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Bien por el acuerdo, pero no hagan esto nunca más
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Ignacio Varela

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Bien por el acuerdo, pero no hagan esto nunca más

Hay que exigir a los coautores de este estrago institucional que complementen el acuerdo de renovación con otro que impida por completo que esto se repita en el futuro

Foto: Bolaños y Pons acuerdan renovar el CGPJ tras cinco años de bloqueo. (Europa Press/Comisión Europea)
Bolaños y Pons acuerdan renovar el CGPJ tras cinco años de bloqueo. (Europa Press/Comisión Europea)
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Quienes creemos firmemente en la institucionalidad como soporte irreemplazable de la democracia tenemos que felicitarnos por el hecho de que haya quedado atrás el que quizá haya sido el episodio institucionalmente más dañino desde 1978, protagonizado no por los enemigos de la Constitución, sino por los dos partidos que, por reclamarse herederos de sus artífices principales, tienen más obligación que nadie de cumplirla y defenderla.

Destaquemos en primer lugar la parte buena del acuerdo sobre el CGPJ: tras cinco años de marasmo contumazmente sostenido y de varias tentaciones peligrosas, España tendrá un Consejo General del Poder Judicial renovado de acuerdo a la ley vigente, con sus atribuciones restablecidas tras un largo período de secuestro inicuo; y gracias a ello, los tribunales podrán ver renovadas sus plantillas de jueces y magistrados, saliendo de un arresto legislativo que estuvo a punto de conducir a un colapso masivo de la administración de Justicia.

En una primera reacción, la satisfacción debe prevalecer sobre cualquier otro sentimiento. Pero el daño infligido al interés público ha sido tan profundo que obliga a añadir una consideración adicional: si quieren expiar su culpa, aunque sea parcialmente, hay que exigir a los coautores de este estrago institucional que complementen el acuerdo de renovación con otro que impida por completo que esto se repita en el futuro. No servirá de gran cosa haber salido in extremis de una amenaza existencial para la Justicia si se deja la puerta abierta para que esta situación se reproduzca cada vez que las cúpulas partidarias lo consideren conveniente para sus intereses bastardos.

La celebración del instante no permite olvidar el cúmulo de abusos políticos, fraudes de ley y agresiones a la razón que nos trajeron hasta el bochorno de resolver un conflicto estrictamente hispano-español en una mesa de Bruselas.

Foto: Fachada del Tribunal Supremo. (EFE)

En primer lugar, la negativa cerril del Partido Popular a cumplir un mandato inequívoco de la Constitución, encadenando pretextos sucesivos para camuflar lo que nunca fue otra cosa que puro y simple obstruccionismo. El cumplimiento de la Constitución -como de cualquier otra ley legítima- no es volitivo ni puede supeditarse a condición alguna. Primero se obedece el mandato legal y después se discute lo haya de discutirse, jamás al revés. Este asunto formó parte de la herencia envenenada que Feijóo recibió de su antecesor. Pero ha tenido dos años para resolverlo y, si no lo hizo antes, fue porque no quiso o no se atrevió.

Quienes en el PP repudien este acuerdo con el argumento de que supone dar un respiro a Sánchez no han entendido nada sobre el funcionamiento del Estado; y, además, son muy lerdos en lo estratégico. Confiscar las instituciones para un fin partidista no es lo que se espera de una alternativa fiable de Gobierno. Por otra parte, durante estos años pocas cosas han restado más autoridad moral al PP y han suministrado más munición argumental al sanchismo que la flagrante desobediencia constitucional del primer partido de la oposición, el mismo que se harta de denunciar, con mucha razón, los desafueros constantes del oficialismo.

Si, según el deseo de algunos, se hubiera llegado al final de esta legislatura con el CGPJ empantanado y la Justicia violentada e incapaz de proveer un servicio público esencial, ello pesaría como una losa sobre el crédito del PP ante la sociedad; y un eventual Gobierno de Feijóo padecería el mismo filibusterismo institucional por parte de la izquierda y estaría desnudo de argumentos para denunciarlo. No puede pedir el voto de la gente de orden quien antes practicó el desorden por puro sectarismo.

