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Sala 2 | Razones para votar a Trump
Millones de estadounidenses votan a Donald Trump. Usted ya sabe por qué no lo votan los demócratas. Pero aquí vamos a contarle por qué lo apoyan los que lo apoyan
Podríamos empezar este artículo de manera pragmática: recitando el catálogo de errores y despropósitos de Donald Trump, y así blindarnos un poco frente a las posibles críticas. Sería como colgar un pelele con una peluca amarilla y darle de golpes para que los prejuicios de la mayoría de los lectores (solo un 16% de los españoles votaría a Trump, según una encuesta de YouGov) se sientan reconocidos y experimenten una sutil sensación de camaradería.
Pero esa no es la idea de este blog. Si quieren repasar los fallos y tropiezos de Trump, solo tienen que abrir casi cualquier periódico grande sobre la faz de la Tierra o poner casi cualquier canal de televisión. Aquí se da el punto de vista conservador norteamericano, que no es un punto de vista crítico, precisamente, con Trump.
A continuación, reproducimos los argumentos que suelen dar sus seguidores para defender al presidente. Recordamos que esta no es ni mi opinión ni la opinión de El Confidencial, solo el reflejo de una perspectiva que, consideramos, tiene muy poco hueco mediático.
Empecemos por el carácter. Si la izquierda percibe en Donald Trump a un tirano, la derecha ve un gladiador. El magnate no vino al Coliseo a parlamentar, sino a degollar tigres y a vencer a sus enemigos. La única forma en que saldrá de allí es dejando un rastro de sangre sobre la arena. Es verdad que tiene un carácter polémico y desagradable, que presume, que grita y que muchas veces se le va la mano con los tuits y con los decretos. Pero es que así son los gladiadores. Les gusta el ruido y la camorra, el instinto, el olor a sudor. Si el país quisiera otro intelectual, otro Barack Obama que pasase el tiempo escribiendo discursos y caminando de puntillas por los pasillos de Washington, habría elegido a Hillary Clinton.
Y es que hacía falta un gladiador. Como contamos en el artículo precedente, la balanza del poder en Estados Unidos se ha inclinado demasiado hacia las costas y las grandes ciudades. Es allí donde se cocina todo: la política, la economía, las narrativas. La regiones del interior, en cambio, se habían quedado atrás, y lo que necesitaban para corregir el rumbo no era un político al uso, enredado en lealtades y conflictos de interés, sino un campeón, alguien nuevo, con ganas de guerra. Un gladiador que diese la cara por ellos y que sacudiese las poltronas y las estructuras de poder.
Al final, el carácter defectuoso de Trump solo es un precio que los votantes están dispuestos a pagar con tal de que este cumpla sus promesas. Y las cumple, o al menos lo intenta por todos los medios.
El presidente prometió el mayor recorte fiscal desde la época de Ronald Reagan: conseguido. Prometió bombardear hasta la saciedad las posiciones del grupo terrorista ISIS: conseguido. Prometió renegociar el Nafta, cancelar regulaciones en todos los sectores económicos, abandonar el Acuerdo Climático de París y el Acuerdo Nuclear con Irán, subir el gasto militar, mudar a Jerusalén la embajada de EEUU en Israel e inclinar hacia la derecha el poder judicial, empezando por el Tribunal Supremo. Todo conseguido.
Incluso cuando se queda a medio camino, como en la escalada arancelaria con China, que ni ha reducido el déficit comercial ni ha impulsado el sector manufacturero, Trump lo intenta. Amenaza, retuerce, insulta, negocia. El ascenso de China ya era una realidad hace 10, 20 o incluso 30 años. Pero nadie hacía nada. Barack Obama se refería al gigante como “socio estratégico”. Tuvo que venir Trump a poner las cosas claras y a decir la verdad: China no es un socio. Es un rival. O actuamos ahora, o ya podemos prepararnos para perder nuestra hegemonía.
