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75 años después, la sangrienta e interminable expiación de Israel
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José Antonio Zarzalejos

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75 años después, la sangrienta e interminable expiación de Israel

La guerra que desataron los terroristas de la Franja de Gaza con la complicidad de Irán sorprendió a Israel en una situación de crisis interna cuando celebra el 75 aniversario de su independencia (1948) y el 50 de la desastrosa Guerra del Yom Kipur

Foto: David Ben-Gurión, leyendo la declaración de independencia de Israel en 1948. (EFE)
David Ben-Gurión, leyendo la declaración de independencia de Israel en 1948. (EFE)
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"No se habrá perdido nuestra esperanza; la esperanza de dos mil años, de ser un pueblo libre en nuestra tierra, ¡la tierra de Sión y Jerusalén!".

(Himno nacional de Israel: Hatikvah)

El aeropuerto David Ben-Gurión de Tel Aviv es magnífico. Abre la puerta a la gran ciudad israelí del Mediterráneo. Una insospechable urbe de libertad, alegría y vistosidad. Esta primavera fue especialmente luminosa allí. El 25 de abril pasado, Israel celebró el 75 aniversario de su declaración de independencia. Fue en el Museo de Tel Aviv, la mansión que Meir Dizengoff cedió a la ciudad entonces en ciernes (1930), situada en la avenida Rothschild, inigualable con su estética de construcciones residenciales de estilo bauhaus. Muchos fuimos a pasearla para celebrar con los judíos el gran evento en un gesto también de redención de esa culpa imperecedera e indeleble que fue la Shoá.

75 años de la independencia

Allí, el 14 de mayo de 1948, según el calendario gregoriano, el laborista sionista nacido en Plonsk (entonces la Polonia rusa) David Ben-Gurión (1886-1973) leyó ante 250 personas, en el llamado Salón de la Independencia, la declaración constitutiva del Estado de Israel (Iretz Israel). Faltaban horas para que expirase el mandato colonial británico. Eran las 16:30 de un viernes histórico. Se trataba de la culminación de un largo esfuerzo para establecer el hogar del pueblo judío en armonía con los que estaban también establecidos en Palestina.

Tras el impulso del sionismo por Teodor Herzl (1860-1904), autor de la obra imprescindible El Estado judío, y la Declaración de Balfour (1917), secretario de Exteriores británico que reconocía la necesidad de proporcionar a los judíos un territorio nacional —y no podía ser otro que Palestina, con el enclave perpetuo e incandescente de Jerusalén—, acaeció el crimen más vesánico de la historia de la Humanidad, el Holocausto. Y en esas energías e hitos se basó moral y políticamente la declaración de las Naciones Unidas de 29 de noviembre de 1947 que establecía la viabilidad del Estado judío y otro árabe.

Menos de un año después quedó proclamado en Tel Aviv, pero al día siguiente, 15 de mayo de 1948, una coalición bélica integrada por las tropas de Egipto, Jordania, Siria, Líbano e Irak invadió el territorio del nuevo Estado con el propósito de aniquilarlo. Fue la primera guerra árabe-israelí, que asentó la patria de los judíos y la advirtió para siempre jamás de la furia de sus verdugos, de la enorme malignidad del antijudaísmo de unos y del antisemitismo de otros, cuando no de ambos al tiempo. La democracia israelí, de cuño izquierdista, se convirtió así, y sigue siéndolo, en la última frontera de Occidente.

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David Ben-Gurión, leyendo la declaración de independencia el 14 de mayo de 1948 en el museo de Tel Aviv. (EFE/Kluger Zoltan)

Desde entonces, y hasta el pasado sábado, 7 de octubre, Israel ha debido defenderse —preventiva o reactivamente— de los enemigos que lo rodean y que desean borrarlo del mapa, como ha venido sucediendo en su dramática biografía nacional. Nunca había ocurrido, sin embargo, que una ofensiva de tanta envergadura partiera de un territorio como la Franja de Gaza (en las últimas horas, también desde Líbano), controlada por la organización terrorista Hamás, enemiga también de la ANP asentada en Cisjordania, en cuya capital, Ramala, oficia de presidente del intitulado Estado palestino el corrupto Abu Mazen, tercer líder de la Autoridad Nacional Palestina, que ni es autoridad, ni es nacional y ya tampoco palestina, porque son los palestinos gazatíes y los dirigentes de Hamás los que le niegan su pretendida legitimidad.

