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El final del sanchismo será terrible (o no)
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Pablo Pombo

Crónicas desde el frente viral

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El final del sanchismo será terrible (o no)

Desear un final terrible para Sánchez es tener poca confianza en nuestra democracia. Terminará siendo desalojado del poder cuando la oposición se merezca una victoria democrática incontestable

Foto: El secretario general del PSOE y presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (Europa Press/Alejandro Martínez Vélez)
El secretario general del PSOE y presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (Europa Press/Alejandro Martínez Vélez)
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La corazonada retumba con más fuerza entre los opositores y los seguidores. Una vez pasadas las elecciones europeas, aumenta la impresión de que el fin de Sánchez tendrá dimensión bíblica. Es una intuición fundamentada, aunque puede terminar errada. También es probable que el punto final acabe siendo del todo mundano, incluso ordinario.

La medida de este tiempo tan áspero para España como para el Partido Socialista, se rige por el principio de la desproporción. Los verbos no encajan con los hechos.

El oído recibe un discurso declinado en términos históricos, con tonos sentimentaloides que van entre la épica de todo a cien a la emocionalidad de novela turca.

Pero el ojo del ciudadano no ve provecho sobre la mesa porque la producción política sigue paralizada por el muro y secuestrada por los adversarios de la Constitución.

Foto: Sánchez en un mitin de la campaña de las europeas. (EP/Lorena Sopêna) Opinión

La diferencia de escalas entre la actualidad sincopada y la realidad paralizada responde a un proyecto de poder que vive de la confrontación, pero no solo. El sanchismo está haciendo un uso de los mecanismos de control social contrario a la naturaleza de nuestra democracia.

En toda nuestra era constitucional, nunca hubo un Gobierno con tanto poder mediático, tanto descaro en el uso de la propaganda, y tanta voluntad en intimidar a los periodistas que buscan alumbrar la verdad.

Foto: El presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, tras ejercer su derecho a voto. (Europa Press/Eduardo Parra) Opinión
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Nunca semejante apropiación y colonización de las instituciones públicas. La lista de cargos enchufados supera a la sarta de insultos que podría verter Óscar Puente reencarnándose cien veces.

Nunca un ataque a la integridad de la Justicia como el de ahora, redoblado además desde que la corrupción acecha al entorno del presidente del Gobierno.

Visto así, se aprecia por qué el sanchismo no es una ideología, sino una forma agresora de ejercer el poder. Efectivamente, todo su afán de coacción sobre la democracia no parece augurar nada bueno mientras pierde y pierde credibilidad.

Foto: Sánchez vota en las europeas, con Begoña Gómez en segundo plano. (EFE/Ballesteros) Opinión

La cuestión de fondo está en que la imposición del odio y del miedo serán su fortaleza mientras siguen siendo aceptadas por los demás. Una vez que se rompan, solo podrán ser su debilidad.

Está demostrado: el método peronista de intimidación a medios y jueces que practicó Cristina Fernández Kirchner no evitó que fuese condenada en los tribunales y derrotada en las urnas.

Yo, humildemente, no veo razones para temer que en España la prensa, la Justicia y las formaciones políticas vayan a ser más débiles que en Argentina.

Foto: Sánchez y su mujer, de la mano en un acto de campaña. (EFE/Jorge Zapata) Opinión
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Pienso que desear un final terrible para Sánchez es tener poca confianza en nuestra democracia. Terminará siendo desalojado del poder cuando la oposición se merezca una victoria democrática incontestable. Va camino de ello, desde luego.

Por el momento, ya es el presidente con el respaldo parlamentario más endeble nunca visto y su apoyo electoral no parece ir a más.

Han pasado diez años desde que Sánchez se hizo con la Secretaría General, y cinco desde su última victoria electoral. Suyos son todos los peores resultados cosechados por un dirigente socialista, uno tras de otro. Nadie puede negar que España está dirigida por un perdedor en serie.

