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La cuestión nacional tumbó a Rajoy y tumbará a Sánchez
La falta de cohesión de España no está en las identidades nacionalistas, sino en la desigualdad material, porque la variable esencial de la política española ha sido la complacencia de los secesionismos vasco y catalán
La Constitución de 1978 permitió la solución de algunas de las llamadas cuestiones de España, problemas irresolubles de nuestra convivencia que se prolongaron por siglos. Después del golpe de Estado del 23-F, y gracias a la combinación de esfuerzos de Juan Carlos I y del Gobierno de González, con Serra en el Ministerio de Defensa y una sociedad aferrada a la democracia, se solventó la cuestión militar mediante la supeditación absoluta de las Fuerzas Armadas al poder civil democrático. También la religiosa, porque la Carta Magna optó por la aconfesionalidad, y la evolución social se ha desprendido de las adherencias de los dogmas eclesiásticos como referencias para la moral pública. Por fin, la cuestión agraria —el latifundismo con siervos de la gleba— ya no existe desde hace décadas como problema.
Lo que la Constitución española de 1978 no solucionó fue la cuestión nacional, que es la de la cohesión territorial de España y la dificultad de compartir un mismo sentimiento nacional. Tampoco lo ha conseguido el primer Gobierno de coalición, que se ha adjetivado hasta la saturación como “progresista”, integrado por un PSOE sin proyecto para nuestro país y que ha adoptado el de Podemos, el plurinacional, llevando a la dirección estratégica del Estado a fuerzas separatistas vascas y catalanas que, como era de esperar, han debilitado al Estado y diluido la nación española, que era lo que cabía esperar que hicieran.
La cuestión territorial o nacional de España no es solo —ni quizá principalmente— de naturaleza identitaria. Es también y sobre todo de naturaleza económica, de igualación de los territorios, de justa redistribución de recursos entre las regiones españolas. Porque las que eran pobres ya en el régimen de la Restauración, con la monarquía alfonsina en el primer tercio del siglo pasado, siguieron siéndolo con la II República, persistieron en su postergación con el franquismo y no han despegado con la democracia.
El proceso soberanista en Cataluña tuvo una causa esencialmente económico-financiera tras la crisis de 2008 ("España nos roba") y la pésima y corrupta gestión de los convergentes se camufló en una alocada y delictiva iniciativa independentista que culminó en 2017 ante la incapacidad política de Mariano Rajoy y su Gobierno. Cuando Sánchez censuró al presidente del PP en mayo y junio de 2018, las fuerzas independentistas (ERC, Bildu, PNV, CUP) se cobraron la venganza del 155 y fabricaron un presidente rehén de sus intereses: Pedro Sánchez y un PSOE que, al final, se quedó en 120 escaños —le costó cuatro procesos electorales llegar a esa cifra de diputados— y, en consecuencia, dependiente de la extrema izquierda de Unidas Podemos y de ERC, Bildu y PNV.
A partir de ese momento, Cataluña y País Vasco —a través de sus formaciones separatistas y nacionalistas— han disfrutado de una legislatura repleta de privilegios que han sido tanto políticos como económicos. La medida la dio el Congreso de los Diputados el pasado día 23: en un abrir y cerrar de ojos —con los votos en contra de Vox y Ciudadanos— se aprobaron los proyectos de ley de metodología del cálculo del cupo vasco y del convenio navarro y la gestión concertada de los nuevos impuestos. Mientras, la Generalitat ha recibido de los presupuestos generales del Estado tanto cuanto ERC ha reclamado. Todo ello compatible con la depauperación de otras regiones que soportan esta España asimétrica gobernada desde la obsesión por el contentamiento al segregacionismo vasco y catalán.
Las burguesías de Vizcaya y de Barcelona durante el franquismo fueron plenamente colaboracionistas con el régimen, en la misma medida en que las nuevas mesocracias de ambos territorios lo son con el secesionismo y con la hegemonía en sus comunidades de la cultura nacionalista que ha extirpado los signos de pertenencia a España, sean estos cumplimentar al jefe del Estado, el rey Felipe, menospreciar la bandera en el Congreso de los Diputados y entonar, al mismo tiempo, un mantra victimista recalcitrante y mentiroso.
La asimetría que con los términos región y nacionalidad quisieron los constituyentes no era la de mantener la España rica y la España pobre
Pedro Sánchez perderá las elecciones por estos pactos que los socialistas a coro motejan de “inevitables”. Fracasará porque el progresismo no consiste en fomentar las políticas de identidad en detrimento de la ciudadanía como condición primera y primordial, ni en llenar las arcas catalanas y vascas, sino en reequilibrar España sin que en esa ecuánime redistribución pese más un idioma, un partido nacionalista, o una reivindicación identitaria que la ciudadanía libre e igual de todos. La asimetría que con los términos región y nacionalidad quisieron los constituyentes no era la de mantener la España rica y la España pobre.
Ayer en El Confidencial, el presidente de Extremadura, Guillermo Fernández Vara, afirmó con razón que la deuda de España con su comunidad no ha sido saldada. Tampoco por este Gobierno ni por los anteriores: sigue exactamente donde estaba, con un PIB per cápita a la cola, con unas infraestructuras insuficientes y con una demografía en recesión. Podría decirse lo mismo otras muchas comunidades autónomas que, sin nacionalismos de género alguno, siguen en donde estaban hace décadas, como ha demostrado uno de los últimos estudios de Funcas. Por eso, a Rajoy la cuestión nacional —no la corrupción— le tumbó, porque aglutinó a los separatistas gorrones del Congreso; pero los pactos espurios con ellos urdidos por Sánchez, hundiendo al socialismo español en la reacción y no en el progreso, le costarán también la Moncloa. Y será sí o sí porque su política está siendo tan subordinada a los secesionismos como abandonista de los territorios que siguen clavados en donde la historia les ancló hace más de un siglo.
Si Ramón Tamames acierta a analizar este asunto -que es lo que hará: describir la destrucción de la nación por vía de la desigualdad- quizás algunos análisis, al margen de lo que representa Vox, habrán errado gravemente. La cuestión pendiente en nuestro país ha sido y es la nacional. Traducida en que los ricos siguen siendo ricos y los pobres siguen siendo pobres. Pujol es ahora Junqueras y Arzalluz es ahora Ortuzar. Con la diferencia de que Iglesias impuso a Sánchez, y él aceptó, esa sedicente mayoría de la investidura que ha sido destructora y destructiva.
La Constitución de 1978 permitió la solución de algunas de las llamadas cuestiones de España, problemas irresolubles de nuestra convivencia que se prolongaron por siglos. Después del golpe de Estado del 23-F, y gracias a la combinación de esfuerzos de Juan Carlos I y del Gobierno de González, con Serra en el Ministerio de Defensa y una sociedad aferrada a la democracia, se solventó la cuestión militar mediante la supeditación absoluta de las Fuerzas Armadas al poder civil democrático. También la religiosa, porque la Carta Magna optó por la aconfesionalidad, y la evolución social se ha desprendido de las adherencias de los dogmas eclesiásticos como referencias para la moral pública. Por fin, la cuestión agraria —el latifundismo con siervos de la gleba— ya no existe desde hace décadas como problema.
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