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Europa se hace nacionalista de derechas

El giro a la derecha solo lo podrán frenar políticas que tranquilicen y den confianza al votante europeo a través del bienestar material y de una reducción sustancial de la presión migratoria

Foto: La primera ministra italiana, Giorgia Meloni, y el primer ministro húngaro, Viktor Orbán. (EFE/EPA/Olivier Hoslet)
La primera ministra italiana, Giorgia Meloni, y el primer ministro húngaro, Viktor Orbán. (EFE/EPA/Olivier Hoslet)

Pronto se cumplirán 15 años desde la caída de Lehman Brothers, el tsunami que atravesó el Atlántico y cambió para siempre nuestra forma de percibir la política y la economía. De repente, los europeos nos dimos cuenta de que las pensiones no estaban garantizadas, el euro no era eterno y los funcionarios podían ser despedidos. Se cerraba un periodo de confianza en la democracia liberal que se había abierto con el fin de la Segunda Guerra Mundial y que había sobrevivido a la crisis del petróleo y a la Guerra Fría. Nada nos había hecho dudar de la capacidad del Estado para sobreponerse. Hasta 2008.

Una de las crisis más graves de la historia del capitalismo no hizo tambalearse el capitalismo, pero sí los sistemas políticos occidentales. El pánico que vino de América trajo una progresiva derechización de Europa y un apego nacionalista a los viejos Estados, a los que pagamos impuestos y exigimos que nos protejan cuando vienen mal dadas.

Foto: Un túnel secreto antinuclear, en Tirana, de la época comunista, convertido en museo de víctimas del comunismo. (EFE/Mimoza Dhima)

La crisis de la deuda fue la mecha que encendió los miedos de Occidente. El miedo a la caída del nivel de vida y, en muchos casos, el descenso real en bienestar comparado con el de la generación anterior provocaron un doble repliegue proteccionista: económico, para evitar la competencia de productos y mano de obra extranjeros, y cultural, que ha aumentado el rechazo a la inmigración. Hay, por tanto, un miedo material y otro identitario que se retroalimentan continuamente. Los instintos tribales afloran con más fuerza cuando se pierde la esperanza en el futuro. El Brexit y Trump ejemplifican esa doble barrera que en mayor o menor medida anhela todo Occidente.

Hay sociedades que quieren seguir siendo homogéneas y van a oponerse a cualquier forma de multiculturalismo. Francia es lo que Polonia no quiere ser. En Hungría, Orbán se jacta de haber fundado un régimen iliberal. Otras sociedades quieren poner freno a la diversidad. En Suecia, la coalición de centro derecha gobierna marcada de cerca por la extrema derecha, de la que depende. En Holanda, Mark Rutte acaba de dimitir a raíz del alto número de demandantes de asilo. En Italia, el Gobierno de Meloni se ha consolidado y su grupo parlamentario en Estrasburgo, donde está Vox, será el que más crezca en las elecciones europeas del año que viene. Si hace 20 años Jean-Marie Le Pen conmocionó a Europa con su paso a la segunda vuelta de las presidenciales francesas, a nadie le sorprendería ya que su hija Marine fuera presidenta en 2027, probablemente en duelo con la extrema izquierda de Mélenchon. Estamos a las puertas de la distopía.

Foto: El primer ministro en funciones de Países Bajos, Mark Rutte. (Reuters/Ints Kalnis)

En los próximos cinco años, la derecha y la extrema derecha van a poder formar mayorías estables en todos los países europeos. Y allí donde gobierne la izquierda, lo hará en una versión diluida, como es el caso de los socialdemócratas daneses.

Desde 2008, los europeos han adquirido plena conciencia de su decadencia económica y demográfica. La crisis destapó con crudeza los costes de la globalización, especialmente en empleos de menor formación, que son fáciles de sustituir con mano de obra extranjera, sea con trabajadores inmigrantes o externalizando la producción en países con menores costes. Los europeos experimentan cada día la omnipresencia china en las cadenas de producción. Saben que la población africana se acerca a los 1.500 millones y se duplicará en los próximos 30 años. La revolución de las comunicaciones y su posición geográfica hacen de Europa el destino favorito de millones de emigrantes. Las necesidades del mercado laboral solo pueden absorber una pequeña parte de todas las personas dispuestas a venir. Mezclar los dos debates es un error que acaba provocando el rechazo frontal a todo tipo de inmigración.

Foto: El presidente para Europa y Reino Unido de McCann Worldgroup, Fernando Fascioli, y la CEO de McCann España, Marina Specht. (McCann)

Europa también es destino prioritario de los que buscan asilo huyendo de guerras y crisis humanitarias. Los países europeos basan sus políticas de asilo en la Convención de Ginebra, que se redactó en la posguerra mundial para acoger refugiados de los países vecinos. La idea nunca fue acoger refugiados de todo el mundo, a todas luces inviable. La obligación de aprobar todas las solicitudes de asilo con causa justificada está provocando un rechazo frontal del concepto mismo de refugiado. Antes o después, habrá que financiar la protección de refugiados cerca de sus países de origen.

El giro a la derecha solo lo podrán frenar políticas que tranquilicen y den confianza al votante europeo a través del bienestar material y de una reducción sustancial de la presión migratoria. Ello conlleva tres misiones ineludibles: modernizar la formación y el mercado de trabajo para poder competir en una economía globalizada; luchar de manera mucho más contundente contra las mafias que trafican con seres humanos, y cooperar eficazmente al desarrollo económico de los países de origen, sobre todo los africanos, para que a largo plazo haya menos gente que sienta la necesidad de emigrar. Si fracasa, en los próximos 15 años, Europa será irreconocible.

*Josep Verdejo es periodista y máster en política europea y en políticas públicas.

Pronto se cumplirán 15 años desde la caída de Lehman Brothers, el tsunami que atravesó el Atlántico y cambió para siempre nuestra forma de percibir la política y la economía. De repente, los europeos nos dimos cuenta de que las pensiones no estaban garantizadas, el euro no era eterno y los funcionarios podían ser despedidos. Se cerraba un periodo de confianza en la democracia liberal que se había abierto con el fin de la Segunda Guerra Mundial y que había sobrevivido a la crisis del petróleo y a la Guerra Fría. Nada nos había hecho dudar de la capacidad del Estado para sobreponerse. Hasta 2008.

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