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La polémica más dura de la temporada económica la ha desatado un libro
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Esteban Hernández

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La polémica más dura de la temporada económica la ha desatado un libro

Ha suscitado crudas controversias fuera de nuestras fronteras y ha sido alabado por figuras de referencia anglosajonas. No es para menos: ofrece una perspectiva totalmente distinta

Foto: Wall Street. (Reuters)
Wall Street. (Reuters)

El libro más polémico de la temporada económica, que ha suscitado numerosas controversias fuera de nuestras fronteras y que ha sido alabado por figuras anglosajonas como Martin Wolff o Adam Tooze, ha sido publicado por Yale University Press y lleva el título de ‘Trade wars are class wars’. Lo coescribe Michael Pettis, un maño de nacimiento (Zaragoza, 1958), que pasó buena parte de su vida en el sector financiero (JP Morgan, Bear Sterns) y que actualmente trabaja en Pekín, en la Guanghua School of Management, ciudad en la que fundó un club de punk rock. El otro autor es Matthew C. Klein, ex de Bridgewater, el fondo de Ray Dalio, que trabaja como periodista financiero para Barron’s y antes firmó en Bloomberg, ‘The Economist’ o ‘Financial Times’.

Los autores afirman que el libro es fruto de la colaboración entre dos personas separadas por un océano (residen en Pekín y San Francisco respectivamente) y que eso les permite analizar de una forma más global y más precisa los fenómenos económicos. Sus tesis son provocadoras porque cambian completamente la perspectiva desde la que se entiende el comercio internacional o la deuda. Su mismo título, ‘Trade wars are class wars’ (Las guerras comerciales son guerras de clase), con sus reminiscencias marxistas, demuestra que la intención no es complaciente, aunque sus análisis carezcan de sesgo ideológico. Tampoco mantienen tesis nuevas, pero sí especialmente interesantes en estos momentos. El texto, en todo caso, es muy recomendable, en especial si se pretende tener un mapa más completo de la realidad económica y financiera.

1. Las tesis

La obra arranca con una cita del economista británico John Hobson y de su libro ‘Imperialism, a study’, publicado en 1902, que resume bastante bien el espíritu del libro: “Cuando la distribución de los ingresos es tal que permite que todas las clases de la nación conviertan sus necesidades en una demanda efectiva de productos básicos, no puede haber sobreproducción, no hay subempleo de capital y trabajo y no hay necesidad de luchar por mercados extranjeros... La lucha por los mercados, el mayor afán de los productores por vender que el de los consumidores por comprar, es la prueba de una falsa economía. El imperialismo es el fruto de esta falsa economía”.

Básicamente, lo que apunta en la cita, y lo que subraya el libro, es que estamos pensando al revés. Se señala a la globalización como la responsable de que las clases medias y las trabajadoras occidentales hayan caído en la escala social y cuenten cada vez con menos recursos, pero la realidad es la inversa: es precisamente la desestructuración interna la que ha conducido a que la globalización se dispare.

Los superávits que no pueden encontrar inversiones sólidas en su Estado son el origen del imperialismo europeo y estadounidense

Esa es la clave de bóveda del texto: los desequilibrios internos en los países, que han provocado transferencias de riqueza hacia las clases con más recursos y que han deteriorado el nivel de vida de los trabajadores y las clases medias, han generado profundos efectos negativos en el ámbito internacional. Puesto que la mayoría de los ciudadanos, al no contar con recursos suficientes, no pueden consumir los bienes que necesitan, las clases acomodadas, que tienen capitales excedentes, no los reinvierten en su país, ya que no encontrarán rentabilidad, por lo que optan por buscar otros mercados. Esto es lo que decía Hobson hace un siglo: los superávits de capital que no pueden encontrar inversiones sólidas en su Estado son la explicación central del imperialismo europeo y estadounidense. Y esto es lo que está ocurriendo ahora, según los autores.

Hay otras épocas en las que ocurrió lo mismo. En la feudal, los señores se apropiaban de los excedentes agrícolas de los campesinos y los gastaban en guerras y monumentos. En otros instantes de la historia, ese exceso se gastó en inversión productiva, en infraestructuras y bienes de producción, lo que terminó aumentando el nivel de vida de las poblaciones, aun cuando disminuyese inicialmente su participación en la producción económica. En este instante no es ni lo uno ni lo otro.

