Es noticia
Los gobiernos son ineficientes porque tú estás polarizado
  1. Mundo
  2. Tribuna Internacional
Ramón González Férriz

Tribuna Internacional

Por

Los gobiernos son ineficientes porque tú estás polarizado

La polarización permite que los gobiernos no tengan que rendir cuentas ante los electores —porque los seguidores fieles de un partido lo votarán haga lo que haga—

Foto: El presidente de EEUU, Donald Trump. (Reuters)
El presidente de EEUU, Donald Trump. (Reuters)
EC EXCLUSIVO Artículo solo para suscriptores

Quienes defendemos posturas centristas solemos quejarnos de la polarización por razones que, en ocasiones, son estéticas. Las sociedades polarizadas son más desagradables porque generan un enfrentamiento que tiende a ir más allá de la política. No es solo que uno prefiera votar a la derecha o a la izquierda, y que defienda vigorosamente esa opción. Eso se traslada a todos los aspectos de la vida y se acaban adoptando posturas en cuestiones aparentemente no políticas —de las vacunas a la idoneidad de la mascarilla, de la preferencia por un equipo de fútbol al consumo de unas marcas u otras— en función de la ideología política y las directrices del partido.

Pero esta es solo una primera consecuencia de la polarización, y ni siquiera la más grave. A fin de cuentas, las democracias son y deben ser lugares broncos en los que se discute a fondo y los ciudadanos, inevitablemente, difieren en su visión del mundo. La segunda, y peor, es que la polarización permite que los gobiernos no tengan que rendir cuentas ante los electores —porque los seguidores fieles de un partido lo votarán haga lo que haga—. Y por lo tanto, tampoco tengan demasiados incentivos para llevar a cabo una gestión concienzuda y profesional. En un contexto polarizado, dedicarse a hacer propaganda —ahora lo llaman comunicación política— es mucho más rentable en términos de poder.

Foto: Imagen de John Hain en Pixabay. Opinión
TE PUEDE INTERESAR
Por qué estamos tan polarizados
Ramón González Férriz

Esto es lo que está sucediendo en buena parte del mundo rico. Y la pandemia no ha hecho más que intensificarlo. De más lejano a más cercano, Donald Trump sabe que no necesita hacer una brillante gestión de la pandemia para ser reelegido; le basta con apelar de manera inteligente al resentimiento que sus votantes sienten por los progresistas. En Francia, Emmanuel Macron sabe bien que, ante la amenaza de ver a Marine Le Pen como presidenta, los votantes desde el centro derecha hasta el socialismo tradicional le apoyarán casi independientemente de lo que haga, aunque sea a regañadientes. En España, ayer vimos en el pleno del Congreso que Pedro Sánchez no necesita defender su mediocre gestión de la pandemia y que, para tener a sus votantes movilizados y alineados, le basta —con la ayuda de su socio de coalición, Pablo Iglesias— con proponer cuestiones de memoria histórica —que, al mismo tiempo, pueden estar justificadas— y agitar un miedo inverosímil al fascismo y el franquismo.

Algo parecido, aunque ideológicamente inverso, puede decirse del Gobierno de Isabel Díaz Ayuso: esta semana hemos visto, en la sesión de control de la Asamblea, cómo ante la preocupante situación sanitaria de Madrid, la presidenta simplemente repartió culpas entre los inmigrantes, el Gobierno de Sánchez y el progresismo en general para eludir cualquier responsabilidad y, seguramente, satisfacer a los suyos. Del independentismo catalán, ni hablamos.

Ayuso atribuye al ''modo de vida de la inmigración'' los contagios de Madrid

Esa es la peligrosa deriva de la política en el contexto actual, y la manera en que el populismo ha acabado impregnando no solo la acción y la retórica de los populistas, sino buena parte del discurso político general. Sin embargo, el populismo ya ha demostrado sus límites en la política. En los tres primeros años de mandato de Trump, el desempleo se redujo hasta mínimos sin precedentes en los últimos 50 años, pero el presidente estadounidense ha incumplido todas sus promesas de reindustrializar el país, devolver un trabajo digno a muchos desempleados industriales e impulsar las zonas antiguamente dedicadas al carbón. Los 'brexiters' consiguieron un gran éxito al lograr la salida de Reino Unido de la Unión Europea, pero pasados cuatro años desde entonces, es imposible encontrar un solo aspecto de la vida de los británicos corrientes que haya mejorado. Por supuesto, el renovado nacionalismo de los ingleses, inducido por unas élites periodísticas y políticas que dicen querer acabar con las élites, no les ha reportado aún ningún beneficio material.

Ley y Justicia, el partido de derecha nacionalista que gobierna en Polonia, llegó al poder en parte gracias a un programa llamado 'Familia 500 +', que pretendía fomentar la natalidad mediante la concesión de generosos subsidios a las familias que tuvieran hijos. Cuatro años después, tras un breve repunte, se producen los mismos nacimientos de niños polacos que antes de que se pusiera en marcha el programa. “Casi todas las políticas populistas se desintegran al entrar en contacto con la realidad. Quizás a la mayoría de votantes populistas les dé igual”, decía el fin de semana pasado el columnista del 'Financial Times' Simon Kuper.

Foto: Britain's prime minister boris johnson meets egyptian president abdel fattah el-sisi at downing street in london

El peligro es que, si nos dejamos llevar por la polarización, que tan eficazmente están generando muchos líderes incapaces de gestionar con eficiencia, todos, tanto partidos como medios y votantes, acabemos considerando que las guerras culturales son las únicas que vale la pena librar y que las nociones de eficiencia y gestión se desvanezcan en un momento en que son más necesarias que nunca. Supondría el triunfo definitivo del populismo y una liberación para las élites políticas, que siempre tendrían un recurso para eludir sus responsabilidades entre los aplausos enfebrecidos de los suyos.

Hay señales de esperanza: Joe Biden no está basando su campaña presidencial en la idea de que todos los votantes de Trump son racistas —porque no lo son—, sino en que el presidente es un pésimo gestor —lo cual es cierto—. Parece que el PP de Pablo Casado, aunque solo en ciertos momentos, quiere sustituir a la coalición en el Gobierno sin apelar a una siniestra conjura comunista, sino señalando las innumerables incoherencias de su gestión durante la pandemia y el recelo que suscita su gestión del dinero de la UE para sacar el país de la crisis económica. En Italia, Giuseppe Conte ha demostrado ser un eficaz primer ministro y ha acallado un tanto a Matteo Salvini, el líder de la Liga que, a pesar de su retórica grandilocuente, o precisamente por ella, fue un ministro de Interior incapaz, que no resolvió ninguno de los muchos problemas de su país.

A pesar de estas buenas noticias, la amenaza de que la política polarizada nos convierta a todos en votantes adolescentes, que solo quieren satisfacer sus impulsos y sentirse bien consigo mismos, sigue ahí. Es ya casi un hecho.

Quienes defendemos posturas centristas solemos quejarnos de la polarización por razones que, en ocasiones, son estéticas. Las sociedades polarizadas son más desagradables porque generan un enfrentamiento que tiende a ir más allá de la política. No es solo que uno prefiera votar a la derecha o a la izquierda, y que defienda vigorosamente esa opción. Eso se traslada a todos los aspectos de la vida y se acaban adoptando posturas en cuestiones aparentemente no políticas —de las vacunas a la idoneidad de la mascarilla, de la preferencia por un equipo de fútbol al consumo de unas marcas u otras— en función de la ideología política y las directrices del partido.

Política