre, orgulloso de su propia aliteración, representa un misterio biográfico y artístico que él mismo se preocupó de cultivar, amalgamando tantas veces los hechos con las conjeturas, las ambiciones con las realidades, las aspiraciones con las frustraciones y hasta los beneficios con los oficios, éstos últimos multiplicados en una versatilidad enciclopédica en la que impresionan su trabajo clandestino de espía y su ocupación explícita de comisario de policía.

Lo fue en diferentes ciudades italianas. Incluidas entre ellas Florencia. Y reconociéndosele la perspicacia y la astucia de las que siempre estuvo dotado cuando era artista de la legua. Porque Solera no fue tanto un vividor como un superviviente. Un epígono de Pulcinella en la habilidad social, aunque no naciera en Nápoles, sino en Milán, cuyo templo operístico, La Scala, le proporcionó sus primeros reconocimientos.

Foto: Uno de los ensayos de 'Las bodas de Fígaro' previo al estreno. (EFE/Teatro Real)
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Se le tenía por un poeta meritorio y romanticón. Por un compositor desprovisto de ingenio. Y por un libretista instintivo, aunque la fama de "Nabucco", elevada a categoría universal sobre las alas doradas del "Va pensiero", no se explica sin la intervención de una de esas carambolas que tantas veces compadecían el destino de Solera.

El escritor encontró su sitio en la corte de Isabel II. Recaló en Madrid más por su posición de consorte -los teatros españoles contrataban con asiduidad a la soprano Teresa Rusmini- que por sus facultades creativas. Otra cuestión serían las facultades en el ars amandi, toda vez que a Solera se le llegaron a atribuir relaciones pecaminosas con la soberana. Y se le relacionaba con una estrategia arribista de la que existen innumerables ejemplos, pues el escribiente italiano se prodigó en una literatura dadivosa, empalagosa y hasta sumisa con tal de procurarse el beneplácito de Isabel II.

Produce estupefacción la proeza en almíbar de su "Grande cantata" a la gloria de la reina. Compuso tanto la música como la letra. Y las justificaba ambas en la glorificación de un decreto de amnistía que Isabel II había firmado apiadándose de los emigrados que se habían tenido que marchar de España por estrictas razones políticas.

"Si hay quien gima en aflicción
en Isabel deposite
de su mal la confesión;
si hay quien perdón necesite
ella es fuente de perdón"

Semejante adulación llegó al paroxismo cuando sobrevino la inauguración del Teatro Real mismo. Se imprimieron unos programas de mano especiales donde contribuían los escritores de la época para glosar la importancia y el significado del nuevo hito cultural -Bretón de los Herreros, Selgas, Gómez de Avellaneda-, pero Solera decidió que la gran protagonista era Isabel II en cuanto mecenas y protectora del regio teatro, así es que llegó a proclamarla "L'angelo de Iberia" en el contexto de unos versos que producen más bochorno que embarazo. Y que abrieron muchas puertas a Solera.

Le escribía himnos y le redactaba entusiastas poemarios. Y se valía casi siempre de la lengua italiana para sofisticar su lenguaje adulador y seductor. Pues era Solera un conversador extraordinariamente fértil y ameno. Contaba sus historias con teatralidad y apasionamiento. Y se había instalado en Madrid tanto al abrigo que le proporcionaba la fama de su esposa como por su relación amistosa con la reina misma.

Foto: Calixto Bieito explora los abismos de la enfermedad mental y el abuso sexual en su adaptación escenográfica de 'El ángel de fuego'. (EFE/Teatro Real/Javier del Real)

No parecía en 1850 que el señor Temistocles -se castellanizó su nombre- pudiera morir en la indigencia. Se jactaba de haber sido proclamado "caballero de la Real y Distinguida Orden de Carlos III". Y presumía de conexiones fabulosas en la cima europea de la ópera, así es que la catástrofe económica que supuso para la Casa Real y el Gobierno la financiación de la primera temporada del Real predispuso que la siguiente corriera bajo la intendencia del caballero Solera, huyendo de sus acreedores italianos y utilizando de cebo su falsa o comprometida ascendencia sobre Verdi. Solera murió de mayor y en la indigencia, perseguido por sus acreedores y proporcionando un campo de minas al rastreo sus biógrafos. Que no saben discriminar entre lo que hizo y lo que no hizo de tantos disfraces que llegó a ponerse. O de tantos oficios que alcanzó a desempeñar.

Sabemos que fue estudiante en Viena y fugitivo en Budapest, masón en Milán y cortesano en Madrid, espía de Napoleón III y confidente de Cavour, comerciante de obras de arte, anticuario, incluso artífice de la captura de uno de los ladrones más temibles en la Italia de su tiempo: Paolo Serravalle. La proeza le sirvió de camino para adquirir galones de comisario. Y para desempeñar la tarea en Florencia, Venecia y Verona, aunque el pasaje más estrafalario de este reciclaje profesional concierne a su papel de coordinador de la policía europea en Egipto, precisamente cuando estaba llevándose a cabo la construcción del canal de Suez y cuando su viejo amigo Verdi fue reclamado como artífice de la inauguración del teatro de ópera.

Lo hizo con una reposición de "Rigoletto" a la que luego sucedió el estreno absoluto de "Aida", exótica ópera de ambientación egipcia en cuyo embrión también figura el personaje de Solera. Y no porque escribiera el libreto -lo hizo Ghislanzzoni-, sino porque se le atribuye -o se atribuye él mismo- la idea misma de la obra, incluso algunos esbozos argumentales que habrían estimulado la curiosidad del propio Verdi y que escenifican una reconciliación más o menos novelesca entre ambos personajes.

Ahora que se estrena “Nabucco” en el Teatro Real, urge evocar la huella madrileña de un personaje, un escritor, un pícaro, cuya biografía supera holgadamente las razones de su posteridad artística. Temistocle Solera, se llamaba. Y se le conoce inequívocamente al abrigo de Verdi porque fue su libretista antes de consolidarse entre ellos una relación patológica.

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