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Estados Unidos: un país polarizado, unas elecciones reñidas
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Juan María Hernández Puértolas

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Estados Unidos: un país polarizado, unas elecciones reñidas

Que EEUU está polarizado y que eso propicia elecciones sumamente reñidas está fuera de discusión. Más arriesgado resulta aseverar el motivo. He aquí unas cuantas hipótesis

Foto: Un votante de Trump se encara con un manifestante durante un evento de campaña, que finalmente fue cancelado, en la Universidad de Illinois, Chicago (Reuters).
Un votante de Trump se encara con un manifestante durante un evento de campaña, que finalmente fue cancelado, en la Universidad de Illinois, Chicago (Reuters).

Las elecciones presidenciales de 1988, que enfrentaron al vicepresidente George H.W. Bush con el gobernador de Massachusetts, Michael Dukakis, fueron las últimas en las que el ganador se impuso por goleada al perdedor. No fue una barrida abrumadora, como las que habían conseguido Nixon frente a McGovern en 1972 o Reagan frente a Mondale en 1984, pero sí una victoria concluyente, indiscutible y desahogada, tanto en votos populares como en el Colegio Electoral.

En realidad, Dukakis apenas se impuso en un puñado de estados del este de gran tradición liberal -en el sentido estadounidense del término, es decir, progresista- como Nueva York o Massachusetts, junto a otros pocos estados vecinos de los grandes lagos (Wisconsin, Minnesota) y otros dos de la costa oeste, como Washington y Oregón. De hecho, fue la última vez que el estado más populoso del país, California, se decantó por el candidato presidencial del Partido Republicano.

Por aquel entonces, los analistas llegaron a la conclusión prácticamente unánime de que, si el Partido Demócrata quería volver a conquistar la Casa Blanca, no tendría más remedio que ponerse en manos de un nativo del sur del país. Al fin y al cabo, en las seis elecciones celebradas a lo largo de los últimos 20 años, el único triunfo del partido había corrido a cargo de Jimmy Carter, gobernador de Georgia.

No es extraño por tanto que la juventud -45 años- y su procedencia geográfica -Arkansas, de donde era gobernador- se convirtieran en 1991 en poderosas razones para justificar la campaña presidencial de un político como Bill Clinton, quien no sólo consiguió sobresalir de un nutrido grupo de aspirantes a la nominación demócrata sino también imponerse en noviembre del año siguiente a un presidente que optaba a la reelección con un par de éxitos indiscutibles en política exterior, la guerra del Golfo y la caída del muro de Berlín.

Y es que en aquellas elecciones de 1992 ya se ponen de manifiesto algunos de los rasgos que han hecho tan imprevisibles éstas de 2016. Por ejemplo, la rebelión contra las “politics as usual” representada por el empresario Ross Perot, cuyas propuestas populistas no eran tan distintas de las respaldadas hoy por Donald Trump. O la histeria anti-impuestos, exacerbada en el caso de Bush por su rectificación en la materia tras haber insistido tanto en su lema, “lean mis labios, no más impuestos”.

Al final del día, esas elecciones se resolvieron por el escaso carisma de Bush senior, quien solo recibió un 37% del voto popular, por la división del voto conservador entre Bush y Perot, por la resistencia de la Reserva Federal a reducir los tipos de interés y, desde luego, por la habilidad del ticket Clinton-Gore para hacerse con estados que parecían barrados a los demócratas como Louisiana, Georgia, Tennessee y, por supuesto, Arkansas. Esos avances se vieron corregidos y aumentados con ocasión de la relección de Clinton en 1996, en las que llegó incluso a hacerse con Florida, el primer demócrata en lograr esa hazaña desde la legendaria barrida de Lyndon Johnson en 1964.

placeholder La candidata Hillary Clinton habla con periodistas tras la explosión en Chelsea, Manhattan, el 17 de septiembre de 2016 (Reuters).
La candidata Hillary Clinton habla con periodistas tras la explosión en Chelsea, Manhattan, el 17 de septiembre de 2016 (Reuters).

El mapa vuelve a cambiar ligeramente en el año 2000, pero solo ligeramente. A diferencia de Clinton -y de su rival, George Bush júnior-, Gore era un sureño mucho menos genuino, hijo de un senador del que no solo heredó el apellido sino también el escaño, por supuesto tras las correspondientes elecciones. En esos comicios, resueltos por el Tribunal Supremo más de un mes después de su celebración debido al empate técnico que se dio en Florida, el Partido Demócrata vuelve a ser barrido del sur, pero supera al Partido Republicano en votos electorales y prácticamente empata en el Colegio Electoral. Es el año, en definitiva, en que los estados empiezan a ser denominados como rojos -si hay predominio republicano-, azules -si lo hay demócrata- o “swing” (que pueden decantarse de cualquier lado).