Por su parte, Sánchez está muy lejos de ser inocente en este estropicio. En esto -como en casi todo- ha jugado sucio, muy sucio. Engañó reiteradamente a sus interlocutores con una colección completa de argucias y trampas marca de la casa. Para doblegar al partido de la oposición, decidió represaliar al CGPJ y, con él, a todos los tribunales del país. La ley que prohibió al Consejo existente cubrir las vacantes judiciales fue un acto arbitrario y chantajista que, además, solo sirvió para exasperar aún más a los jueces (por si no bastara con las agresiones verbales y legislativas perpetradas contra el Poder Judicial por el Gobierno y sus aliados). Usó a diario el incumplimiento del PP en este asunto como burladero de sus múltiples desprecios al orden institucional. Y el órdago final de amenazar con una requisa definitiva de la facultad del futuro Consejo de designar magistrados (sin la cual la existencia del órgano carece de sentido) no solo no ayudó al acuerdo final, sino que estuvo a punto de arruinarlo.

El Gobierno jamás debió personarse como parte negociadora -ni el PP consentirlo- en un asunto que corresponde íntegramente al Parlamento. Bastante confuso es mezclar en un tema como este al Poder Judicial y al Legislativo para que, además, interfiera en él el Ejecutivo, suplantando a su propio grupo parlamentario. La dócil inmovilidad de las sucesivas presidencias del Congreso y del Senado en una misión que les concierne directamente tampoco ha favorecido precisamente la dignidad de sus cargos.

Foto: Sede del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) en Madrid. (EFE/Rodrigo Jiménez)
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Finalmente, quedó a la vista de todos que esta pugna nunca tuvo como objeto real el control del Consejo del Poder Judicial (que no emite sentencias), sino el del Tribunal Supremo, con los casos de corrupción en ambos partidos y las servidumbres de Sánchez con sus aliados como telón de fondo.

Al calor del debate doctrinal sobre si el órgano de gobierno del Poder Judicial debe atribuirse al Parlamento o al propio estamento judicial (hay buenas razones para sostener ambas tesis), se ha dicho y repetido un buen puñado de estupideces. No es menor la que reza “que los jueces elijan a los jueces”, como si la polémica tratara de eso. Que yo sepa, en España ni el Gobierno ni el Parlamento designan a los jueces, aunque no dudo de que algunos legisladores y/o gobernantes serían felices si les dejaran hacerlo. Tampoco es pequeña falacia la de atribuir al Congreso nada menos que la titularidad de “la soberanía popular”, como hizo el licenciado Bolaños, entre una porción de enormidades jurídicas y políticas, en memorable entrevista con Alsina.

Finalmente, ha sido necesario que el PP se vea ante el abismo de perder el tren no solo del Poder Judicial, sino de todos los órganos regulatorios pendientes de renovación, y que el Gobierno reciba una contundente advertencia de ver a España equiparada con Hungría y Polonia en el inminente informe de la Comisión Europea sobre el Estado de derecho para que se bajen de la burra y hagan, arrastrando los pies, lo que debieron hacer voluntariamente hace cinco años. Con frecuencia pienso qué sería de este corral y con este ganado político sin el paraguas civilizador de la Unión Europea.

Ahora le tocará a Sánchez explicar a su manada de aliados por qué los excluyó de un acuerdo que, obviamente, solo vincula a los dos partidos firmantes. Pero ese es su problema; me interesa más saber cómo se compensará a los miles de ciudadanos con causas pendientes ante la Justicia que han padecido la restricción de ese servicio público por los juegos de poder de los partidos a los que votaron mayoritariamente.

En todo caso, no podremos estar tranquilos en esta materia hasta que no se firme sobre piedra el pacto del “nunca más”, que es el más difícil porque exige que los políticos de campanario renuncien a actuar como tales.

Quienes creemos firmemente en la institucionalidad como soporte irreemplazable de la democracia tenemos que felicitarnos por el hecho de que haya quedado atrás el que quizá haya sido el episodio institucionalmente más dañino desde 1978, protagonizado no por los enemigos de la Constitución, sino por los dos partidos que, por reclamarse herederos de sus artífices principales, tienen más obligación que nadie de cumplirla y defenderla.

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