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Encuestas electorales: entre la astronomía y la astrología
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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Encuestas electorales: entre la astronomía y la astrología

Al regreso de las vacaciones todos seremos irremediablemente víctimas de la epidemia encuesteril, les prevengo especialmente de algunas de sus manifestaciones más contagiosas y dañinas

Foto: Papeletas de voto. (Efe)
Papeletas de voto. (Efe)

Muchos de ustedes estarán de vacaciones (aunque es un mal síntoma que lean esto: o no hay vacaciones o padecen síndrome de abstinencia), pero pronto caerá de nuevo sobre nosotros el diluvio electoral y, con él, la parafernalia inevitable de encuestas, proyecciones, especulaciones, cálculos, pronósticos y conjeturas de todas las clases; todo ello con el propósito banal de adivinar un resultado y que digan aquello de “ya lo dijo fulanito, que de esto sabe mucho” (créanme, los que de verdad saben mucho suelen ser los más discretos y prudentes en materia de adivinanzas).

En otros tiempos, el lenguaje político –especialmente el electoral- estaba lleno de resonancias bélicas: aún hay partidos que a la jornada electoral la llaman “Día D”, a las oficinas de la campaña “cuartel general” y al espíritu de los militantes “la moral de la tropa”.

Pero últimamente predomina el pensamiento mágico. Se habla de “gurúes”, “magos electorales” –o, más elegante aún, de “spin doctors” o “king makers”- para designar a lo que toda la vida han sido meros asesores, y se les atribuyen (a veces se autoatribuyen) habilidades portentosas y una influencia desproporcionada sobre las decisiones políticas. Que la jubilación de un asesor y el debut de un director de campaña sean primera página del domingo en el más prestigioso y sesudo diario nacional es todo un síntoma de vaciedad agosteña.

Los sociólogos de moda ya no son meros investigadores sociales: casi ninguno resiste la tentación de vestirse de druida y actuar como oráculo de la tribu, convirtiendo el noble oficio de preguntar cosas a la gente y estudiar sus respuestas en un ejercicio de quiromancia o de quinielismo, acompañado con frecuencia de consejos “expertos” a los políticos sobre lo que deben hacer para ganarse el favor de los votantes.

Y los partidos en dificultades siguen confiando pertinazmente en las propiedades milagrosas de ciertos candidatos, queriendo creer que basta con sacar a pasear un nombre y un rostro –especialmente si se le puede hacer pasar por nuevo aunque tenga varios lustros de aparato en la mochila- para que millones de personas olviden las amarguras que se les han hecho pasar y se agolpen sobre las urnas entre espasmos de entusiasmo. Es el llamado “efecto fulanitez”, nada que ver con el verdadero liderazgo político.

Respeto mucho a las encuestas y a quienes las hacen, aunque sólo sea porque son una herramienta de trabajo indispensable. Precisamente por eso me molesta que se las valore exclusivamente en función de si acertaron o no acertaron el resultado. Cualquier alumno de primero de sociología sabe que las encuestas carecen de valor predictivo. Como una radiografía médica, pueden mostrar el estado actual de la parte del organismo social que observan, pero no anticipar cómo estará ese mismo organismo dentro de unos meses.

Los profesionales lo saben mejor que nadie, pero luego casi todos se dejan arrastrar por la corriente y lo único que les importa es si acertaron más o acertaron menos. He visto a hacedores de encuestas rectificar a mano sus datos “porque lo que yo quiero es acertar”. O lo que es más frecuente, porque “si me voy a equivocar, que sea con todos los demás”.

He visto a hacedores de encuestas rectificar a mano sus datos “porque lo que yo quiero es acertar”. “Si me voy a equivocar, que sea con todos los demás”

Hay encuestas hechas chapuceramente cuyos datos se aproximan al resultado final y premian a sus autores con un prestigio inmerecido que ellos mismos se encargan de agigantar.