Esa fidelidad a los colores explica, al margen de la impopularidad que comparten Hillary Clinton y Donald Trump, por qué es prácticamente imposible que un candidato se imponga al otro por un gran margen; desde el año 2000, son muy pocos los estados que cambian de signo de un ciclo electoral al siguiente. En el año 2004, cuando la invasión de Irak aún no había mostrado su cara más terrible y aún parecía factible la pacificación y democratización de ese país, Bush júnior obtuvo la reelección por un margen muy apretado (50,7% frente a 48,3% en votos populares) y hubiera bastado con que John Kerry se hubiera impuesto en Ohio para que el actual secretario de Estado hubiese alcanzado la presidencia. Barack Obama se impuso con cierta comodidad tanto a John McCain en 2004 como a Mitt Romney en 2008, pero su respaldo en votos populares nunca llegó al 53%.

Para un sector importante del electorado, gente de etnia caucásica, de mediana edad, sin estudios universitarios y un sistema de valores muy determinado, al tiempo que muy recelosa del poder del Gobierno federal, cualquier tiempo pasado fue mejor

No cambia el mapa, pero sí el paradigma; ya no hace falta que el candidato demócrata sea del sur, como Carter o Clinton, entre otras cosas porque apenas quedan senadores o gobernadores de ese partido que representen a los estados de la antigua Confederación. Los distritos de la Cámara de Representantes están blindados demográficamente, asegurando en la práctica la reelección ad infinitum del congresista en ejercicio. No en la misma medida, pero también es sumamente extraño encontrar a republicanos con la etiqueta de moderados disputar las primarias presidenciales de su partido.

Que el país está polarizado y que eso propicia elecciones sumamente reñidas está fuera de discusión. Más arriesgado resulta aseverar por qué se ha producido tal polarización. Allá van unas cuantas hipótesis.

Para un sector importante del electorado, gente de etnia caucásica, de mediana edad, sin estudios universitarios y un sistema de valores muy determinado, al tiempo que muy recelosa -con razón o sin ella- del poder del Gobierno federal, cualquier tiempo pasado fue mejor. Su ideario está resumido en una frase escuchada inicialmente en los mítines de John McCain en 2008, con mayor profusión en los de Mitt Romney en 2012 y convertida en un clamor en los de Donald Trump en 2016: “Bring our country back!”, devolvednos nuestro país.

Es obvio que ese país no volverá, que el país del futuro se parecerá más a California que a Virginia Occidental. Pero tampoco es un simple brote nostálgico, es el recuerdo de un tiempo no tan lejano en el que el Made in the USA figuraba en las etiquetas de las camisas y en los zapatos, en el que los coches fabricados en Detroit tragaban galones de gasolina barata en increíbles proporciones y en que los inmigrantes irlandeses, italianos, checos o polacos, sin perder sus orígenes culturales, se integraban sin mayores problemas en el sueño americano. Sin ser necesariamente racistas, son sensibles al argumento de que el inmigrante constituye una amenaza para su puesto de trabajo, de que el inglés debería conservar su papel de lengua vehicular y de que el Gobierno federal ha ayudado desproporcionadamente a la población afroamericana. Una característica especialmente difícil de entender a este lado del Atlántico es su debilidad letal por las armas de fuego, pese a los continuos incidentes con víctimas mortales. Dicha querencia, amparada en una protección constitucional concebida para otra época, se suele apoyar en un razonamiento infernal: puesto que los delincuentes siempre tendrán acceso a este tipo de armas, las autoridades no deben restringir el acceso a las mismas de la gente de bien, sin por lo visto pararse a pensar que esa ausencia de controles posibilita que los terroristas y disminuidos psíquicos también las adquieran.

Hay otros argumentos, si se quiere bastante más coherentes, como que apenas nadie en Wall Street asumió la responsabilidad de una crisis financiera e inmobiliaria que se llevó por delante los ahorros y las propiedades de millones de ciudadanos o que Estados Unidos no tiene por qué asumir una parte desproporcionada de la defensa del llamado mundo occidental. Pero, por encima de todo, sobrevuela la creencia de que los políticos no se ocupan de los problemas de la gente normal y que ello se evidencia en un sistema corrompido, ineficiente y endogámico. La gran trampa del populismo es hacer creer al pueblo que “eso lo arreglo yo en dos patadas”, argumento favorito de todos los demagogos que en el mundo han sido.

Las elecciones presidenciales de 1988, que enfrentaron al vicepresidente George H.W. Bush con el gobernador de Massachusetts, Michael Dukakis, fueron las últimas en las que el ganador se impuso por goleada al perdedor. No fue una barrida abrumadora, como las que habían conseguido Nixon frente a McGovern en 1972 o Reagan frente a Mondale en 1984, pero sí una victoria concluyente, indiscutible y desahogada, tanto en votos populares como en el Colegio Electoral.

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