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¿Y si el papa Francisco fuera un impostor?

La primera década de Bergoglio en el trono del Vaticano expone la paradoja de un pontificado de muchos gestos y palabras, pero de un inmovilismo integral en todas las revoluciones pendientes

Foto: El papa Francisco saluda a la gente en la plaza de San Pedro. (Reuters/Yara Nardi)
El papa Francisco saluda a la gente en la plaza de San Pedro. (Reuters/Yara Nardi)
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No está claro si el pastor guía al rebaño o si el rebaño guía al pastor. La primera hipótesis refleja la dimensión jerárquica del Papa, pero la segunda ha adquirido verosimilitud con la accidentalidad de un pontificado que se desenvuelve entre las ocurrencias, las ansias de regeneración, la inercia plebiscitaria y la improvisación.

Uno de los casos más elocuentes al respecto (de la improvisación) concierne al papel de la mujer en la Iglesia. No porque existan expectativas revolucionarias, sino porque Francisco se ha comprometido a estudiar la equiparación entre diáconos y diaconisas, de tal forma que estas últimas tendrían la facultad de administrar el bautismo y asistir las nupcias, adquiriendo un rango superior al de la monja rasa.

Nada que ver con el sacerdocio femenino. O mucho que ver con la definición volátil del papado franciscano, toda vez que el debate de la discriminación del clero femenino se originó inesperadamente en el Vaticano como reclamación de una representante de la Unión Internacional de Superioras.

Foto: Mel Gibson en un fotograma de la película 'Braveheart'.

El Papa sabía de las cámaras y de la expectación. También parece haber asumido el poder mediático, catártico, que se le atribuyen a sus palabras. Y las proezas que se le amontonan o se le reconocen por el mero hecho de insinuarlas, forzándole a cumplir el papel de pontífice transgresor o de patriarca planetario en un asombroso ejercicio de sugestión.

Y lo que concedió el Papa a las superioras fue lo que hubiera concedido un primer ministro con reflejos. Aceptar la sugerencia con sensibilidad. Y comprometerse a la apertura de una comisión, igual que ya las había abierto para depurar los casos de pederastia, rectificar la opacidad financiera de la Santa Sede, o velar por el desasosiego de los divorciados.

La paradoja del papado, 10 años después de haberse inaugurado, consiste en la distancia que separa las palabras de los hechos, las formas del fondo. Francisco ha adquirido una reputación de Papa transformador no por sus novedades doctrinales, sino por su instinto informativo, su carisma escénico y su posición de contrafigura a una Iglesia opulenta y hermética.

Foto: Audiencia semanal del papa Francisco

Ha descompuesto las maneras. Ha roto la distancia jerárquica con los feligreses. Ha lavado los pies de los presos. Ha abjurado de los símbolos del poder. Y se ha hecho humano, con el riesgo que supone la trivialización del primado. O con la preocupación que semejante sensibilidad franciscana ha abierto entre los flancos conservadores. No ya desconcertados por la irrupción de un Papa arrabalero y peronista que simpatiza con la teología de la liberación, sino irritados por la popularidad de Francisco entre los agnósticos y los ateos, a quienes tanto deslumbra la tolerancia del Papa y la destreza con que se aferra al undécimo mandamiento.

“¿Quién soy yo pare juzgar a un homosexual?”, proclamó Francisco asumiendo el madero de la discriminación. E ignorándose entonces que Jorge Mario Bergoglio tanto vetaría el nombramiento de un embajador francés homosexual ante la Santa Sede como se movilizaría para malograr en Italia el matrimonio entre personas del mismo género.

Había sucedido en Irlanda unos meses antes. Y había trascendido que el Papa lo consideraba una “derrota para la humanidad”, predisponiendo por idénticas razones un asedio a la maduración de la normativa italiana. Que se ha aprobado, es verdad, pero desprovista de la igualdad semántica —queda prohibido el uso del término matrimonio— y de los derechos de adopción.

Foto: Vicenç Lozano en una foto promocional. (Cedida)

El Papa no es nadie para juzgar a un homosexual, pero sucede que la posición de la Iglesia al respecto de la homosexualidad consolida la acepción más refractaria y fundamentalista. Incluso clínica, patológica. La homosexualidad es un pecado que ha de vivirse en la abstinencia. Bendecir una pareja del mismo sexo sería cuestionar las leyes de Dios.

No parecen haberle afectado a la reputación del pontífice estas ambigüedades. Su grado de infalibilidad y de devoción consolidan un aura providencial al que se han adherido los populismos de izquierdas —Podemos, Bernie Sanders, Maduro...— y los movimientos ecologistas, advirtiendo en este Papa un azote contra el capitalismo y un aliado en la custodia del planeta, como se desprende de su rechazo a las energías fósiles y de sus homilías justicieras sobre la redistribución de la riqueza.

