Emboscadas
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A propósito de la necesaria desobediencia civil de los sabios
La revuelta de los científicos es en favor de todos y de todo. Saben que ahora mismo nada tiene menos futuro que el futuro mismo. Saben que el presente resulta cada día más pequeño y mezquino
Si en 1972, en la Cumbre de Estocolmo, se hubiera puesto en marcha el ya entonces necesario abandono masivo del modelo energético que achicharra al planeta es casi seguro que no estaríamos sufriendo la guerra de Ucrania. Nos habría dado tiempo para, con los más que suficientes conocimientos científicos, tecnologías y presupuestos, cambiar la asfixia de lo que respiramos por lo transparente pureza que nos merecemos. Seguramente nos habríamos librado también de las guerras de Irak e, incluso, de aberraciones claramente ligadas a la catástrofe climática como el todavía no acabado fratricidio sirio.
Resulta sencillo comprender que los combustibles fósiles obligan a una ciega obediencia incluso a las potencias mundiales que tan fácil tendrían haberse garantizado no solo la paz sino también mucha más libertad, cada día más lejana. Porque la independencia, en cuanto a las principales fuentes de aprovisionamiento, para que sea posible cualquier tipo de producción, resulta tan necesaria como las libertades políticas. Nunca se debe desligar la autosuficiencia en energías renovables de la igualmente necesaria mejora de la calidad democrática.
Y lo hacen en cumplimiento de la obligación moral de socorro, esa que si se niega a un semejante es constitutiva de delito
Algunos, en efecto, somos más libres por el sencillo camino de no tener que pagar factura alguna por la energía eléctrica que gastamos. Insisto. Si Alemania, por ejemplo, hubiera seguido la senda inicial de generalizar el uso de la energía solar no estaría ahora en el laberinto de depender de una dictadura de extrema derecha que considera lógico invadir países y masacrar a sus pobladores.
Tampoco hay que estar muy avisado para percatarse que ambiente sano y democracia se dan la mano. Recuperar la transparencia de lo que respiramos resulta fraternal con la Natura y no menos, si restauramos también la transparencia de la gestión política, con nuestros modelos de convivencia. Es el marco, estoy convencido, en el que cabe situar y valorar la reciente rebelión de los sabios.
Es más cuando la comunidad científica sale de sus torres de marfil no solo están defendiendo a la comunidad de los vivientes sino también a una elemental seguridad para todos nosotros, los humanos, entre los que están los causantes de la más grave enfermedad global desde que aparecimos como especie.
Tras haber estudiado exhaustivamente el clima y elaborado los más solventes informes durante los últimos treinta años, los sabios ya no pueden soportar por más tiempo la incesante procastinación de los que gobiernan contra lo que ellos también saben.
Destaco este hecho: los gobernantes y poderes económicos, negacionistas o no, saben lo que los rebeldes saben. Pero mienten y se mienten. Por eso mismo los científicos han decidido emular la más bella, serena y ética de las formas de acción política que existe. Me refiero a la puesta en práctica por el más admirable de los seres humanos, Gandhi. Que, por cierto, se inspiró en Thoreau y en esas fuentes de la compasión que son las iniciales religiones y filosofías de oriente.
No se trata de una más de las formas de activismo, en las que nos han salido callos a todos los ecologistas del planeta. Es algo más. Mucho más profundo y panorámico por venir de la mejor fuente posible. No menos porque se trata de personal remunerado por el estado y, por tanto, quedan muy expuestos a fáciles represalias. 'No nos queda tiempo' sería el trampolín desde el que han saltado hasta las puertas del congreso un notable número de investigadores.
Es cumplimiento de la obligación moral de socorro, esa que si se niega a un semejante es constitutiva de delito. ¿Cómo calificar, por tanto, el no intentar salvar a lo que nos salva? ¿Cómo no acudir al alarido de socorro de lo que asiste a todos los seres vivientes al mismo tiempo? Porque eso es exactamente el clima. Es la posibilidad de lo posible, la oportunidad para todos. La Vida de las vidas, en fin.
Desobedecer a la ignorancia. Denunciar el incesante aplazamiento de lo urgente y necesario. Rebatir las mentiras arreciadas. Enfrentarse a la estúpida podredumbre del humo es actitud más que digna. Con todo, lo que consolida definitivamente este arriesgado salto a la calle de los sabios es que no han ocultado ni las causas ni los causantes del colapso ya iniciado. Porque la catástrofe climática es la primera producción del sistema económico ya único y masivo. Este que nos somete esclavizando, hiriendo y hasta asesinando todo lo esencial: la vivacidad y sus fuentes.
Esta rebelión científica es honesta, en primer lugar porque no busca ni poder, ni mejoras materiales personales. Es solidaria con su propia sabiduría que, por una vez, no puede ser privatizada desde el momento en que lo defendido es, ni más ni menos, lo más público que existe. Recordemos que respirar no solo nos iguala sino que nos hermana y por tanto aborda el también cada día más necesario anhelo de anuestrarnos. No olvidemos que también y, por primera vez en la historia de los edificios mentales de la moralidad, defendemos a los que no conocemos, ni en el espacio, ni en el tiempo. Trabajan estos rebeldes, trabajamos otros muchos, es más, para los que todavía no existen.
Saben los sabios que ahora mismo nada tiene menos futuro que el futuro mismo. Saben que el presente resulta cada día más pequeño y mezquino. Su desobediencia civil es una bocanada de aire fresco y limpio en plena asfixia. Un boca a boca, in extremis, a la misma atmósfera. Socorren al socorro. Gracias por ser tan rebeldes.
Si en 1972, en la Cumbre de Estocolmo, se hubiera puesto en marcha el ya entonces necesario abandono masivo del modelo energético que achicharra al planeta es casi seguro que no estaríamos sufriendo la guerra de Ucrania. Nos habría dado tiempo para, con los más que suficientes conocimientos científicos, tecnologías y presupuestos, cambiar la asfixia de lo que respiramos por lo transparente pureza que nos merecemos. Seguramente nos habríamos librado también de las guerras de Irak e, incluso, de aberraciones claramente ligadas a la catástrofe climática como el todavía no acabado fratricidio sirio.
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