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El armisticio catalán: una oportunidad que hay que coger al vuelo
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Josep Martí Blanch

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El armisticio catalán: una oportunidad que hay que coger al vuelo

Hay una ventana de oportunidad para afrontar el problema catalán desde una óptica diferente a como se hizo en el quinquenio 2012-2017. Y debería aprovecharse

Foto: Pere Aragonès, investido presidente de la Generalitat. (EFE)
Pere Aragonès, investido presidente de la Generalitat. (EFE)
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Exagerar y minusvalorar aquello que vemos. Dos formas de enfocar que rinden análogos resultados: alterar la percepción de la realidad que tenemos delante. Nadie puede escapar de la innata tendencia a menospreciar unos hechos o inflar la significación de otros ante cualquier asunto. Es fácil de entender. Siempre llevamos encima nuestra mochila de prejuicios, intereses y apriorismos. Con ellos, cubrimos de vaho las gafas con que analizamos la realidad. Por ello conviene sacar del bolsillo de vez en cuando la gamuza de desempañar y hacerla trabajar.

La toma de posesión de Pere Aragonès y el inminente debut de su Gobierno son un buen ejemplo de lo que apuntamos. Hay quien sitúa el reagrupamiento del independentismo en torno al Gobierno de Cataluña como la demostración incuestionable de que la amenaza de secesión sigue estando a la vista. Por el contrario, hay quien hace la lectura opuesta, dando por muerto el proceso y queriendo certificar por la vía de urgencia que los 10 últimos años de conflicto político se los ha tragado ya y por siempre el sumidero. Ni una cosa ni la otra responden a la realidad de la política catalana del momento.

La amenaza que supone para España el independentismo está ahí. Tratándose de un problema estructural (52% del voto en las últimas elecciones autonómicas), no parece razonable —ahora, pero tampoco hace una década, cuando se menospreciaba su importancia tratándolo de suflé— hacerse ilusiones sobre su evaporación repentina. Lo que sí se ha esfumado —ignoramos por cuánto tiempo— es el riesgo de que en el corto y medio plazo se repitan embates como el que lideró Carles Puigdemont en 2017. Ni el independentismo de raíz ciudadana ni el articulado políticamente —ERC, JxCAT, CUP— disponen de la energía, pero tampoco de la voluntad, de volver a chocar de cabeza contra la pared para abrírsela de nuevo.

Pere Aragonès dice que quiere culminar la independencia, cierto. Como también lo es que añade, a continuación, que quiere hacerlo ejercitando el derecho de autodeterminación a través de un referéndum acordado con el Gobierno español. Hay quien se queda en la primera afirmación: culminar la independencia. Pero lo sustancial viene después. Porque la coletilla —la vuelta a la necesidad de un referéndum acordado— es lo verdaderamente sustantivo y disruptivo del momento político presente en Cataluña.

¿Por qué? De entrada, elimina de la ecuación todo el discurso de la supuesta legitimidad del referéndum de 2017, con el que el independentismo ha venido jugando desde entonces. También supone guardar en el cajón el mantra de la unilateralidad y la desobediencia, que fueron el paraguas semántico con que se dio cobertura a la declaración de independencia de hace cuatro años.

El aterrizaje ha costado casi un lustro y los costes para las instituciones catalanas, también para las españolas, han sido altísimos. Pero el discurso de Pere Aragonès, ahora ya como presidente, es un viaje en el tiempo y devuelve el proceso a sus inicios. Concretamente a 2012, momento en que Artur Mas, después de ganar las elecciones que había convocado anticipadamente, se comprometió también en su discurso de investidura a convocar a la sociedad catalana a decidir su futuro político en un referéndum legal y acordado con el Estado. Faltaban aún cinco años para los hechos de octubre, de tan mal recuerdo para todos.

