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La desinformación es arma letal que polariza y envilece. Es un espray crónicamente pulsado que nos atonta, nos cierra las preguntas en falso, nos clausura la boca y nos atrinchera en el sofá

Foto: Foto: Pixabay/memyselfaneye.
Foto: Pixabay/memyselfaneye.

Cada vez tenemos más medios para saber y más dificultades para conocer la verdad. Estamos ante una pantalla gigante de incertidumbre, frente a un tsunami de intereses ajenos que encubren la realidad, experimentando un empuje hacia el cinismo directamente proporcional a la fuerza del volumen de honestidad desalojada.

Si Arquímedes levantara la cabeza, él mismo se ahogaría en este mar de caos donde la información excesiva nos marea, las mentiras navegan gratis, las posverdades se diseñan en los gabinetes de estrategias, los gobiernos prevarican sin coste, los periodistas traicionan sus principios, los ciudadanos prefieren el metaverso de su desconfianza individualista y las democracias naufragan lentamente después de todos los logros de la humanidad que las pusieron en marcha.

Foto: Foto: EFE. Opinión
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Tenemos más recursos para almacenar titulares, registrar datos, recoger declaraciones y amontonar información inútil, y más dificultades para creer que saber la verdad nos hará libres, porque nos hemos hecho esclavos de un sistema en el que se multiplican las mentiras y el relativismo ha paralizado nuestra libertad de expresión y nuestro espíritu crítico.

La desinformación es arma letal que polariza y envilece. Es un espray crónicamente pulsado que nos atonta, nos cierra las preguntas en falso, nos clausura la boca y nos atrinchera en el sofá, cada vez más aislados de un mundo que nosotros mismos podemos contribuir a redimir sin el permiso de nadie.

Foto: Dos niños juegan sobre el asfalto de la calle junto al colegio Asunción Rincón, en Madrid. (EFE)

La comunicación era un limpiacristales y se ha convertido en gas lacrimógeno. Ya no importa la verdad, sino la impresión. Ya no importa la sostenibilidad de una reputación, sino salir con argucia de un hoyo antes de que caiga otra mina y, entonces, el público mire para otro lado y se olvide de las cosas que se dijeron hace 24 horas.

En una sociedad de la eficacia y el rédito que vistió de carcas los valores, nos conformamos con calmantes de veracidad y ni siquiera somos capaces de saber si aquello es un oasis o una opinión, porque el prejuicio de la desconfianza ha saturado el oído del receptor. ¿Dónde está el periodismo?

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¿Qué relación tiene Bill Gates con la Organización Mundial de la Salud y la fabricación de vacunas? ¿Qué ha pasado en Wuhan? ¿Qué está pasando ahora mismo en Ucrania? ¿Por qué los gobiernos que mienten no pagan sus atropellos? ¿Quién mece la cuna europea? ¿Por qué los poderes públicos son más opacos mientras se ponen la medalla de la transparencia? ¿Cuántas 'fake news' tolera un organismo decente? ¿Quién recompone este mundo narrado en noticias breves, fragmentadas, desordenadas, adolescentes e inanes? ¿Quién aprieta el 'reset'? ¿Dónde está el periodismo?

El periodismo está, pero está enfermo. Solo el colirio de unos ciudadanos críticos puede reactivar los anticuerpos necesarios para resucitar los brazos dormidos de una profesión esencial que se ha convertido en prescindible para las audiencias más jóvenes.

Más allá de las micropolíticas estatales en forma de Plan contra la Desinformación, dirigido con anteojeras, y de las directrices interesadas que juegan a parecer virtuosas sin una esencia de verdad. Más allá de la Agenda Setting, de las líneas editoriales, de las opiniones lícitas, de las corrientes bizcas y de los dogmas sostenidos hasta con irracionalidad, este clima de desinformación general reflota la necesidad de una ética ciudadana maduramente contestataria.

Foto: Banderas de la UE en Bruselas. (EFE)

La descarga eléctrica de incredulidad que nos eriza el sentido común debe despertar nuestras preguntas y aterrizar nuestras dudas. Aunque solo sea porque la desinformación es un poder anticonstitucional que pisotea el apartado d del artículo 20 de nuestra Carta Magna: se reconocen y protegen los derechos "a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión”.

¿Qué sentido tiene tolerar un CIS politizado o un 'fact checking' que se activa con resortes ideológicos? ¿Cuántos titulares entre interrogantes seguiremos viendo en los periódicos? ¿Hasta qué punto es democrático que los gabinetes de prensa de las instituciones públicas digan “tenemos problemas de agenda” cuando, en realidad, están diciendo que prefieren no dar la cara ante los medios que todavía no se contentan con el comunicado oficial? ¿Es la desinformación un 'hula-hop' populista con el que nos están haciendo mirar a un lado, cuando sabemos lo que está por caer desde arriba?

Foto: Imagen de Markus Winkler en Pixabay. Opinión
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Dice John Le Carré que “hasta que no tengamos una mejor relación entre el comportamiento privado y la verdad pública, como se demostró con el caso Watergate, nosotros, al igual que el público, tenemos derecho a continuar sospechando, incluso despectivamente, del secreto y la desinformación, que son un resumen de nuestras noticias”.

Así de mejorables son las cosas. Esta incertidumbre y este mar de interrogantes sin contestar no son un escenario perpetuo, sino una coyuntura que está a punto de explotar. Tic, tac. Clic, clac. Solo tomar conciencia ya nos hace más libres.

*Lucía Casanueva, socia directora de Proa Comunicación.

Cada vez tenemos más medios para saber y más dificultades para conocer la verdad. Estamos ante una pantalla gigante de incertidumbre, frente a un tsunami de intereses ajenos que encubren la realidad, experimentando un empuje hacia el cinismo directamente proporcional a la fuerza del volumen de honestidad desalojada.

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