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La DANA, el cambio climático y la culpa de una generación
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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La DANA, el cambio climático y la culpa de una generación

Lo que hoy deploramos como un suceso excepcional está llamado a ser parte de la normalidad para las próximas generaciones, hasta que ya no haya más generaciones porque el planeta Tierra se haya convertido en un lugar inhabitable

Foto: Un hombre camina entre barro, escombros y coches dañados tras las lluvias torrenciales que provocaron inundaciones en Paiporta. (Reuters/Eva Máñez)
Un hombre camina entre barro, escombros y coches dañados tras las lluvias torrenciales que provocaron inundaciones en Paiporta. (Reuters/Eva Máñez)
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En el momento en que comienzo a escribir este artículo, se cuentan ya 158 personas muertas por la DANA. Nadie duda de que la cifra seguirá creciendo en las próximas horas, aproximándose —si es que no la supera— a la de las víctimas de los atentados terroristas 11-M. Es la peor catástrofe ocurrida en España en muchas décadas, excluida la pandemia del covid. Es, con toda seguridad, el golpe más mortífero que nos ha propinado hasta ahora el cambio climático. Pero todos sabemos que no será el último ni el peor. Lo que hoy deploramos como un suceso excepcional, está llamado a ser parte de la normalidad para las próximas generaciones, hasta que ya no haya más generaciones porque el planeta Tierra se haya convertido definitivamente en un lugar inhabitable para la especie humana. Y la generación a la que pertenezco es culpable de haber acelerado drásticamente ese proceso destructivo.

Si hoy pudiéramos pedir colectivamente un único don al Genio de la lámpara maravillosa, lo único sensato sería rogarle que devolviera la atmósfera terrestre a la situación en que estaba en la mitad del siglo XX, cuando vinimos al mundo muchos de los que hoy enfilamos el último tramo de nuestra vida. Pedir eso y no que nos conceda unos años más de vejez sería un acto mínimo de reparación hacia nuestros hijos y nietos después de haber causado en apenas 70 años más daño al planeta como espacio habitable que en toda la historia anterior de la humanidad.

La nuestra ha sido una generación excepcionalmente afortunada (me refiero únicamente a lo que se ha dado en llamar “el mundo occidental” para referirse a Europa y América del Norte). Quizá sea la única generación en la historia humana que ha disfrutado de paz, libertad y prosperidad durante todo su ciclo vital. La única que no ha conocido la guerra, que no ha pasado hambre, que no ha padecido enormes catástrofes naturales de las que en el pasado se cobraron cientos de miles de vidas. La que ha llegado a tiempo de beneficiarse de una revolución tecnológica que ha transformado el mundo y de avances científicos que prolongan la esperanza de vida hasta edades impensables para nuestros antepasados.

La pregunta (tan tenebrosa que da miedo escribirla) es si la arcadia feliz en que hemos vivido en Occidente desde el final de la Segunda Guerra Mundial es tan solo un paréntesis histórico, tras el cual la humanidad regresará a la normalidad de un tiempo oscuro hasta su extinción definitiva (que, repito, nosotros hemos contribuido decisivamente a aproximar). Lo que llevamos de siglo XXI apunta claramente en esa dirección, y solo podemos depositar alguna esperanza en la acción salvadora de la ciencia y la tecnología. Desde luego, no en la de la política.

Foto: Un hombre observa los daños causados por las inundaciones en la localidad de Paiporta, Valencia, este jueves. (EFE)

Se habla de “suicidio climático”. Más propio sería hablar de un filicidio, porque nosotros no sufriremos el daño infinito que hemos infligido al planeta, pero nuestros hijos y nietos sí serán víctimas de nuestro egoísmo irresponsable.

No será porque no nos avisaron a tiempo. Desde hace más de siete décadas, los científicos vienen alertando, en términos cada vez más perentorios, sobre los efectos destructivos de un cambio climático completamente provocado por la acción de los humanos. Más allá de una retórica vacua, los dirigentes del mundo han rehuido sistemáticamente hacer algo decisivo para detener la hecatombe.

Los motivos de tanta negligencia están claros. El primero de ellos es el egoísmo generacional. Si los dirigentes del mundo no se tomaron nunca en serio la cuestión medioambiental fue, en primer lugar, porque los plazos de los que se hablaba estaban fuera de su horizonte vital. No es verdad que los humanos actuemos pensando en una gente a la que no conocemos ni conoceremos. De hecho, el futuro es uno de los grandes fraudes conceptuales de la vida política. Y me refiero tanto a los votados como a los votantes. No se vota por los hijos y mucho menos por los bisnietos.