Foto: La portavoz de Junts en el Congreso, Míriam Nogueras. (Europa Press/Eduardo Parra) Opinión

Nadie, ni siquiera los militantes socialistas más pesimistas, se atrevieron a temer jamás lo que ya es cierto desde el pasado domingo. La derecha supera el 60% en las Castillas, y el 55% en Andalucía, Comunidad Valenciana y Extremadura.

Y nadie, ni siquiera los más aduladores y mejor retribuidos sanchistas, puede discutir que el bloque con populistas, comunistas y nacionalistas se está tambaleando. La suma agoniza.

Ahora bien, la cuestión no es solo si Sánchez merece o no merece perder, es también si Feijóo merece o no merece ganar. En eso consiste la belleza del juego democrático.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, junto a su mujer, Begoña Gómez. (Reuters/Nacho  Doce) Opinión

Durante estos días, se critica mucho al PP por su falta de músculo en las campañas electorales. Es una evidencia. Pero hay otra más: Feijóo se encontró a un PP empatado con Vox y puesto en la puerta del desguace por Pablo Casado.

Su labor para poner en pie a la organización no es menor a la empleada por Aznar tras el desastre perpetrado por Hernández Mancha.

La derecha esperaba gobernar en 2023 con las mismas expectativas que ya tuvo en 1993. En ambas ocasiones fracasó. Y en ambos casos hubo urnas europeas al año siguiente.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (d), y su esposa Begoña Gómez. (EFE/Miguel Ángel Molina) Opinión

Los populares obtuvieron en 1994 la primera victoria de talla nacional en toda su historia. Y, treinta años más tarde, las manecillas del reloj parecen volver a ponerse en la misma posición.

La fórmula del “Váyase, señor González” es más eficaz y memorable que la de “Derogar al sanchismo”, pero al final no es tanta la diferencia. Las dos sirvieron para encauzar el rechazo, pero ninguna terminó siendo suficiente.

Lo fue para Rajoy, es cierto, porque en 2011 la derecha estaba unida, por eso pudo poner un recipiente al rechazo que generaba Zapatero entonces.

Foto: El expresidente catalán Carles Puigdemont. (EFE/EPA/Olivier Matthys) Opinión
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Hoy no se dan las condiciones necesarias para que Feijóo haga lo mismo. Pero sí puede aprender lo que aprendió Aznar tras la frustrante derrota de 1993: la simultánea necesidad de armar una maquinaria electoral y de ofrecer un proyecto de país orientado a la mayoría.

Las campañas electorales de la derecha que se enfrentó a Felipe González eran entonces igual de tristes y regañaban de manera parecida al votante que las desplegadas contra Sánchez durante estos años. No fue así en 1996 y mucho menos en el año 2000. Aquel equipo, más moderno y profesional, hizo que la alegría cambiase de bando.

Y el proyecto con el que Aznar llegó a la Moncloa estaba marcado por la moderación, la regeneración, y el atributo de mejor gestión económica frente al “paro, despilfarro y corrupción”.

Foto: Sánchez, en un mitin del PSOE en Valladolid. (Europa Press/Claudia Alba) Opinión

Es cierto que hoy los tiempos son otros, pero las corrientes profundas no son tan distintas como parece. Por otro lado, parece claro que Pedro Sánchez es un rival bastante más débil que Felipe González en todos y cada uno de los planos posibles.

Es cierto que estamos en manos de un presidente impredecible, de alguien que seguirá utilizando el calendario pensando en clave estrictamente personal, que es capaz de saltarse todos los límites. Todo eso es verdad. Pero la verdad no es excusa para especular ni para postergar la tarea.

En democracia, los verdaderos ganadores buscan y trabajan victorias incontestables. Siembran, riegan y cosechan finales mundanos, incluso ordinarios, para cada rival. Finales inapelables.

La corazonada retumba con más fuerza entre los opositores y los seguidores. Una vez pasadas las elecciones europeas, aumenta la impresión de que el fin de Sánchez tendrá dimensión bíblica. Es una intuición fundamentada, aunque puede terminar errada. También es probable que el punto final acabe siendo del todo mundano, incluso ordinario.

Pedro Sánchez
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