Volvamos al carácter. Pensemos en los votantes evangélicos. Seguro que más de una vez han escuchado aquello de que los evangélicos son unos hipócritas, ya que, por un lado, tienen unos estándares morales inmaculados, rechazan el adulterio y el matrimonio homosexual, bedicen la mesa, leen la Biblia, se acuestan a las ocho de la tarde... Y, por otro, votan a Donald Trump: un señor que trató de comprar el silencio de una prostituta con la que se había acostado mientras su tercera mujer estaba embarazada. ¿Cómo es esto posible?, dicen los columnistas del 'New York Times'. ¡Que alguien me lo explique!
Los evangélicos responden: tienen ustedes razón. Trump es un hombre lleno de vicios y defectos, y la verdad es que nos incomoda su actitud. Sin embargo, en las esencias, en las cosas que de verdad nos importan, como el aborto, los derechos religiosos o la Justicia, Trump nos escucha y nos guarda las espaldas.
De hecho, los pastores evangélicos han ideado un mecanismo teológico para justificar a Trump. Lo han comparado con Ciro el Grande, el conquistador persa que, como cuenta la Biblia, liberó a los judíos cautivos en Babilonia. Ciro también era un señor lleno de vicios y defectos. Un bárbaro, un pagano, un guerrero violento y sediento de gloria. Pero sus acciones (liberar a los judíos) eran las acciones del Señor. Ciro era el vehículo imperfecto de la voluntad del Señor, como lo sería Donald Trump. El presidente que, por cierto, ha reconocido Jerusalén como capital hebrea.
Lo que importa, por tanto, no es el carácter o las palabras, sino las acciones. Aquí está uno de los fundamentos del poder de atracción de Trump. Su tendencia a evitar las complejidades y las entelequias, su voluntad de hablar con acciones sencillas y palpables.
"El presidente que más ha hecho por los negros"
Cuando se trata del asunto racial, por ejemplo, Trump no se mete en la cosmogonía de las identidades. Quizás estas teorías de la opresión sistémica y demás tengan sentido, pero es que son muy complejas. Y lo complejo, por lo general, ni funciona ni agrada a todo el mundo. Lo que sí le gusta a todo el mundo es el dinero. Un buen empleo, un buen salario que te permita irte de vacaciones o comprarte una casa. Eso gusta a los blancos, a los negros y a los latinos.
Un buen empleo, un buen salario que te permita irte de vacaciones o comprarte una casa. Eso gusta a los blancos, a los negros y a los latinos
Cuando Trump dice, en su estilo descarado y rimbombate, que es “el presidente que más ha hecho por los afroamericanos en toda la historia de Estados Unidos, quizá, quizá, con la excepción de Abraham Lincoln”, se refiere justo a eso: al dinero. El paro entre los afroamericanos descendió a mínimos históricos durante la Administración Trump, antes de que azotara la pandemia. Sus salarios, además, crecían a un ritmo que no se veía desde antes de la crisis financiera. Y punto. Luego ya que cada individuo, sea cual sea el color de su piel, gaste su dinero como considere.
Lo mismo sucede con el cambio climático. La izquierda llama a Donald Trump negacionista del clima (un término cargado de connotaciones terribles: pues se usa sobre todo con los negacionistas del Holocausto). Pero Trump no lo niega, simplemente desconfía. No se lo acaba de creer. Su postura es más agnóstica que atea, por así decirlo. Es una desconfianza instintiva y procedente, quizás, de su manera cruda de ver el mundo.
Todos los gremios tienen en común la necesidad de proteger su negocio. Y una manera de hacerlo es creando, o exagerando, los problemas que ellos son expertos en resolver. Es como cuando uno va al dentista o lleva el coche al mecánico. Quizás una muela moleste un poco, pero el dentista te convencerá de que necesitas un trabajo más caro, como una limpieza a fondo o una reconstrucción. Lo mismo con el mecánico. O con los medios de comunicación: a lo mejor ocurre un suceso más o menos normal, nada del otro mundo, pero los informativos se esfuerzan en pintarlo de catástrofe para que las audiencias continúen adictas, al borde de la histeria.