2. China

Las grandes cantidades liberadas hacia arriba producen efectos negativos en todas partes, pero los autores centran sus análisis en tres países, EEUU, Alemania y China, los que mejor ilustran estos movimientos. En el país asiático, estas transferencias desde el ciudadano común al Estado tuvieron un efecto muy beneficioso, ya que generaron un crecimiento extraordinario hasta hace más o menos una década, cuando las inversiones productivas en el interior de China comenzaron a escasear. Especialmente desde entonces, como afirman Klein y Pettis en el libro, “las transferencias sistemáticas de riqueza de los trabajadores a las élites distorsionan la economía china al estrangular el poder adquisitivo y subsidiar la producción a expensas del consumo. Eso, a su vez, distorsiona la economía global al crear demasiados productos manufacturados y al aumentar los precios de acciones, bonos y bienes raíces. El bajo consumo chino destruye empleos en otros lugares, mientras que los valores de los activos inflados conducen a ciclos devastadores de auges, crisis y deudas”.

3. Estados Unidos

El caso estadounidense es también llamativo. Su desarrollo económico en las últimas décadas tiene muchos puntos en común con el de Alemania, ya que en ambos países aumentó la desigualdad, hubo cambios en la distribución de los ingresos desde el trabajo hacia el capital y se buscó mano de obra barata fuera de sus fronteras, en un caso en Europa Central y del Este, en el otro en México y China. Los dos pusieron en marcha una rebaja notable de impuestos y cambiaron su normativa laboral. Sin embargo, Alemania, se convirtió en el país con el mayor superávit del mundo, mientras que EEUU es el Estado con mayor déficit.

Como la economía de EEUU es grande y abierta, EEUU se ha convertido en el gran depositario del exceso de ahorros del mundo

La respuesta a esta paradoja, según los autores, reside en las características específicas del sistema financiero de EEUU. Su flexibilidad, su tamaño y su atención a los derechos de los inversores extranjeros lo convierten en un lugar muy atractivo para los capitales. Además, y esto es muy relevante, “Estados Unidos es el emisor del principal activo seguro del mundo. La deuda soberana estadounidense es abundante, fácil de negociar y sin riesgo de incumplimiento”. Y como la economía de EEUU es grande, diversificada y abierta, y el dólar puede convertirse en cualquier otra moneda y es siempre aceptado como pago, EEUU se ha convertido en el gran depositario del exceso de ahorros del mundo.

Pero esto no es bueno para EEUU, porque tiende a profundizar en el mal que le aqueja. Dado que toda esa cantidad de dinero no puede ser absorbida por su economía, se ve obligado a buscar oportunidades de inversión fuera, con las consecuencias negativas explicadas, en términos de deuda ajena y de deterioro de sus clases trabajadoras.

4. Alemania

El tercer caso que abordan es el alemán, que compete a España de manera más directa aún. El proceso es muy similar, ya que, afirman, las empresas germanas aumentaron su rentabilidad a expensas de los empleados, al reducir los salarios y la inversión de capital en los hogares, y subcontratar el trabajo y trasladar operaciones al extranjero. Al mismo tiempo, la inversión del Estado en su economía interior disminuyó, y las diferencias entre clases sociales y territorios se ampliaron. El resultado es que la riqueza se concentró. El alemán promedio es el más rico de Europa, “un 50 por ciento más rico que el italiano medio y el doble de rico que el español”. Al mismo tiempo, la desigualdad ha aumentado hasta el punto de que el hogar alemán medio es más pobre que el hogar español medio, a la altura de los griegos o de los polacos. Klein y Pettis citan “una encuesta exhaustiva realizada por el Banco Central Europeo, según la cual los alemanes con ingresos más bajos tienen menos riqueza neta, en términos absolutos, que los estonios y húngaros de bajos ingresos”.

La distribución desigual de los ingresos dio el poder adquisitivo de los germanos a los consumidores del resto del mundo

Fruto de esa desestructuración social, las empresas alemanas tuvieron que mirar al exterior para evitar el estancamiento de su mercado, ya que sus ciudadanos no podían consumir lo que producían, y antes de 2008 eran ya una economía en la que la cuarta parte del valor generado por el trabajo y el capital germano había sido enviado al extranjero. “Las ganancias aumentaron a medida que los costes (salarios) se mantuvieron estables, y los ingresos por exportaciones aumentaron en correspondencia con el crecimiento global. El menor gasto alemán generó ingresos excedentes que se utilizaron para acumular activos financieros extranjeros, lo que a su vez apoyó la demanda extranjera de exportaciones alemanas y aumentó la rentabilidad corporativa. La distribución cada vez más desigual de los ingresos de Alemania transfirió efectivamente el poder adquisitivo de los trabajadores alemanes a los consumidores del resto del mundo”.

Esto ocurrió con las mercancías germanas y con todo el capital que iban acumulando, de modo que los déficits en otros lugares fueron la contrapartida necesaria del superávit de Alemania. Antes de la crisis financiera, esto significaba que “los alemanes ricos, y las compañías que controlaban, financiaron el gasto de sus vecinos europeos al acumular billones de euros de activos financieros extranjeros”.