Si en los años 70, 80 y 90 le decías a un gobernante, o al dueño de una gran industria, que en 2050 habría grandes catástrofes climáticas, era imposible que se diera por concernido, porque él sabía que para entonces estaría criando malvas. Igual de inútil que exhortar a un pensionista actual a votar pensando en proteger las pensiones futuras de sus hijos. Con escasas excepciones honrosas, el futuro como motivador de las decisiones políticas es chatarra discursiva, y este del cambio climático es el ejemplo más escandaloso. También el más terrible.

Se empieza a tomar en serio el cambio climático a partir del momento en que alcanza el poder una generación que sufrirá los efectos en sus propias carnes. También cuando la cuestión medioambiental ha comenzado a decidir elecciones, cosa que aún no ocurre en España, pero ocurrirá más pronto que tarde.

Foto: El puente sobre el río Magro en Carlet, Valencia, a punto de ceder. (Reuters/Eva Manez)

Sabemos desde hace mucho tiempo que el Mediterráneo es una de las zonas cero del cambio climático. Sabemos que estamos abocados a sufrir recurrentemente episodios climáticos catastróficos en esa zona. Sin embargo, ningún Gobierno del pasado —ni del presente— ha hecho nada por preparar nuestras infraestructuras para ese escenario.

Mientras tanto, todo aquello que destruía la atmósfera ha sido durante más de medio siglo una fuente de votos para los políticos, de enriquecimiento para las empresas, de empleo —insalubre, pero empleo— para los trabajadores y de medios de consumo y bienestar para los consumidores. Todos nos hemos beneficiado de alguna manera de la destrucción de la atmósfera en ese loco siglo XX.

Escuchando a algunos dirigentes de cierta edad, parecería que el cambio climático hubiera sido una calamidad que nos ha sobrevenido y que ha llegado por sorpresa, sin que nadie haya tenido culpa de nada. Como si Saturno hubiera chocado con Neptuno y eso hubiera alterado fatalmente la atmósfera terrestre.

Foto: Daños causados por la DANA en Toledo (EFE/Ángeles Visdómine)

Hace unos años, Josep Borrell hizo una declaración especialmente desafortunada por injusta, de la que él mismo se disculpó. Dijo el alto representante: “A mí me gustaría saber si los jóvenes que se manifiestan en las calles de Berlín para que se tomen medidas contra el cambio climático son conscientes de lo que esas medidas van a costar. Si están dispuestos a rebajar su nivel de vida para compensar a los mineros polacos que, si luchamos de verdad contra el cambio climático, se van a quedar en el paro y habrá que subsidiarlos”.

Es difícil formular de forma tan desatinada una idea de fondo pertinente, que es que todas las grandes decisiones comportan costes y renuncias que es preciso asumir si nos comportamos como adultos. Pero aquella requisitoria de Borrell contra los jóvenes europeos estaría mucho mejor si se aplicara, palabra por palabra, a los dirigentes de su generación, que es también la mía.

Si yo fuera un joven berlinés —o europeo, porque la admonición iba para todos— respondería generacionalmente a los Borrell del mundo (entre los que me cuento) diciendo: miren, para hablar de este tema, primero pidan perdón por lo que nos han hecho. Y luego hablemos de cómo atenuar el desastre que ustedes han creado y que nosotros vamos a padecer.

Hemos exprimido hasta la última gota las ventajas extraordinarias que nos deparó la época histórica que tuvimos la suerte de vivir. Plagamos el territorio de industrias altamente contaminantes, usamos a fondo y sin restricciones toda clase de energías sucias, permitimos en las costas —por ejemplo, la del Mediterráneo español— disparates urbanísticos que atentaban por igual al sentido común y a la estética. Llamamos a todo eso “Estado del bienestar” y en ningún momento quisimos escuchar a quienes nos alertaban a gritos de que estábamos fabricando una bomba de relojería atmosférica que devastaría la vida y el bienestar de los que venían detrás.

Ante sucesos como esta DANA —a la que seguirán muchas más, iguales o peores—, no está permitida la sorpresa. Y no debería permitirse a los políticos y mandamases en general de nuestra generación formular reproche alguno sin antes pedir humildemente perdón por un desastre que, ¡ay!, ya no tiene remedio.

En el momento en que comienzo a escribir este artículo, se cuentan ya 158 personas muertas por la DANA. Nadie duda de que la cifra seguirá creciendo en las próximas horas, aproximándose —si es que no la supera— a la de las víctimas de los atentados terroristas 11-M. Es la peor catástrofe ocurrida en España en muchas décadas, excluida la pandemia del covid. Es, con toda seguridad, el golpe más mortífero que nos ha propinado hasta ahora el cambio climático. Pero todos sabemos que no será el último ni el peor. Lo que hoy deploramos como un suceso excepcional, está llamado a ser parte de la normalidad para las próximas generaciones, hasta que ya no haya más generaciones porque el planeta Tierra se haya convertido definitivamente en un lugar inhabitable para la especie humana. Y la generación a la que pertenezco es culpable de haber acelerado drásticamente ese proceso destructivo.

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