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Tribuna
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La buena regulación entra en quiebra
Estamos totalmente inmersos en una delirante producción normativa que a duras penas nos permite saber con certeza qué está y qué no en vigor
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Las últimas semanas hemos asistido a lo que perfectamente podríamos calificar de verdadero holocausto legislativo. Estamos totalmente inmersos en una delirante producción normativa que a duras penas nos permite saber con certeza qué está y qué no en vigor. A esto es a lo que nos referimos los juristas cuando hablamos de la seguridad jurídica, uno de los principios constitucionales clave sobre los que se asienta nuestro Estado de derecho. Y no hablo ya de ser capaces de entender las normas y de saber cómo cumplir con ellas o aplicarlas correctamente. Quedémonos en un estadio previo: saber a qué estamos obligados y qué normas debemos cumplir.
Hablaba Carl Schmitt hace ahora exactamente un siglo del concepto de “legislación motorizada” para referirse a la superproducción normativa y a su excesiva volatilidad. Que no levante la cabeza, mejor le dejamos descansar en paz. La incontinencia normativa que decía Ortega y Gasset que, sin faltar al respeto a nadie, hoy podría casi calificarse de verdadera diarrea, está apestando nuestros parlamentos hasta cotas desconocidas hasta el momento. Y todo sucede casi sin inquietarnos, sin pánico alguno, más instalados en la anécdota y la carcajada que en el terror, como si se tratase de un buen chiste.
Resulta inverosímil para cualquier mortal que el aplicador de la ley pueda escoger una u otra versión según sus preferencias o según el día
Para simple muestra, la nota explicativa que el Boletín Oficial del Estado ha tenido que insertar hace unos días en la versión consolidada del texto refundido de la ley sobre infracciones y sanciones en el orden social. ¿Qué ha sucedido? Pues que las leyes 3 y 4 de 2023, promulgadas y publicadas el mismo día, el pasado 1 de marzo, y que también han entrado en vigor el mismo día, han dado dos redacciones diferentes a un mismo párrafo. Se trataba, nada más y nada menos, que de definir una infracción, lo que en la jerga técnica llamamos tipificar. El BOE, sin poder hacer otra cosa más que constatar tamaña hecatombe, se ha limitado a dejar caer con un sutil “téngase en cuenta” tal aberración, reproduciendo ambas versiones. Resulta inverosímil para cualquier mortal que el aplicador de la ley pueda escoger una u otra versión según sus preferencias o gustos, o peor, según el día. Por muy extravagante que nos parezca, la situación permite que esto suceda.
Un error en la redacción de un artículo de la llamada ley Rhodes, para la protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia, ha modificado el Código Penal para permitir un doble cómputo de los plazos de prescripción en los delitos contra la libertad sexual, cuando el presunto autor sea menor de edad. La norma habilita ahora que el cómputo para entender extinguida la responsabilidad, algo de importancia vital, pueda contarse bien desde que aquel cumpla 18 años, o bien, 35. Apenas distan 17 años de diferencia debido a este desliz de redacción.
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Por no mencionar la desaparición por error de la prohibición para que las administraciones puedan contratar con personas sancionadas por alguna infracción muy grave de las previstas en la ley de protección de las personas que informen sobre infracciones normativas y de lucha contra la corrupción. La conocida como ley trans ha sido la causante de que esta prohibición haya estado en vigor solo unos días y haya desaparecido sin dejar huella. Ya ni hablamos de la polémica generada y por todos conocida a raíz de la también llamada ley del solo sí es sí.
Si algo habrá llamado la atención del lector a estas alturas, aparte de la sarta de horrores normativos que estamos narrando, es que todos conocemos mejor las normas por su apodo que por su título real, lo que no deja de ser un reflejo secundario y de relevancia menor de las dificultades crecientes de titular bien nuestras normas.
Sobre las razones de este fenómeno que ahora adquiere mayor gravedad, aunque era fácil de predecir, pueden esbozarse varias. Algunas de ellas son reflejo de nuestra realidad social y política actual y, por ello, difícilmente soslayables porque han venido, como suele decirse, para quedarse: el fraccionamiento político de nuestros parlamentos y la irrupción de gobiernos de coalición. Dos fenómenos que, en sí mismos, nada tienen de malo. Por empezar por los gobiernos de pacto, la práctica demuestra que estos funcionan en la mayor parte de los casos como si hubiera más de un Gobierno. En la ecuación, el resultado puede ser el desgobierno. Cada fuerza actúa guiada por sus inquietudes, con su propia hoja de ruta e iniciativas, influyendo directamente en los ministerios que dirigen, pero coordinándose malamente con lo que escapan a su autoridad. Esta circunstancia afecta, sin duda, a la cohesión y coherencia internas, cuya ausencia tiene claro reflejo en la madurez y consistencia de los proyectos normativos. Por su parte, la multitud de fuerzas políticas con representación parlamentaria, muchas de ellas con un número mínimo de miembros, dificulta la reflexión y estudio detenidos de las iniciativas normativas. Aunque en el plano teórico esta diversidad debería enriquecer el debate, la traducción práctica es un mayor desorden y descuido de la calidad técnica de la norma.
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Ante esta situación indeseable se impone con urgencia la necesidad de mayores controles y una supervisión más efectiva de la Oficina de Coordinación y Calidad Normativa dependiente del Ministerio de Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática, oficina seguramente desprovista de recursos suficientes para llevar a cabo la labor para la que fue creada y que porta en sus apellidos. Con un simple rango de subdirección general tiene entre sus manos, sin embargo, la ardua tarea de coordinar la iniciativa normativa gubernamental, un cometido que ha resultado ser tortuoso en esta legislatura que ya enfila su final. Pero este quehacer no solo compete a ella, dado que los disparates muchas veces surgen de la aprobación en sede parlamentaria de enmiendas que no solo se contradicen entre sí, sino con el texto al que se incorporan. Por ello, los servicios de las cámaras, especialmente sus secretarias generales y los letrados que en ellas prestan sus servicios, tienen también una misión importante de detectar y advertir deslices tan atroces como los ya comentados.
Los disparates muchas veces surgen de la aprobación de enmiendas que se contradicen entre sí y con el texto al que se incorporan
Y por no dejar a nadie fuera de la foto, también cabría mencionar al Tribunal Constitucional, que en su labor de control sobre la constitucionalidad de las leyes debería recuperar su valiosa doctrina de principios de la década de los noventa, en la que enfatizó la importancia de la calidad técnica de las normas como garantía de seguridad jurídica. En los últimos tiempos, se aprecia cierta condescendencia con tanta negligencia y acrobacia normativa, y debería imponerse una vuelta a la regla cisterciense.
No vamos por buen camino, no, pero aún estamos a tiempo.
*Joaquín Meseguer Yebra es académico C. de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación y experto docente en técnica normativa. Impulsó la creación de la Red Española de Calidad Normativa. Actualmente, trabaja en el Ayuntamiento de Madrid.
Las últimas semanas hemos asistido a lo que perfectamente podríamos calificar de verdadero holocausto legislativo. Estamos totalmente inmersos en una delirante producción normativa que a duras penas nos permite saber con certeza qué está y qué no en vigor. A esto es a lo que nos referimos los juristas cuando hablamos de la seguridad jurídica, uno de los principios constitucionales clave sobre los que se asienta nuestro Estado de derecho. Y no hablo ya de ser capaces de entender las normas y de saber cómo cumplir con ellas o aplicarlas correctamente. Quedémonos en un estadio previo: saber a qué estamos obligados y qué normas debemos cumplir.