El cónclave que proclamó a Francisco hace una década se observó como una inflexión histórica. El primer Papa jesuita. El primer Papa americano. El Papa franciscano. No se pueden reprochar a Bergoglio las construcciones ajenas ni el mesianismo prêt-à-porter, pero el análisis de estos 10 años en olor de multitudes obliga a diferenciar el incienso de las palabras.

No existen fenómenos menos revolucionarios que las revoluciones. Porque se malogran en su combustión retórica

De otro modo, el National Catholic Reporter, una exigente publicación estadounidense que recela de la euforia papulista, no hubiera encadenado una serie de editoriales severos en los que reprocha al pontífice la tibieza de las comisiones de las finanzas y de los abusos sexuales.

La opinión pública considera resueltos el hermetismo contable y el fin de la omertà de los abusos porque Francisco los ha condenado con extraordinaria dureza, pero llama la atención que la beligerancia hacia unos y otros delincuentes apenas haya tenido correlación en procesos judiciales, condenas y escarmientos ejemplares.

Francisco celebra su reputación con la certeza haber resistido a la presión de las expectativas. Tiene mérito porque las expectativas no las creó el Papa. Ni tampoco la feligresía. Las creó la opinión pública, obviando incluso que el santo padre no presentó un programa electoral ni fue elegido por sufragio universal.

Foto: El papa Francisco y el papa Benedicto XVI. (EFE/Archivo/L'Osservatore del Vaticano) Opinión
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No existen fenómenos menos revolucionarios que las revoluciones. Porque se malogran en su combustión retórica. Porque la realidad las destempla. Y porque las pretensiones de su alcance acostumbran a restringirse luego al formalismo o a la superficie.

Ha decidido Bergoglio hacerse humano y vulnerable, empatizar con la sociedad, como dicen los cursis, despojarse del boato y de las connotaciones sobrenaturales. El Papa se acerca a la tierra tanto como nos aleja del cielo, desdibuja la sugestión metafísica que osaron los artistas barrocos en la Contrarreforma.

Y decide trivializarse con la demagogia que implica acudir a una tienda de barrio para comprarse unas gafas económicas. No impresiona semejante mundanidad, como no conmueve un alcalde que acude al trabajo en bicicleta. Más impacto hubiera tenido abrir el debate del celibato.

Francisco ha escenificado una política de gestos y de concesiones demagógicas más propios de un cura arrabalero que de un pontífice máximo

No quiere decirse que los sacerdotes deban casarse obligatoriamente. Ni se trata de cuestionar la vocación absoluta de algunos curas en su dedicación unilateral. Se trata de desdramatizar el debate, con más razón cuando el Papa se ha propuesto demostrar el porvenir de la Iglesia requiere, paradójicamente, asimilar la tolerancia inculcada entre los primeros cristianos. Que estaban casados. Con Dios y con sus mujeres.

No hay atisbo de revolución al respecto. Ni es imaginable que aparezca con los años y con los siglos un cónclave con algunas mujeres y una aspirante a papisa. Francisco sabe cuáles son las líneas rojas.

No se trata de que la Iglesia tenga que rectificar sus dogmas estructurales, pero cuesta trabajo comprender de dónde proviene el entusiasmo del Gobierno español y de la progresía hacia un Papa y hacia una teocracia que discrepan integralmente de su modelo de sociedad, incluidos el matrimonio homosexual, la eutanasia, el aborto y no digamos la ley trans.

Foto: Benedicto XVI. (Reuters/Archivo/Tony Gentile) Opinión

La explicación del misterio acaso consiste en que Francisco ha escenificado una política de gestos y de concesiones demagógicas más propios de un cura arrabalero que de un pontífice máximo, naturalmente a cuenta de la degradación de la liturgia y del estupor estético.

Puede que sus antecesores fueran tan triviales como él, pero no cometieron el error de pretender acercar la Iglesia a costa de desfigurarla. Gusta mucho el cantante, pero no se repara en la letra de la canción.

Por eso desconcierta el alcance de sus grandes méritos. Uno es haberse convertido en el Papa de los ateos, aun sin llegar a convertirlos. Y el otro haber logrado que se le atribuyen las proezas y revoluciones que nunca ha emprendido, demostrándose hasta qué extremos Jorge Mario Bergloglio ha convertido la fumata blanca en una espesa cortina de humo.

No está claro si el pastor guía al rebaño o si el rebaño guía al pastor. La primera hipótesis refleja la dimensión jerárquica del Papa, pero la segunda ha adquirido verosimilitud con la accidentalidad de un pontificado que se desenvuelve entre las ocurrencias, las ansias de regeneración, la inercia plebiscitaria y la improvisación.

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