Tras la lluvia de misiles (¿quién se los ha proporcionado a un territorio de 350 kilómetros cuadrados y dos millones de habitantes que viven en la pobreza?) y la infiltración en territorio de Israel de las milicias terroristas de esa organización —especialmente brutales— está la mano de los Estados que quieren cortocircuitar la normalización de relaciones con Israel. Está Irán. En Teherán, el estallido de júbilo tras la ofensiva de Hamás fue un testimonio de cargo. Los ayatolás tratan por todos los medios de que fracase el posible entendimiento entre sus grandes enemigos: Arabia Saudí e Israel (los acuerdos de Abraham). Y utilizan a los palestinos como a parias. Son más crueles los árabes con los palestinos que la severidad con la que son tratados por los israelíes, al cabo víctimas ahora de su agresión.

La guerra del Día de la Expiación (1973)

La guerra entre Israel y Gaza no alcanzaría su auténtico significado si no se atiende a la fecha en la que se ha desatado y al contexto en el que ha estallado. Hace exactamente medio siglo, entre los días 6 y 25 de octubre de 1973, de nuevo los países árabes limítrofes, con Egipto y Siria a la cabeza, invadieron el territorio israelí después de amortizar las posiciones territoriales que obtuvo su ejército en la Guerra de los Seis Días (del 5 al 10 de junio de 1967). La ofensiva se desencadenó, por sorpresa, el Día de la Expiación (Yom Kipur), el más sagrado para los judíos, jornada en la que ayunan, meditan y rezan. Tras la primera guerra de 1948, la de 1967 resultó cuasi fundacional del actual Estado de Israel, porque ensanchó sus posiciones en zonas estratégicas: la península del Sinaí —con lo que Israel controlaba Egipto— y los Altos del Golán, un mirador sobre Siria de un valor imprescindible para la seguridad del Estado.

La Guerra del Yom Kipur no la perdió Israel, pero tampoco la ganó. Tuvo que devolver el Sinaí a Egipto (acuerdos de Camp David de 1978) y aunque retuvo su posición en los Altos del Golán, los israelíes percibieron con angustia que eran muy vulnerables porque se vieron obligados también a conceder más adelante la autonomía a la Franja de Gaza y a Cisjordania, territorios palestinos en permanente hostilidad contra Israel.

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Tanques israelíes abatidos durante la Guerra del Yom Kippur, 1973-

Y desde entonces, desde hace 50 años (octubre de 1973), los acontecimientos han discurrido por senderos de incertidumbre. La prueba evidente es que los servicios de inteligencia de Israel —la célebre Mosad, entre otros— no detectaron el rearme de Hamás en Gaza —sin duda financiado por potencias con afanes de desestabilizar la zona de forma sincrónica con el conflicto en Ucrania tras la invasión rusa— cuando era previsible, y así se maliciaban tanto en Tel Aviv como en Jerusalén observadores de la situación, que en aniversarios tan señalados como el 75 de la independencia de Israel y el del cincuentenario de la guerra del Yom Kipur cumplían con ese simbolismo épico de los pueblos orientales, quizás ajeno a la practicidad occidental.

La propia agresión de Hamás se ampara en una denominación confesional: Tormenta al-Aqsa, una de las mezquitas de la Montaña de la Casa de Dios en Jerusalén junto a la otra, La Cúpula de la Roca. En mayo pasado, se accedía a la Explanada por una pasarela controlada por el Ejército israelí. Se celebraba plácidamente una boda musulmana con estética occidental. Abajo, el Muro de los Lamentos era un remanso de orden y recogimiento, a diferencia de los lugares santos para el cristianismo, dominados por una zafia mafia palestina que explota a los peregrinos. El propósito de los terroristas es que la capital de Israel se convierta también un espacio bélico, mediante la insurrección de los musulmanes instalados allí. El nombre, la simple mención de la ciudad galvaniza las pulsiones más íntimas de las creencias monoteístas, como explica en su monumental Jerusalén. La biografía (Editorial Crítica 2011) Simon Sebag Montefiore.

Aquel Mosad y otras agencias de inteligencia que en 1960 llenaron de orgullo a los judíos —no todos los israelíes lo son— con la detención del criminal nazi Adolf Eichmann en Argentina, en la llamada operación Garibaldi, falló en 1973 (entonces no se escuchó al espionaje israelí en un arrebato de prepotencia) y ha fallado en 2023. Y lo ha hecho de una forma que quizá esté adelantando un pinchazo sistémico en el blindaje de la seguridad del Estado frecuentemente abstraído en debates políticos esencialistas y peleas partidarias, en vez de atento a sus adversarios y previsor en atajar los riesgos que le amenazan. El debate sobre este crucial asunto será histórico en las próximas semanas en la Knéset, el fragmentado parlamento israelí. Pero el acontecimiento es de tal envergadura que signará la política internacional por mucho tiempo.