Y hay encuestas realizadas muy correctamente que ofrecen información de calidad pero cuyos datos de intención de voto no coinciden con el resultado final; lo que puede ocurrir por muchas razones, principalmente porque los hechos posteriores –por ejemplo, el propio desarrollo de la campaña electoral- han hecho cambiar la situación.

Una encuesta acierta cuando ofrece información precisa y útil sobre aquello que pregunta y lo que pregunta se puede obtener de una breve entrevista telefónica con preguntas necesariamente simples. Acierta cuando está hecha con rigor metodológico. Acierta cuando su uso se ajusta a sus posibilidades técnicas, sin excederse en interpretaciones subjetivas que desbordan lo que es razonable esperar de unos cuantos porcentajes. Todo lo demás es confundir la astronomía con la astrología.

Al fin y al cabo, para hacer pronósticos más o menos acertados tampoco son imprescindibles las encuestas

Al fin y al cabo, para hacer pronósticos más o menos acertados tampoco son imprescindibles las encuestas. Usted reúne a tres personas que conozcan bien la política y la sociología electoral y, sin necesidad de encuesta alguna, son capaces de diseñar una previsión del voto perfectamente plausible y verosímil.

Pero como sé que al regreso de las vacaciones todos seremos irremediablemente víctimas de la epidemia encuesteril, les prevengo especialmente de algunas de sus manifestaciones más contagiosas y dañinas para la estabilidad emocional en vísperas de unas elecciones:

En primer lugar, el modelo de encuestas “montaña rusa”. Son aquellas que en brevísimos espacios de tiempo hacen subir y bajar de forma escandalosa las estimaciones de voto de los partidos. No hay cientos de miles de votos saltando cada semana de uno a otro partido en función de la noticia del día, por muy espectacular y periodístico que resulte pintarlo así. Qué le vamos a hacer, la sociología es una ciencia aburrida.

El censo electoral es de 35 millones de personas. Y la participación estándar en unas elecciones generales está entre 24 y 25 millones de votantes. Si le dicen, por ejemplo, que un partido ha perdido cinco puntos de intención de voto en quince días, eso significa que le han abandonado cerca de un millón de personas. Si no ha ocurrido ningún cataclismo, sospeche.

Hay que tener cuidado también con el “efecto cocina”. Se le pregunta a la gente a qué partido votaría si las elecciones fueran hoy. El resultado de la encuesta propiamente dicho es lo que los entrevistados responden directamente, pero esos datos de origen se someten después a una elaboración que es necesaria para corregir impurezas y desviaciones: lo que en el argot del gremio se llama “la cocina”. Lo que a usted le presentan no es el producto crudo tal como salió del mercado, sino el producto ya cocinado. Y como no hay una receta única, la calidad del plato tal como llega a su mesa depende en gran medida de la pericia del cocinero.

Y llévese la mano a la cartera cuando vea una encuesta que predice la participación varias semanas antes de votar o una que se atreve a distribuir los 350 escaños del Congreso a partir de una muestra pequeña. Una y otra cosa saldrán, en su caso, de la sabiduría de algún analista osado, pero jamás pueden presentarse como el resultado de una encuesta.

Un antiguo amigo, sabio como médico y como político, me hablaba un día de su experiencia clínica: “Cuando me llega un paciente escucho, observo, hago unas preguntas y un reconocimiento completo. Con eso tengo un primer diagnóstico. A continuación encargo las pruebas (radiografías, análisis de sangre, etc) que se necesiten. Si las pruebas no confirman mi diagnóstico inicial… repito las pruebas”. Pues eso.

Muchos de ustedes estarán de vacaciones (aunque es un mal síntoma que lean esto: o no hay vacaciones o padecen síndrome de abstinencia), pero pronto caerá de nuevo sobre nosotros el diluvio electoral y, con él, la parafernalia inevitable de encuestas, proyecciones, especulaciones, cálculos, pronósticos y conjeturas de todas las clases; todo ello con el propósito banal de adivinar un resultado y que digan aquello de “ya lo dijo fulanito, que de esto sabe mucho” (créanme, los que de verdad saben mucho suelen ser los más discretos y prudentes en materia de adivinanzas).

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