5. España

Esa acción tuvo mucho que ver con nuestra crisis, ya que la mayor parte de los préstamos bancarios alemanes a Europa fueron a parar a tres países, Irlanda, Italia y España. “Los bancos alemanes estaban lejos de estar solos en esto (los holandeses, franceses y suizos también fueron significativos), pero los bancos alemanes fueron los mayores prestamistas de los que se convertirían en los países en crisis de Europa, especialmente España”. Los bancos españoles, por ejemplo, “pasaron de deber unos 300.000 millones de euros al resto del mundo en 2002 a adeudar unos 800.000 millones de euros a mediados de 2008. Las empresas y los hogares españoles también acumularon deudas extranjeras. Los españoles pasaron de deber 160.000 millones de euros al resto del mundo a principios de 2002 a los 650.000 millones a mediados de 2008”.

Los excedentes en Alemania y los Países Bajos han sido compensados tras la crisis con los déficits de España y Grecia

Y lo peor es que, si bien algunos de esos préstamos se utilizaron para financiar “proyectos que merecían la pena, como la red ferroviaria de alta velocidad de España y las mejoras de Grecia en el sistema de metro ateniense”, gran parte de ellos se desperdiciaron en inversiones previsiblemente fallidas, “como el aeropuerto Don Quijote de Ciudad Real”.

Pero eso no cambió tras la crisis, y los excedentes en Alemania y los Países Bajos han seguido siendo compensados por déficits en España y Grecia. Los vecinos de Alemania, subrayan los autores, “se vieron obligados a copiar sus supuestos éxitos. Desafortunadamente para ellos, y para el resto del mundo, adoptaron las patologías de Alemania: consumo deprimido, austeridad del gobierno, inseguridad laboral, subinversión y aumento de la desigualdad”.

6. La otra perspectiva

En definitiva, todos estos problemas parten del mismo punto. No se trata de que existan conflictos geopolíticos profundos o nacionalismos exacerbados que conduzcan a un enfrentamiento inevitable: “La guerra comercial a menudo se presenta como un conflicto entre países. No lo es. Se trata de un conflicto principalmente entre banqueros y propietarios de activos financieros, por un lado, y los hogares comunes, por el otro; entre los muy ricos y todos los demás. El aumento de la desigualdad ha producido pérdida de empleos, un exceso de productos manufacturados y aumento del endeudamiento. Es una perversión económica y financiera de lo que se suponía que lograría la integración global. Durante décadas, Estados Unidos ha sido la mayor víctima individual de esta perversión. Absorber el exceso de producción y ahorro del resto del mundo, a costa de la desindustrialización y las crisis financieras, ha sido la carga exorbitante de EEUU. Pero los estadounidenses no son las únicas víctimas. Todos los pueblos del mundo sufren a causa de este acuerdo”.

El resultado perverso es que la profundización de la globalización y la creciente desigualdad se han reforzado mutuamente: “Las empresas de todo el mundo utilizan la competencia internacional como una excusa para conseguir salarios más bajos, regulaciones ambientales y de seguridad más débiles, regímenes fiscales preferenciales y transferencias regresivas. Aparentemente, exprimir a los hogares comunes ha sido mucho más fácil que aumentar la productividad, invertir en infraestructuras y mejorar la salud y la educación. Sin embargo, esto es insostenible porque los salarios deprimidos deben conducir a una combinación de menor consumo, lo que reduce el gasto total en la economía global, y mayor endeudamiento, que en última instancia es autolimitante y contraproducente. No es una coincidencia que, a lo largo de la historia moderna, los altos niveles de desigualdad hayan coincidido con altos niveles de deuda".

El libro de Pettis y Klein supone una invitación a releer la interrelación entre lo interior y lo exterior, entre los efectos de las políticas económicas que efectúan los principales países y sus consecuencias para el conjunto del mundo. Hasta ahora, esa dependencia solía analizarse desde factores que sobrevolaban las acciones locales, como una suerte de máquina general que producía efectos particulares. El mérito de ‘Trade wars are class wars’ es cambiar la perspectiva y poner el acento en el desequilibrio interno como origen de los desequilibrios globales.

El libro más polémico de la temporada económica, que ha suscitado numerosas controversias fuera de nuestras fronteras y que ha sido alabado por figuras anglosajonas como Martin Wolff o Adam Tooze, ha sido publicado por Yale University Press y lleva el título de ‘Trade wars are class wars’. Lo coescribe Michael Pettis, un maño de nacimiento (Zaragoza, 1958), que pasó buena parte de su vida en el sector financiero (JP Morgan, Bear Sterns) y que actualmente trabaja en Pekín, en la Guanghua School of Management, ciudad en la que fundó un club de punk rock. El otro autor es Matthew C. Klein, ex de Bridgewater, el fondo de Ray Dalio, que trabaja como periodista financiero para Barron’s y antes firmó en Bloomberg, ‘The Economist’ o ‘Financial Times’.

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