La 'mafia' del cambio climático
En la 'comunidad científica' ocurriría algo similar. También tienen que justificar sus becas y puestos académicos, y quizás eso los invite, de vez en cuando, a exagerar un poco las cosas y a seguir así en el centro del debate. Los científicos no son extraterrestres. Como los demás gremios, tienen sus carreras y sus estructuras de poder. Lo que Nassim Nicholas Taleb llama 'quotation rings': mafias de la cita. Académicos citándose unos a otros en sus informes para adular y ganar influencia.
La respuesta de Trump al cambio climático causado por la acción humana, tal y como ha reiterado en sus debates con Joe Biden, es la siguiente: lo que me importa es que el aire esté limpio y que el agua esté limpia. A partir de ahí, francamente, no sé qué le va a pasar al planeta en 50 o en 100 años.
La pandemia de coronavirus ha matado a más de 225.000 estadounidenses. Proporcionalmente, se trata de la peor ratio de muerte por habitante de la veintena de economías desarrolladas del mundo. Muchos análisis apuntan a que la gestión de Donald Trump, desde la falta de acción de su Gobierno a su rechazo habitual a observar medidas de eficacia probada, como ponerse una mascarilla, es responsable de al menos una parte de estas muertes. Y son errores que le pueden costar el apoyo de la mayoría de votantes de la tercera edad, como reflejan varias encuestas.
La postura de Trump, en cambio, está en línea con la mentalidad conservadora, y no solo de Estados Unidos. La idea de que el virus es algo con lo que hay que vivir y de que es mejor minimizar los daños apelando a la responsabilidad individual que cerrando a cal y canto la economía. El presidente, como contamos en este 'post' anterior, simplemente desconfía de lo que la derecha ve como una intromisión del Gobierno en la vida privada de las personas. Ni siquiera con el virus circulando por sus pasillos ha dado la Casa Blanca el paso de obligar a usar mascarilla, por ejemplo.
'Clickbait' a los progresistas
Respecto a sus guiños a grupos extremistas, como los Proud Boys en el primer debate con Joe Biden, o su conferencia en términos relativistas y fácilmente manipulables después de los sucesos de Charlottesville, cuando varios grupos racistas marcharon con antorchas y una joven fue asesinada por uno de ellos, los seguidores de Trump lo perciben de varias maneras.
Los seguidores radicales, que han mostrado su apoyo al presidente, interpretan estos gestos como un permiso que Trump les ha dado para comportarse así, para seguir con acciones y sus mensajes de odio. Otros seguidores del presidente, gente normal, creen que estas no son señales (Trump suele condenar inequívocamente a estos grupos: solo que lo hace pasados uno o dos días), sino palabras que los medios de comunicación han sacado de contexto. Y otro grupo más opina que son trucos para mantener entretenidos a los progresistas, para cultivar su crítica y su odio y sus fantasías de que la tiranía ha llegado a Estados Unidos.
Este es otro de los fundamentos de su poder: Donald Trump no habría llegado donde está si no fuera por las críticas constantes de los grandes medios progresistas de EEUU. La ecuación es más o menos así: solo un 10% de los votantes republicanos, según una encuesta de Gallup, confía en los medios de comunicación nacionales. Las investigaciones del 'Times' o los editoriales de la CNN no les hacen mella. Al contrario: les sacan de sus casillas. Son medios que no reflejan su opinión, ni su forma de vida, ni hablan de las cosas que les preocupan. Están lejos, en Manhattan o en Washington. Y eso es lo que ha sabido utilizar Donald Trump.
Si 'The New Yorker', 'The Atlantic' o 'The Washington Post' empezasen a loar al presidente, su base electoral dejaría, probablemente, de apoyarlo. Porque Trump se habría convertido en uno de los malos. En un elitista costero encantado de haberse conocido. Y habría dejado de ser el gladiador al que, pese a los malos números de recaudación y encuestas, continúan respaldando.
Podríamos empezar este artículo de manera pragmática: recitando el catálogo de errores y despropósitos de Donald Trump, y así blindarnos un poco frente a las posibles críticas. Sería como colgar un pelele con una peluca amarilla y darle de golpes para que los prejuicios de la mayoría de los lectores (solo un 16% de los españoles votaría a Trump, según una encuesta de YouGov) se sientan reconocidos y experimenten una sutil sensación de camaradería.