Foto: El ministro de Política Territorial y Función Pública, Miquel Iceta (i), conversa con el nuevo 'president', Pere Aragonès (d), durante el acto de toma de posesión de este. (EFE)

Por supuesto, la situación actual no es un calco de la de hace nueve años. El discurso de Mas fue un pistoletazo de salida y esto es una vuelta al principio tras una aventura fallida. Tampoco entonces había líderes políticos encarcelados, ni un expresidente de la Generalitat en Bélgica, ni tantas otras variables que imposibilitan una comparación homogénea entre el inicio de la presidencia de Pere Aragonès y el del segundo mandato de Artur Mas.

Pero lo fundamental sí puede compararse: hoy como entonces el presidente de la Generalitat apostaba por la negociación con el Gobierno español y también hoy como entonces el plazo para alcanzar algún tipo de acuerdo a través del diálogo quedaba fijado en dos años. Veinticuatro meses se dio Artur Mas en 2012 y el mismo periodo de tiempo han dado JxCAT y la CUP a ERC para que su estrategia de diálogo y negociación con Pedro Sánchez fructifique.

El nuevo Ejecutivo catalán no es un Gobierno de combate independentista. Hasta desde los entornos y asociaciones empresariales catalanes se han saludado con alivio los últimos acontecimientos. Ambos partidos —ERC y JxCAT— intentan afianzar la narrativa de que en esta legislatura las políticas sectoriales y la gestión van a ser prioritarias (otra cosa distinta es que acabe siendo un buen Gobierno). La presencia del torrismo ha quedado reducida a Laura Borràs en la presidencia del Parlament y las personas de gatillo y tuit fácil e incendiario no van a estar en el Ejecutivo. El propio Carles Puigdemont se ha apartado del día a día, y aunque como en los juegos de rol mantiene la carta de los superpoderes, cada vez está menos dispuesto a utilizarla.

El independentismo ha aprendido algunas lecciones a la fuerza, aunque no todas, cierto

JxCAT ha quedado en manos de su secretario general, Jordi Sánchez, que desde la cárcel ha impuesto también su pragmatismo a quienes, como Elsa Artadi, pretendían hacer descarrilar las negociaciones con ERC y repetir las elecciones. No es un Gobierno armado para enfrentarse a España, excepto con algunos discursos. Es un Gobierno de aterrizaje. Lo que no cambia, efectivamente, es que está formado por personas independentistas. Pero no porque haya sacado un boleto premiado en una lotería, sino porque así lo demanda la mayoría de la sociedad catalana reiteradamente cuando vota en los comicios autonómicos.

Si en 2021 el independentismo ha vuelto a 2012, la pregunta pertinente es dónde vamos a estar dentro de cinco años. ¿De nuevo en 2017 o en 2026? Nadie puede afirmarlo a ciencia cierta. Pero demos por bueno que hacer las cosas del mismo modo acostumbra a dar los mismos resultados. Y esto vale para los independentistas, pero también para los grandes partidos españoles. Si no se aprovechan las ventanas de oportunidad y vuelve a apostarse por el maximalismo —en el caso de los independentistas— y por el inmovilismo —Gobierno español—, viviremos un paréntesis de relativa calma que algún día volverá a cerrarse de modo abrupto para volver a las andadas.

El independentismo ha aprendido algunas lecciones a la fuerza, aunque no todas, cierto. Pero si se impide al Gobierno de Pedro Sánchez, o al que venga a sustituirlo cuando toque, atajar el problema catalán de un modo diferente a como se hizo en el quinquenio 2012-2017 por parte del PP, querrá decir que nada se ha aprendido de la otra parte. Y será una lástima. Porque las oportunidades hay que cogerlas al vuelo. Y ahora mismo hay una. Aunque, como sucede siempre, solo para quien quiera verla.

Exagerar y minusvalorar aquello que vemos. Dos formas de enfocar que rinden análogos resultados: alterar la percepción de la realidad que tenemos delante. Nadie puede escapar de la innata tendencia a menospreciar unos hechos o inflar la significación de otros ante cualquier asunto. Es fácil de entender. Siempre llevamos encima nuestra mochila de prejuicios, intereses y apriorismos. Con ellos, cubrimos de vaho las gafas con que analizamos la realidad. Por ello conviene sacar del bolsillo de vez en cuando la gamuza de desempañar y hacerla trabajar.

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