Un Israel en crisis

Existe ahora la convicción de que el país no ha recuperado la tensión creativa, democrática, cívica y patriótica que inspiró el período entre 1948 y 1970. En la década de los cincuenta del siglo pasado, el PIB de Israel creció nada menos que un 165%, pero la realidad es que el desarrollo económico —desigual pero constante— no ha acompañado la resolución del núcleo de la cuestión: la convivencia con el pueblo palestino. El propio David Ben-Gurión creyó "irreductible" la actual situación, pese a la visión democrática e igualitarista del laborismo fundacional de Israel que él inició pero que continuaron otros líderes de la talla de Levi Eshkol, Golda Meir, Isaac Rabin o Shimon Peres. La dilución de este propósito constitutivo de Israel es casi obvia: multipartidismo desaforado, concesiones inasumibles a los sectores religiosos ultraortodoxos, desfallecimiento en el modelo de valores morales y un movimiento amnésico —¿rechazo incluso?— de un pasado de crueldad indefinible que signa a un pueblo que se desenvuelve en una contemporaneidad con estímulos sociales y políticos diferentes a los de hace unas décadas. Por lo demás, Israel acrisola demasiadas contradicciones internas, que se expresan vivamente en la vibración de las dos grandes ciudades: Tel Aviv y Jerusalén. Dos mundos.

Tel Aviv ha sido el escenario de la vanguardia israelí. Desde 2011, cuando la avenida Rothschild se convirtió en la pasarela de las nuevas generaciones igualitaristas de Israel, hasta solo hace unos meses en el que esa arteria recogió a decenas de miles de ciudadanos que partían de la plaza Hadima enarbolando banderas con la estrella de David y otras con el símbolo bíblico, pero con los colores arco iris del movimiento LGTBI, en un griterío ensordecedor en contra de las políticas radicales de Benjamín Netanyahu, la autopercepción de Israel es diferente. Tiene que salir de la precariedad en que se ha instalado su seguridad y sostenibilidad —y para eso necesita el compromiso internacional que se produjo hace décadas y que se ha debilitado— y los palestinos deben dejar de ser la carne de cañón que siguen siendo para los regímenes que les lanzan con la gran añagaza del confesionalismo bélico. Israel aparece ensimismado y su entorno geográfico y político ha vuelto a aprovechar la ocasión de un shabat para propinarle una puñalada brutal.

La tierra eterna

A sabiendas de que su criterio no es pacífico, Ari Shavit, filósofo y periodista tenido allí por progresista, en su Mi tierra prometida. El triunfo y la tragedia de Israel (Editorial Debate 2021) ofrece un diagnóstico convincente, aunque no sea suficiente:

"A Israel le fue bien en la primera década del siglo XXI. El terrorismo se redujo, las nuevas tecnologías tuvieron un auge y la vida diaria era animada. Económicamente, Israel demostró ser una fiera. Existencialmente, demostró ser fuente de vitalidad, creatividad y sensualidad. Pero bajo el brillo de una extraordinaria historia de éxito, la ansiedad hervía a fuego lento. La gente comenzó a formular en voz alta las preguntas que yo mismo me había estado haciendo toda la vida. Ya no se trataba solamente de política entre derecha e izquierda; ya no era solo secular contra religioso. Algo más profundo tenía lugar. Muchos israelíes ya no se sentían tranquilos con el nuevo Israel que estaba surgiendo: se preguntaban a sí mismos si aún pertenecían al Estado judío. Habían perdido la confianza en la capacidad de Israel para perdurar. Algunos obtuvieron pasaportes extranjeros; otros enviaron a sus hijos a estudiar a otro país. La élite se aseguró de tener una alternativa a la elección israelí. Aunque la mayoría de los israelíes aún mantienen su tierra natal y celebran sus bendiciones, la mayoría perdió su inamovible fe en el futuro".

Estas palabras constituyen una tragedia. Porque Israel como Estado y el pueblo judío son bienes de la Humanidad, su existencia y desarrollo representan la victoria de la razón y de la libertad sobre la barbarie y el exterminio, su presencia internacional dignifica a las naciones de todos los continentes, su bandera y su voz son las de la supervivencia de las mejores virtudes de los hombres y de las mujeres. La ofensiva de los terroristas le ha sorprendido a Israel ensimismado, en la estela del Yom Kipur, exactamente como hace cincuenta años, en su interminable expiación. La tierra en la que pervive Jerusalén es eterna. Y el del sábado 7 de octubre de 2023 es un intento más de hacerla perecedera y aniquilarla. Habrá que renovar el compromiso de las naciones justas para defenderla. Y esta vez, España debe estar ahí para enjugar omisiones incalculables como el tardío reconocimiento del Estado de Israel en 1986, casi cinco décadas después de su constitución.

"No se habrá perdido nuestra esperanza; la esperanza de dos mil años, de ser un pueblo libre en nuestra tierra, ¡la tierra de Sión y Jerusalén!".

Israel Conflicto árabe-israelí
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