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¿El papa progre entierra al papa facha?
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Rubén Amón

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¿El papa progre entierra al papa facha?

El entierro de Benedicto XVI excita un ridículo debate en España, como si hubiera que tomar partido y como si resultara incómodo descubrir que fue más revolucionario que Bergoglio

Foto: El papa Francisco y el papa Benedicto XVI. (EFE/Archivo/L'Osservatore del Vaticano)
El papa Francisco y el papa Benedicto XVI. (EFE/Archivo/L'Osservatore del Vaticano)
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La liturgia milenaria de la Iglesia no contradice que el acontecimiento insólito de un pontífice enterrando a otro pontífice predisponga novedades dramatúrgicas. La despedida de Bergoglio a Ratzinger enfatiza este jueves la dimisión histórica del papa germano. Y establece las condiciones de un nuevo ritual que puede normalizarse si los sucesores de Benedicto XVI, empezando por Francisco, suscriben el precedente de la renuncia por razones de salud o por motivos de edad, tal como sucede con los monarcas desprovistos de tareas metafísicas a quienes apresura la jubilación.

Entierra Bergoglio a Ratzinger en San Pedro. Y se resuelve la excentricidad que suponía la cohabitación de un papa en ejercicio y de otro emérito en una superficie de 0,44 kilómetros cuadrados. Es el perímetro sagrado de la Santa Sede. Y el espacio de una cohabitación modélica o silenciosa cuya repercusión en el ruedo España no ha podido sustraerse al partidismo estrafalario de las respectivas corrientes ideológicas. ¿Eres de Francisco o de Benedicto XVI? ¿Te gusta más el papa progre o el papa facha?

Foto: Benedicto XVI: última hora de su funeral en directo (EFE/EPA/MASSIMO PERCOSSI)

La simplificación del debate se expone, con todo su pintoresquismo, en la sobreactuación de los políticos celtibéricos y en la correlativa militancia de las terminales mediáticas. Viene a plantearse que Bergoglio tanto entierra a un papa como sepulta una forma ortodoxa o arcaica de concebir la Iglesia. Y pretende excitarse la idea según la cual el pontífice argentino representa la revolución, más ahora sin la vigilancia ni coacción del marcaje germano.

Bergoglio les gusta a Pablo Iglesias y a Yolanda Díaz en toda su demagogia y papulismo. Y le fascina más todavía al ministro Bolaños, representante del Gobierno en los funerales romanos y monaguillo de sensibilidad inflamable cada vez que expone su total afinidad al papado del obispo porteño.

¿A qué se refiere exactamente la sintonía? ¿Dónde está la revolución de Francisco? El progresismo de Bergoglio es una etiqueta que se acepta y asume sin reparar en los contenidos de la legislatura. Y no es cuestión de discutirle al Vaticano la fortaleza de sus dogmas ni su posiciones pétreas en la doctrina, pero sí de recordarle a Bolaños y a Sánchez que Francisco reniega del divorcio, del aborto, de la eutanasia, de la igualdad de género, de la ley trans, del matrimonio homosexual y de la homosexualidad misma.

Foto: Benedicto XVI. (Reuters/Archivo/Tony Gentile) Opinión

Es verdad que Bergoglio inauguró el pontificado preguntándose quién era él para juzgar a un homosexual, pero la posición de la Iglesia permanece donde estaba. O sea, que la desviación de la homosexualidad ha de vivirse en la abstinencia. Y que los homosexuales deben alejarse del sacerdocio, como si la orientación sexual de un gay conllevara un incontenible comportamiento delictivo o fuera el origen mismo de la pederastia.

Bergoglio colisiona explícitamente con los principios y valores de la izquierda y con los logros de las sociedades civiles, pero la progresía le concede una extraña indulgencia porque su política de gestos y de faroles escenifica un populismo que encubre el espesor de una Iglesia autoritaria, masculina, discriminatoria y de sensibilidades bolivarianas. Bergoglio es el papa de Maduro y de Kirchner, el estandarte ficticio de los parias, el azote del capitalismo, el ecologista de Dios y el mito de Podemos porque les seduce el carisma del cantante sin haber reparado en la letra de la canción.

Semejante devoción predispone una estúpida beligerancia hacia la figura de Ratzinger, como si el difunto Benedicto XVI respondiera a los clichés del antiguo régimen y nunca hubiera abandonado el despacho del Santo Oficio, siendo como fue prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe.

placeholder Capilla ardiente del papa Benedicto XVI. (EFE/EPA/Jeon Heon-Kyun)
Capilla ardiente del papa Benedicto XVI. (EFE/EPA/Jeon Heon-Kyun)

Ratzinger representaría al papa retrógrado y conservador. No porque así lo caricaturice Monedero en su estricta ignorancia y dimensión anticlerical —el papa nazi, el cardenal oscurantista, el gran inquisidor—, sino porque también se ocupa la derechona rancia de construir un retrato hiperbólico que exagera la contribución de Benedicto a la teología, que destaca su gigantismo —"un héroe intelectual", decía Ayuso— y que no se percata de la verdadera dimensión revolucionaria en que se define paradójicamente el pontificado: la dimisión. O sea, no lo que hizo ni prometió, sino lo que dejó de hacer porque le abrumaban las circunstancias, las presiones y los chacales de Roma.

La decisión de abdicar implicaba una valentía y un descaro que malograban la infalibilidad asociada al cargo y que contradecían el ejemplo agónico de Karol Wojtyla en la cruz. Tanto se humanizaba Joseph Ratzinger, tanto el primado se exponía a una crisis de vulnerabilidad, quizá porque Benedicto XVI prefería inculcar una Iglesia más colegiada y menos autoritaria.

Foto: La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, y el alcalde de Madrid, José Luis Martínez Almeida. (EFE/Sergio Pérez) Opinión
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La revolución de Ratzinger consistió en mostrarse débil. Le pesaba el anillo del pescador. No soportaba acarrear las llaves de San Pedro. Y la revolución de Jorge Mario Bergoglio, alias Francisco, no ha sido otra que fingir haber cambiado las cosas, sin haber hecho otra (cosa) que trivializar el misterio, vulgarizar la liturgia y obstinarse en demostrar que al frente de la Iglesia universal bien podía hallarse un cura arrabalero de Buenos Aires.

Tiene poco sentido —ninguno— reducir las exequias pontificias a un debate hispano-español sobre el progresismo y el conservadurismo. No existe obligación de tomar partido por Francisco o por Benedicto como si estuviéramos en un derbi. Menos aún cuando el duelo está intoxicado por el partidismo. Y cuando el desenlace podría depararnos que el verdadero conservador es Bergoglio y que el progresista era Ratzinger.

La liturgia milenaria de la Iglesia no contradice que el acontecimiento insólito de un pontífice enterrando a otro pontífice predisponga novedades dramatúrgicas. La despedida de Bergoglio a Ratzinger enfatiza este jueves la dimisión histórica del papa germano. Y establece las condiciones de un nuevo ritual que puede normalizarse si los sucesores de Benedicto XVI, empezando por Francisco, suscriben el precedente de la renuncia por razones de salud o por motivos de edad, tal como sucede con los monarcas desprovistos de tareas metafísicas a quienes apresura la jubilación.

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